Domingo Aponte Barrios, cronista de San Felipe
Apenas cuatro meses le faltaron a Domingo Aponte Barrios para vivir noventa años de dignidad. Su amigo Israel Jiménez Emán, quien tuvo la fortuna de conversar largamente con él hace poco, me refirió la alegría que le produjo al maestro pasear por la parte alta de Jobito y encontrar el sitio donde estuvo la casa de Leonor Bernabó, de la que sólo quedan los vestigios de unas baldosas que alguna vez fueron coloridas. Este detalle, precisamente, fue lo que le permitió al cronista afirmar la veracidad del lugar señalado. Israel apreció en su rostro la emoción inquebrantable del conocedor, que si tenía algunos achaques, los tenía por la historia de su ciudad natal, preterida por muchos y manipulada recientemente por algunos. Esa grata visita, que seguramente fue una de las últimas que Domingo Aponte Barrios hizo al parque y sus aledaños, gravitará en mí como imagen indeleble de dos cronistas y un mismo paisaje: el maestro, el discípulo y el río. Decirle adiós al Yurubí ese día pudo haber sido una vivencia secreta del primero. No sé, pero cierta es la luz que emana de esa anécdota.
Las virtudes de un cronista se van modelando con el tiempo. Si el cronista es maestro, el rasgo principal de su labor será la capacidad de aportar y difundir. El maestro da y recibe, pero sobre todo da. Y se da, que es lo difícil. No sólo entrega. Se entrega, que es lo valiente. Domingo Aponte Barrios fue de esos cronistas que no abundan, de los que unen a sus conocimientos históricos y a su conexión entrañable con el pueblo, una vocación educativa insobornable. Ejerció cargos públicos de importancia local y regional, sin sectarismo y con decoro. Bien sabemos que la política, como máquina devoradora de virtudes, tiene en la amplitud y en la honradez sus primeras víctimas. Significar, entonces, la valía de quien sale cívicamente airoso de esas lides, es un acto indispensable y terapéutico: alivia conocer la viabilidad de la decencia. Además de buen funcionario, estaba dotado de agudeza analítica. Lo recuerdo como primer alcalde electo de San Felipe. Era una reunión organizada por FUDECO. Allí destacó por maestro y por conocedor de asuntos urbanos que le son esquivos a los técnicos. Yo aprendí de él esa mañana y usé después sus enseñanzas para explicar las nuevas leyes en diversos escenarios académicos.
En la UNEY lo tuvimos como profesor en el Diplomado de Cronistas. Allí todos pudieron percibir su amor por la ciudad, su respeto por la historia y su ponderación reflexiva. También en la UNEY supimos de su amistad. No se nos puede olvidar un bello artículo suyo acerca del trabajo del Centro de Investigaciones Gastronómicas, dedicado a su directora Cruz del Sur Morales. En él nuestro gran cronista recordaba la cocina de su infancia y celebraba que la universidad se ocupase de saberes ancestrales. Entendimos, asimismo, que Domingo Aponte Barrios en esa página nos extendía su mano amiga, sin miedo ni aspavientos.
Si nuestras ciudades fuesen de verdad ciudades y no campamentos, el oficio de cronista se tendría como el más eximio de todos, pero estamos lejos de ese elevado estadio humanístico. No sólo ignoramos el trabajo de quienes se dedican a enriquecer la memoria de su pueblo, sino que exaltamos con impudicia la banalidad e incultura de otros hombres públicos. Lo relevante suele ser desplazado por la mediocridad de los poderes efímeros. Por eso, enfatizar el dolor que nos produce la pérdida de un noble y culto sanfelipeño, como Domingo Aponte Barrios, es también interpelar las carencias intelectuales de nuestro entorno. Discúlpeseme el desahogo, pero la ocasión de la pena puede ser igualmente el momento de la autocrítica. ¿Por qué no nos detenemos un instante a oír a nuestros hombres sabios y humildes? ¿Por qué no atendemos a su sentido de la historia, a su brújula afinada en la experiencia? ¿Por qué nos limitamos al mecánico ritual de despedirlos hoy y olvidarlos enseguida? Esta vez esas preguntas no son retóricas, aunque lo parezcan. Son una angustia.
Que la memoria de Domingo Aponte Barrios nos serene.
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