lunes, octubre 04, 2010

Memorias del alimento infinito

Michel Leiris


Varios escritores del siglo XX cuando hablan de su infancia coinciden en recordar el momento en que se les apareció por vez primera, hecho cuerpo, el infinito. La coincidencia no se queda ahí. El soporte concreto de ese momento primordial muchas veces es el mismo: una lata o una caja, observadas en la despensa de la cocina. Así, entre nosotros, el envase de aceite Vatel ha sido uno de los objetos más socorridos para ilustrar el viejo asombro. Otros, probablemente borgeanos avant la lettre, se toparon con la infinitud en los modestos espejos de una barbería. Tiempo después habrían de descubrir el Aleph, la Biblioteca de Babel y a un heresiarca de Uqbar que consideraba abominables los espejos “porque multiplican el número de los hombres”. Incursionarían en las diversas paradojas filosóficas que Borges exploró con imágenes espléndidas y en sus diversos y alucinantes temas metafísicos. Pero volvamos a quienes asocian el infinito a los recuerdos de cocina. Mejor dicho, a uno de ellos. Me refiero a Michel Leiris, autor de una autobiografía estupenda titulada Edad del Hombre. En ella nos dejó dicho que su primer contacto con el infinito se lo debe a una caja de cacao de marca holandesa. Era el cacao con que le servían todos los días el desayuno. Tendría diez años cuando lo cotidiano se le hizo conmoción mental. Así lo describe: “Uno de los lados de esa caja estaba adornado con una imagen que representaba a una campesina con una toca de encajes, que sujetaba con su mano izquierda una caja idéntica, adornada con la misma imagen y la mostraba sonriendo, sonrosada y fresca. Permanecí sobrecogido por una especie de vértigo, figurándome esa infinita serie de una imagen idéntica que reproducía un número ilimitado de veces la misma joven holandesa…”.

Que no ceda el lector matemático a la inmensa tentación de explicarle a Leiris teorías que permiten convivir lo finito con lo ilimitado, o algunas ideas de Bolzano o de Cantor que refutan con creces lo que los legos pensamos acerca de la infinitud. Sigamos con el escritor y veamos cómo la idea encarnada en la caja de cacao en polvo fue adquiriendo una forma vigorosa. No olvidemos que la joven holandesa mira a quien observa la caja y lo mira tantas veces como cajas se multiplican. El niño sentía ante esto que ella se estaba burlando, haciéndole ver su efigie, repetida ad nauseam. Ese momento estelar de la infinitud incluye también una sensación de deseo y de impotencia. La campesina se nos va y se nos va, pero no termina de irse (ya sé -no era mi intención- que están, como yo, recordando una canción de José Alfredo). Pues bien, Michel Leiris no se quedará con esa turbación y habrá de añadirle a su encuentro con el infinito en la mesa infantil del desayuno, una dimensión mundana que explicará en estos términos, que seguramente no agradarían al heresiarca de Uqbar: “No estoy lejos de creer que a esta primera noción de infinito, se mezclara un elemento de orden bastante turbio: el carácter inaprehensible de la joven holandesa, repetida al infinito, al igual que por medio de los espejos de un tocador hábilmente dispuesto, se multiplican las imágenes libertinas”.

Lo cierto es que los alimentos fueron para Leiris un vehículo afectivo (y efectivo) de aprendizaje. En un párrafo inolvidable de su libro registra cómo un bizcocho para pájaros, una especie de pincho de pan colocado entre los barrotes de una jaula, le permitió identificar el alma. Ahora lamento no haber leído a Leiris cuando tenía 16 años para haberle respondido con esa imagen sustancial, a mi amigo Manuel Carrero, quien a la salida del liceo me preguntó una vez, repentina y misteriosamente: Freddy, ¿qué es el alma? Tampoco ahora sabría con certeza que decirle, pero ya he leído a Leiris. Y para mí es bastante.

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