En un ejemplar de Paradiso que ya no está en mi biblioteca, Cuchi marcó casi todas las referencias gastronómicas de ese denso libro oracular. La idea era –y es aún- regalarnos algún día con un banquete lezamiano, estrictamente “paradisíaco”. Sería un homenaje a doña Augusta, pero también al mulato José Izquierdo, “perfecto cocinero” y, seguramente, a Licario y a su madre, por el picadillo del último capítulo. Lo cierto es que el proyecto daría para varios almuerzos y largas sobremesas, adehalas caribeñas de todo convite copioso y placentero. No tendríamos por qué esperar el retorno del ejemplar marcado (mención que hago a los fines de interrumpir la prescripción y recordarle a quien lo tiene que debe devolverlo) para acometer la vieja aspiración celebratoria. Son tantas las ocasiones en que hemos vuelto a las páginas donde se cocina o se come en Paradiso, que ya nos es familiar el momento en que se derrama la remolacha en el mantel o cuando la señora Rialta acusa a Izquierdo, discípulo del chef Luis Leng, de “refistolero”, por echarle camarones chinos y frescos a la olla del quimbombó. Es probable que el próximo diciembre, cuando se cumplan los cien años del nacimiento de Lezama Lima, el festejo nuestro incluya la muy conversada jornada gastronómica. Veremos. Por ahora, sigamos verbalizando la comida lezamiana, un modo seguro de serle fiel al Etrusco de Trocadero y, también, de renovar el deseo por el esperado convite, cuya propuesta incluye, como música de fondo, el maravilloso danzón Isora de Cachao.
Los banquetes literarios, lo dijo Lezama mismo, son de origen barroco. Se refiere a la gozosa descripción de frutas y mariscos, tan frecuente en algunos poetas de nuestra lengua. Un afán dionísiaco de incorporar el mundo o de hacerlo nuestro, mediante “el horno transmutativo de la asimilación”, moviliza esas expresiones y metáforas gastronómicas. Lezama las rastrea en autores como Medrano, Lope de Vega, Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Fray Plácido de Aguilar, Leopoldo Lugones, Alfonso Reyes, el Anónimo Aragonés y Cintio Vitier (este último, por el tabaco, final de los buenos banquetes barrocos). Así, en La expresión americana, encontraremos una suculenta repostería de aves tan perfectas “que se suelen volar las servilletas” y berenjenas y coles y aceitunas, muchas aceitunas y, sobre todo, el aceite del árbol de Minerva en un verso majestuoso de Sor Juana (“de prensas agravado,/ congojoso sudó y rindió forzado”). También nos toparemos con las toronjas frías que tanto le gustaban a Lezama en el desayuno, al punto de decir que su consumo lo autorizaba a comer en abundancia el resto del día, incluyendo media mañana, almuerzo, merienda y cena. No faltarán las peras en nuestra lectura de las famosas conferencias lezamianas. No las limoneras, pero sí las perillas de pulpa “plateresca”, que por ser tan niñas “parecen las meninas de las peras”, según el verso del Anónimo Aragonés.
Podríamos continuar refiriendo versos y frutas de ese banquete literario, pero los ejemplos no serán, según mi gusto, tan atractivos ni curiosos, como los que podemos hallar en Paradiso, súmula nunca infusa de frases gastronómicas, reino de la imagen y de asociaciones infinitas que permiten la conversión de un picadillo de res en un faisán rendido en Praga. Vayamos, entonces, a sus páginas a paladear la cuenca del Meditarráneo en el primer plato y las cremas de Matanzas en los postres. Vayamos al interminable barroco culinario de Lezama, aceptando la ambigüedad que indica ese enunciado (páginas y mesas), pero también con la certeza de que el banquete es un “potlatch” y nunca un valor de uso ni de cambio. Lo dice así, para gloria de sus lectores, el Evangelio Barroco, según Lezama.
Los banquetes literarios, lo dijo Lezama mismo, son de origen barroco. Se refiere a la gozosa descripción de frutas y mariscos, tan frecuente en algunos poetas de nuestra lengua. Un afán dionísiaco de incorporar el mundo o de hacerlo nuestro, mediante “el horno transmutativo de la asimilación”, moviliza esas expresiones y metáforas gastronómicas. Lezama las rastrea en autores como Medrano, Lope de Vega, Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Fray Plácido de Aguilar, Leopoldo Lugones, Alfonso Reyes, el Anónimo Aragonés y Cintio Vitier (este último, por el tabaco, final de los buenos banquetes barrocos). Así, en La expresión americana, encontraremos una suculenta repostería de aves tan perfectas “que se suelen volar las servilletas” y berenjenas y coles y aceitunas, muchas aceitunas y, sobre todo, el aceite del árbol de Minerva en un verso majestuoso de Sor Juana (“de prensas agravado,/ congojoso sudó y rindió forzado”). También nos toparemos con las toronjas frías que tanto le gustaban a Lezama en el desayuno, al punto de decir que su consumo lo autorizaba a comer en abundancia el resto del día, incluyendo media mañana, almuerzo, merienda y cena. No faltarán las peras en nuestra lectura de las famosas conferencias lezamianas. No las limoneras, pero sí las perillas de pulpa “plateresca”, que por ser tan niñas “parecen las meninas de las peras”, según el verso del Anónimo Aragonés.
Podríamos continuar refiriendo versos y frutas de ese banquete literario, pero los ejemplos no serán, según mi gusto, tan atractivos ni curiosos, como los que podemos hallar en Paradiso, súmula nunca infusa de frases gastronómicas, reino de la imagen y de asociaciones infinitas que permiten la conversión de un picadillo de res en un faisán rendido en Praga. Vayamos, entonces, a sus páginas a paladear la cuenca del Meditarráneo en el primer plato y las cremas de Matanzas en los postres. Vayamos al interminable barroco culinario de Lezama, aceptando la ambigüedad que indica ese enunciado (páginas y mesas), pero también con la certeza de que el banquete es un “potlatch” y nunca un valor de uso ni de cambio. Lo dice así, para gloria de sus lectores, el Evangelio Barroco, según Lezama.
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