Chiles en nogada
Hace poco más de trece años, cuando poníamos el nombre a una de las carreras incluidas en la propuesta de creación de la Universidad del Yaracuy, Cruz del Sur Morales indicó, acérrima, que el vocablo “cultura” era imprescindible. Se necesitaba expresar con nitidez el sentido humanístico de un pregrado que abordaría el tema de la alimentación de manera desusadamente integradora. No podíamos dejar por fuera la clave diferencial del proyecto: la incorporación en su plan de estudios de la cocina, como una portentosa manifestación de la cultura y como el más antiguo laboratorio de la civilización. Disipamos toda duda y escribimos entonces el nombre completo del espacio académico: Ciencia y Cultura de la Alimentación. Sabíamos que, a contracorriente de la tendencia “especializadora” en boga, nuestra apuesta concitaría algunas aprensiones y desataría en ciertos espíritus aldeanos la ocasión para sus habituales rifirrafes. Pero mal podía detenernos una eventual reacción académica, tan débil y reductiva. Nos planteamos el desafío y llenamos de cocina algunas ramas esenciales del diseño curricular, desoyendo cualquier grito puesto en el cielo. Recuerdo que a un amigo muy culto, experto en el tema y simpatizante cabal de nuestro proyecto, le parecía un tanto atrevida la dosis coquinaria del pregrado. Consideramos sus febles vacilaciones, pero las dejamos como insumo para una evaluación posterior de resultados. Venturosamente, el tiempo ha venido corroborando la pertinencia de nuestra calculada audacia. Primero fue la aparición de una universidad gastronómica en Italia y luego la articulación de un discurso cada vez menos titubeante a la hora de ponderar la presencia de los estudios culinarios en la formación de profesionales del área de alimentos. Hace apenas una semana la UNESCO agregó desde Nairobi un eslabón más a esa cadena ratificatoria, al declarar patrimonio cultural de la humanidad tres cumbres de la comida: la gastronomía francesa, la cocina tradicional mexicana y la dieta mediterránea.
No es inoportuno repetir algo que hemos venido afirmando desde que la UNEY abrió sus puertas: la inclusión de la cocina en la universidad, no exclusivamente como “arte de la buena mesa”, sino también como objeto de estudio y herramienta básica de la ciencia alimentaria, es como haber dicho que el rey está desnudo. Lo sorprendente es que una obviedad haya tardado tanto tiempo en ser reconocida por los hombres de toga y birrete. Si algún mérito podemos reclamar desde esta casa de estudios, es haber llamado la atención sobre el insondable escándalo que significaba tamaña omisión académica. Y también, desde luego, el haber activado un programa para comprender la resonancia de las tradiciones culinarias, tanto en su entrañable dimensión cultural como en su utilísima y fecunda construcción de soberanía. Por esa razón, es una lástima que algunos sigan llegando con atraso a las evidencias. Bien sea por despiste o por efecto del ninguneo deliberado de pequeños seres, la ignorancia gubernamental acerca de los avances que desde una universidad pública hemos hecho en el tema, luce algo más que patética, a esta altura y temperatura del juego. Pero, lentitudes o mezquindades aparte, lo cierto es que la recuperación y el enriquecimiento de la memoria gastronómica del país es una ruta insoslayable para los planes de emancipación alimentaria de Venezuela.
Celebremos con los mexicanos la oportuna declaración de la UNESCO y digamos de nuevo con ellos esa frase que proclama el carácter genésico y tentacular de la comida americana: “Sin maíz no hay país”.
Hace poco más de trece años, cuando poníamos el nombre a una de las carreras incluidas en la propuesta de creación de la Universidad del Yaracuy, Cruz del Sur Morales indicó, acérrima, que el vocablo “cultura” era imprescindible. Se necesitaba expresar con nitidez el sentido humanístico de un pregrado que abordaría el tema de la alimentación de manera desusadamente integradora. No podíamos dejar por fuera la clave diferencial del proyecto: la incorporación en su plan de estudios de la cocina, como una portentosa manifestación de la cultura y como el más antiguo laboratorio de la civilización. Disipamos toda duda y escribimos entonces el nombre completo del espacio académico: Ciencia y Cultura de la Alimentación. Sabíamos que, a contracorriente de la tendencia “especializadora” en boga, nuestra apuesta concitaría algunas aprensiones y desataría en ciertos espíritus aldeanos la ocasión para sus habituales rifirrafes. Pero mal podía detenernos una eventual reacción académica, tan débil y reductiva. Nos planteamos el desafío y llenamos de cocina algunas ramas esenciales del diseño curricular, desoyendo cualquier grito puesto en el cielo. Recuerdo que a un amigo muy culto, experto en el tema y simpatizante cabal de nuestro proyecto, le parecía un tanto atrevida la dosis coquinaria del pregrado. Consideramos sus febles vacilaciones, pero las dejamos como insumo para una evaluación posterior de resultados. Venturosamente, el tiempo ha venido corroborando la pertinencia de nuestra calculada audacia. Primero fue la aparición de una universidad gastronómica en Italia y luego la articulación de un discurso cada vez menos titubeante a la hora de ponderar la presencia de los estudios culinarios en la formación de profesionales del área de alimentos. Hace apenas una semana la UNESCO agregó desde Nairobi un eslabón más a esa cadena ratificatoria, al declarar patrimonio cultural de la humanidad tres cumbres de la comida: la gastronomía francesa, la cocina tradicional mexicana y la dieta mediterránea.
No es inoportuno repetir algo que hemos venido afirmando desde que la UNEY abrió sus puertas: la inclusión de la cocina en la universidad, no exclusivamente como “arte de la buena mesa”, sino también como objeto de estudio y herramienta básica de la ciencia alimentaria, es como haber dicho que el rey está desnudo. Lo sorprendente es que una obviedad haya tardado tanto tiempo en ser reconocida por los hombres de toga y birrete. Si algún mérito podemos reclamar desde esta casa de estudios, es haber llamado la atención sobre el insondable escándalo que significaba tamaña omisión académica. Y también, desde luego, el haber activado un programa para comprender la resonancia de las tradiciones culinarias, tanto en su entrañable dimensión cultural como en su utilísima y fecunda construcción de soberanía. Por esa razón, es una lástima que algunos sigan llegando con atraso a las evidencias. Bien sea por despiste o por efecto del ninguneo deliberado de pequeños seres, la ignorancia gubernamental acerca de los avances que desde una universidad pública hemos hecho en el tema, luce algo más que patética, a esta altura y temperatura del juego. Pero, lentitudes o mezquindades aparte, lo cierto es que la recuperación y el enriquecimiento de la memoria gastronómica del país es una ruta insoslayable para los planes de emancipación alimentaria de Venezuela.
Celebremos con los mexicanos la oportuna declaración de la UNESCO y digamos de nuevo con ellos esa frase que proclama el carácter genésico y tentacular de la comida americana: “Sin maíz no hay país”.
2 comentarios:
Saludos Biscuter,
Siempre es un placer leer lo que nos escribe.
Desde Mérida un saludo caluroso
Saludos, amigo Antonio. Y gracias por tu amable presencia.
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