Santi Santamaria
Dicen que a Santi Santamaria lo habitaba el dios de los fogones. Tal vez por eso ejerció su oficio con la alegría de quien se entrega al ocio compartido. Esta última expresión le pertenece. La empleó en uno de sus artículos de prensa recogidos en esa maravilla de libro que es Palabra de cocinero (Salsa Books, Barcelona, 2005) y lo hizo para darnos el mejor testimonio posible de una vocación sagrada. Ocurrió así: Santi Santamaria llega a su casa de Sant Celoni, después de una agotadora jornada en el Racó de Can Fabes. Tiene invitados esa noche. Es domingo, pero no importa. De una vez se pone a cortar cebollas. Hasta sus más allegados se extrañan del porqué de ese vigor casero, al que parecen no haber hecho mella las muchas horas de labor profesional. Prepara la ensalada, la vinagreta, el gratén de patatas y el conejo con caracoles. Para el postre dispone en esta ocasión de buena miel y fresco mató. Cuando llegan los invitados tiene todo casi a punto. Apenas la pizca de un aliño y ya. El ambiente de la cocina, a la que se asoman algunos de los visitantes, es el abrebocas perfecto: se ha cocinado de verdad. Los olores, en silva de varia lección y la vista de las bandejas, sugieren el festival que se avecina. ¿Cómo ha sido posible este milagro? ¿Se debe nada más a la experiencia de un chef y a sus conocidas habilidades? Sin duda, la destreza culinaria ha influido, pero hay algo más que no se vende en botica ni se adquiere en el trabajo, menos aún en Salamanca, si las hubiere en el tema (ahora las hay). Es algo que escapa a los manuales y a las técnicas y que explica este aparente prodigio: resulta que ante el placer del “ocio compartido”, el anfitrión “nunca siente pereza” y disfruta oliendo las ollas, “viviendo paso a paso la evolución de un guiso o un asado”, porque lo que le encanta en esta vida es cocinar. Y punto.
Aunque incordió a más de uno con declaraciones inclementes y autocríticas, nadie dejó, ni ahora ni nunca, de reconocer su magisterio y su honestidad en el oficio. Si alguien quisiera una prueba del anterior aserto, le bastaría con ver la foto de Ferrán Adriá, afligido y lloroso, el día del sepelio del enorme cocinero del Montseny. Cuando la semana pasada se supo que había muerto en Singapur, un duelo unánime atravesó de punta a punta el mundo de la gastronomía. Enseguida se me vino a la memoria la imagen de Vázquez Montalbán, fallecido en Bangkok hace siete años, también de un ataque al corazón. Ambos catalanes y devotos de la vieja cocina de sus mayores. El escritor afincó en Bangkok una de sus mejores novelas policiales y el cocinero poseía en Singapur un restaurante. Viajaron, conocieron la melancolía de ciertos aeropuertos y la esplendidez de muchas mesas. Fueron famosos, pero no formaron parte de las candilejas. Pertenecieron a su tierra catalana. Uno, el novelista y poeta, a la ciudad condal. El otro, al universo campesino del Montseny. Los dos enarbolaron el pa amb tomàquet como una seña de identidad indomable. Una frase de Santi Santamaria, dicha en un libro prologado por Manolo Vázquez, enuncia con elocuencia esa común bandera:
“Yo defiendo que lo que es realmente sublime no deja de serlo y que, además, tiene la suerte de no tener que estar de moda”.
La suerte de no tener que estar de moda. Nada que añadir a esa límpida sabiduría. Leamos más bien a sus poetas queridos, a Guerau de Liost, por ejemplo, escritor de sus lares y paisajes o a Miquel Marti i Pol, su amigo y comensal. Un verso del primero, entonces:
“Seguro que en el otro mundo hará muy buen papel”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario