Danilo Kiš
Danilo Kiš escribió un breve y curioso “tratado”
sobre la papa, esa especie de duende que viajó desde Los Andes y se repartió
por todo el mundo para ser pan de los pobres, primero, y alojarse después en la
opulencia, sin abandonar jamás su noble servicio humanitario. Eso, en el resto
del mundo, porque como lo apunta Adán Felipe Mejía, el gran cronista peruano de
la papa, ésta siempre fue apreciada, tanto por el pueblo como por el Hijo del
Sol. “Hasta el brillante y suntuoso Huayna Cápac y sus hijos pleitistas
–Atahualpa y Huáscar- se nutrieron con el tubérculo inmortal”, afirmó
famosamente El Corregidor, que así llamaban a Mejía.
El “tratado” de Kiš está incluido en El
reloj de arena, esa estupenda novela de su trilogía autobiográfica. Lo
recordé por un delicioso “aligot” que hace pocos días hizo Cuchi. Después del
disfrute de esa maravillosa invención de los franceses del sur, en la que se
armonizan el puré de papas con el queso, el ajo y la crema, fui por el libro
del gran borgeano de Yugoslavia y leí nuevamente este párrafo:
“¿Recuerdas,
hermana, cuando, de niños, nos disputábamos en la despensa las papas
germinadas? Las encontrábamos parecidas a hombrecillos, con sus cabecitas y sus
miembros atrofiados y deformes. ¿Recuerdas estos homúnculos con los que
jugábamos como si fueran muñecas, hasta que se les caía la cabeza o se encogían
y se marchitaban como ancianos? Y ya ves, hoy, mientras mendigo esta misma
papa, no puedo evitar acordarme de este asombroso parecido entre la papa y el
hombre, y por otro lado, si me permiten, entre la papa y el judío. Procedemos,
como ya dije, de las mismas tinieblas de la historia. Pero, señores, ¿por qué
nos sobrevive la papa? (…). Sobrevivirá al gran cataclismo. Y cuando vuelva la
paloma con un ramo de olivo en el pico, cuando el arca toque de nuevo la tierra
firme, su quilla desenterrará del suelo desfondado, agotado, inundado,
maltratado, en un nuevo Ararat, un racimo de tubérculos…”
Para el personaje de Kiš, el que la papa hubiera
llegado a Europa por España no es nada casual. Es parte del destino que la
enlaza con el pueblo sefardí, quien marchó con ella por el mundo, para llegar
“un día, a finales del siglo dieciocho (la papa, por supuesto) a la mesa de los
soberanos franceses, hasta extenderse por todas partes y alcanzar, tras
diversos cruces y bajo el influjo de distintos climas y suelos, toda clase de
formas y denominaciones: harinosa, roja, amarilla, holandesa, dulce y
finalmente, máximo de calidad, magnum bonum, la papa blanca.”
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Antes de dejar la papa –por ahora- y de seguir
con El
reloj de arena, un recuerdo desde acá para el conde Rumford, quien en
el siglo XVIII alimentaba a los pobres de los asilos con el magnífico
tubérculo. Lo trituraba bien y preparaba una sopa, sin revelar cuál era su
principal ingrediente. No olvidemos que para entonces todavía la papa no gozaba
de aceptación unánime en las mesas.
Y, last but not least, un recuerdo también
para la ciencia alimentaria de Tiahunaco, que, cuando los españoles llegaron a
sus predios, había desarrollado mucho más de un centenar de variedades de papas
y resuelto el problema del hambre con sabias técnicas de almacenamiento y
conservación, en una demostración cabal de calma y resistencia.
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