lunes, febrero 07, 2011

Al locho, locho


Lochos o topochos

El turismo podría aproximarnos a los umbrales más entrañables de nuestras culturas, pero el mimetismo y la ignorancia  imperantes nos ofrecen, entre otras mercancías, desabridos parques temáticos y monótonos centros comerciales, en desdoro casi absoluto de las tradiciones que nos otorgaron alguna vez rasgos propios de pueblo. No recuso la oferta en sí misma, pero sí sus limitados contenidos y contextos. Si visitamos la pretendida reconstrucción de algún lugar de tiempos coloniales, seguramente encontraremos en ella una escenografía copiada de cierto telefilme, y a la hora de la comida, una carta en la que brilla por su ausencia la cocina del entorno.

Acercarnos a las señas de identidad gastronómica en nuestros recorridos turísticos por Venezuela, se convirtió desde hace tiempo en una búsqueda para arqueólogos. Miremos a nuestro alrededor, donde quiera que estemos. Grande o mediano, el acervo de cultura alimentaria existente, si tiene alguna presencia en los programas del turismo, la tiene de modo marginal o porque no queda más remedio. Sé que hay excepciones, pero suelen ser efímeras y aisladas, por el poco apoyo recibido de parte de quienes deberían dispensarlo.

Todos los estudios acerca de las potencialidades turísticas de nuestras regiones coinciden en señalar  la abundancia de atractivos, pero para el momento de formular propuestas se presenta siempre el mismo catálogo de rutas y eventos, elaborado bajo los esquemas de un turismo internacional que no toma en cuenta la diversidad de la cultura y desprecia la imaginación. Necesitamos menos arrogancia técnica y más conocimiento y comprensión de Venezuela. Esto supone, desde luego, un esfuerzo educativo que nos recupere como seres humanos dotados para servir con la decencia y el decoro requeridos por el arte de la hospitalidad. Comporta nuevas miradas sobre el paisaje conocido y olvidado. Demanda una aproximación amable a la geografía espiritual que nos alberga. Sabemos que se necesita lo que la fealdad verbal ha llamado “infraestructura”, pero más se necesitan seres humanos sensibles y cultos que conozcan sus lugares y sepan mostrarlos con orgullo. Son indispensables servidores que aprecien sus tradiciones, su habla y su toponimia. En Yaracuy, por ejemplo, hace falta la mirada minuciosa de los cronistas y la sazón de las cocineras para adentrarnos en las rutas soslayadas de su historia.

¿Por qué hemos tardado tanto en trazar la ruta del cacao yaracuyano? Un museo del cacao en Jobito, donde seguramente perviven algunos árboles centenarios de theobroma, podría ser el centro de ese posible itinerario. El maíz y la caña, en una región que ha vivido durante años de esos frutos,  no pueden limitarse a pasto de  una feria rutinaria. Están llamados a ser nuestros mejores atractivos, para no hablar del locho, al que debemos, por cierto, seguir llamando así, como expresión inequívoca de gusto lexical. La ruta del plátano es una puerta a la memoria africana de Veroes y un camino hacia comarcas ancestrales.

Con una terquedad remisa a las evidencias, el turismo en Venezuela le ha dado la espalda al patrimonio gastronómico. Aún estamos a tiempo de rectificar.

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