Soto en el Museo Soto
La Edad Media entró al galope por la Puerta Salaria, al mando de Alarico. Era el 24 de agosto del año 410. De inmediato comenzó el saqueo que habría de prolongarse durante tres interminables días. Incendiadas sus casas y asaltados sus templos, Roma era una inmensa antorcha mientras Alarico exhibía su más preciado botín: la estatua de oro que la burocracia imperial le había obsequiado a Estilicón, el ahora derrotado jefe del ejército romano, por una de sus muchas victorias “definitivas”. Una escena similar le sirvió a Borges para trazar el brillante inicio de su cruel y eficaz relato Los teólogos. Recordemos que “arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron”. La historia se repite, como enseña, por cierto, el libro duodécimo de la Civitas Dei, citado por Borges en su magistral relato de herejías. No solamente Platón volverá a enseñar en Atenas, al cabo de los siglos, su doctrina del regreso al estado anterior de las cosas, sino que también volverá la barbarie a quemar libros o a devastar museos y lugares sagrados. Hace apenas siete meses presenciamos atónitos las imágenes del ataque al Museo Egipcio de El Cairo, que tuvo la fortuna de contar con la ignorancia de los asaltantes, quienes confundieron la tienda de souvenirs con una sala de tesoros. El despiadado bombardeo a Bagdad en el año 2003 es otro de los crímenes que “enriquece” esta historia universal de la infamia. Ensañarse contra una ciudad ha sido uno de los juegos favoritos del furor bélico. Cuando los nazis entraron a París querían quemarla toda. Se acercaban a la Venus de Milo, esperando la orden de destruirla, sin saber que era una simple réplica. Finalmente, no se atrevieron ni con la una ni con la otra. Ni siquiera sospecharon que la auténtica escultura estaba a buen resguardo, como también lo estaban las valiosas piezas del palacio de los reyes y los muchos cuadros que hoy podemos seguir apreciando en el Museo de Louvre, para orgullo de la humanidad. Los sarcófagos romanos y los colosos asirios, que sí se encontraban a merced de las huestes hitlerianas, no despertaron el ánimo destructivo de los bárbaros. Milagrosamente pudimos seguir diciendo con Bogart en Casablanca: “Siempre nos quedará París”, porque siempre habrá un rescoldo para el arte, en Cocorote o en Venecia. Poco más tarde tendría lugar la inclemente saña de la fuerza aérea aliada contra Dresde, Colonia y Hamburgo, para rubricar con brutal compensación las salvajadas.
El Derecho Internacional Humanitario se ha venido ocupando de este asunto, atendiendo, especialmente, a las medidas de protección previa, porque en realidad es muy poco lo que puede hacerse cuando ya han estallado los atavismos y se han desatado los demonios. Estos, cuando oyen hablar de cultura, enseguida se llevan la mano a la pistola. Y si les hablan de diversidad cultural, peor todavía. Apelan a la metralleta, como suele decir el embajador Baena Soares en nuestras reuniones del Comité Jurídico Interamericano cuando abordamos estos temas y nos da por el sentido figurado, porque bien sabemos que hoy en día son otras las armas letales contra la cultura. Y no sólo en tiempos de guerra. También en los de paz.
Y ya que dije lo último, pensemos nada más en lo que viene ocurriendo con el Museo Soto de Ciudad Bolívar. Creo que no ha habido una reacción vigorosa contra el atropello de que ha sido objeto, por parte de la gobernación del Estado Bolívar. Al parecer, ya el horror no causa horror. El país ha ido perdiendo su capacidad para indignarse y actuar. Que el Secretario General de un gobierno regional decida asaltar con gente armada las instalaciones de un Museo que alberga una importantísima colección de arte contemporáneo, no debería ser un simple motivo de queja. Debería despertar una unánime y organizada protesta de los hombres y mujeres de la cultura. Pero no. La barbarie ha ido ganando espacios hasta hacerse banal y cotidiana: una simple raya adicional del tigre.
2 comentarios:
en casos como el que narras, no sin horror, el termino barbaros no le cuadra a quienes perpetran estos actos contra la obra de un artista.
no son "otros" ni "balbuceantes", son parte de nosotros, para renovar nuestro horror, comparten nuestro espacio en la tierra y a veces caminan a nuestro lado.
a los latinoamericanos se nos esta atrofiando el sentido de reaccion frente a la indignacion.
pronto nos confundiran con barbaros
un abrazo
Tienes razón en lo del vocablo "bárbaros". Somos nosotros mismos y no los "otros" ni los "balbuceantes", a los que alude el sentido original del viejo vocablo, que, obviamente, no quise usar de modo literal. Los bárbaros están acá, en nuestra mesa, como decia, si mal no recuerdo, el poeta José Agustín Goytisolo. Y es verdad también que se nos está atrofiando el sentido de la auténtica indignación.
Gracias por el comentario y un abrazo.
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