Elías Canetti
El custodio de las metamorfosis se fue acercando lentamente a los mitos del poder y de la masa. No hacía una tesis de grado, ni tampoco un tratado académico acerca del dominio y sus secretas conexiones. Carecía de prisa y no tenía que rendir informes parciales a nadie, menos aún a inspectores universitarios de investigaciones en marcha. Graneaba su obsesión. Leía bibliotecas enteras y escribía con calma, pero con deleite. A los veinte años el trabajo estuvo listo. Algunos dijeron que se trataba de una proeza antropológica. Otros hablaron de sociología, de filosofía, de psicología y de historia. En realidad lo que había hecho era literatura. Y de la buena. Su paciente fervor nos deparó un libro monumental, indomable y refractario a los géneros, del cual podemos extraer cuentos, fábulas, ensayos y poemas. También teorías sobre la comida, a partir de convincentes filiaciones míticas. Y es que Masa y poder no deja baches en los temas primordiales de los seres humanos, sobre todo en aquellos que abordan la vieja oposición entre la muerte y la vida. Uno de ellos, la alimentación, le permite a nuestro autor mostrarnos, por ejemplo, al “comedor máximo”, a quien los miembros de su tribu tienen como el gran cacique o poderoso dispensador de confianza. Tanta más fuerza se le atribuye, cuanto más come. Cuando el enorme tragaldabas se encuentra saciado, el grupo respira seguridad y sosiego. No hay nada que temer. Todos se han alimentado con la gula del jefe y se sienten serenos y muy bien gobernados.
Canetti apunta otra variante de ese señorío de la comida, cuya presencia en su jurisdicción no está signada por la exclusividad de las ingestas. Me refiero al tragón cuya autoridad reside en compartir lo que almacena y come. De ese arquetipo vienen los emperadores romanos, cuyas cortes disfrutaron de copiosas pitanzas. Vienen también los Stauffen, ahítos de tortugas y capones, a quienes visitara en sus banquetes la prosa admirable de Alvaro Cunqueiro. Esos poderosos hedonistas solamente se reservan el derecho de ser los primeros en servirse de todo lo que está en la mesa. Poseer la comida y la atribución de distribuirla, es el rasgo fundamental de esa forma golosa de poder.
No omite Canetti, desde luego, el famoso potlatch de los indios del Noroeste americano, práctica caracterizada por el derroche sin fin. Acá, quien ejerce el dominio lo hace porque puede realizar inmensas fiestas para la comunidad y repartir en ellas toda la comida posible, mucho más de la que se requiere para un consumo masivo y completo. También comporta esta manifestación de mando la capacidad de destruir la comida guardada. Si algunos lectores echan de menos en Masa y poder una referencia al acto de gobierno de dejar podrir los alimentos, estarían siendo muy restrictivos. Ese caso es también una especie de potlatch y, por supuesto, un signo de potestas (no de auctoritas), que nada tiene que ver con negligencias o negocios carentes de dignidad en los que algún lector habrá pensado hace unas líneas.
Podríamos seguir aludiendo a otras expresiones de la hegemonía alimentaria que Canetti describe en su libro inagotable, pero ya no hay espacio. Vayamos más bien a su casa. Es la hora del te, un día de enero del 82. Lo acompaña Mario Muchnik, su primer editor en español. Están en un modesto apartamento de Zürich, atestado de libros y papeles. Hera acaba de servir el te con una torta de zanahoria. La conversación continúa largamente, mientras Johanna, la hija de nueve años del reciente Nobel de literatura, practica la flauta dulce en otra parte de la casa e impregna todo el ambiente de belleza. Sospecho que otras dos formas de poder hicieron su amable aparición en este párrafo.
Canetti apunta otra variante de ese señorío de la comida, cuya presencia en su jurisdicción no está signada por la exclusividad de las ingestas. Me refiero al tragón cuya autoridad reside en compartir lo que almacena y come. De ese arquetipo vienen los emperadores romanos, cuyas cortes disfrutaron de copiosas pitanzas. Vienen también los Stauffen, ahítos de tortugas y capones, a quienes visitara en sus banquetes la prosa admirable de Alvaro Cunqueiro. Esos poderosos hedonistas solamente se reservan el derecho de ser los primeros en servirse de todo lo que está en la mesa. Poseer la comida y la atribución de distribuirla, es el rasgo fundamental de esa forma golosa de poder.
No omite Canetti, desde luego, el famoso potlatch de los indios del Noroeste americano, práctica caracterizada por el derroche sin fin. Acá, quien ejerce el dominio lo hace porque puede realizar inmensas fiestas para la comunidad y repartir en ellas toda la comida posible, mucho más de la que se requiere para un consumo masivo y completo. También comporta esta manifestación de mando la capacidad de destruir la comida guardada. Si algunos lectores echan de menos en Masa y poder una referencia al acto de gobierno de dejar podrir los alimentos, estarían siendo muy restrictivos. Ese caso es también una especie de potlatch y, por supuesto, un signo de potestas (no de auctoritas), que nada tiene que ver con negligencias o negocios carentes de dignidad en los que algún lector habrá pensado hace unas líneas.
Podríamos seguir aludiendo a otras expresiones de la hegemonía alimentaria que Canetti describe en su libro inagotable, pero ya no hay espacio. Vayamos más bien a su casa. Es la hora del te, un día de enero del 82. Lo acompaña Mario Muchnik, su primer editor en español. Están en un modesto apartamento de Zürich, atestado de libros y papeles. Hera acaba de servir el te con una torta de zanahoria. La conversación continúa largamente, mientras Johanna, la hija de nueve años del reciente Nobel de literatura, practica la flauta dulce en otra parte de la casa e impregna todo el ambiente de belleza. Sospecho que otras dos formas de poder hicieron su amable aparición en este párrafo.
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