En una grata novela de Jünger (Juegos
africanos) encuentro este magnífico párrafo sobre los benéficos
efectos de un yantar. Quien habla es un adolescente alemán que se ha
fugado de la casa. Comienza la segunda década del siglo veinte. Va rumbo a
Verdún con el propósito de alistarse en la Legión Extranjera. Ahora está en
Metz y cree que para darse ánimo (debe mentir varias veces), lo mejor será
comer sabroso y completo:
“…pensé
que una buena comida contribuiría a darme la necesaria seguridad.// Conseguirlo
era tanto más fácil cuanto que en Metz tiene la cocina francesa una de sus
avanzadas. Así que poco después me hallaba sentado en una terraza de cristales
cerca de la estación donde daba aún el sol otoñal. Delante de mí, una botella
de Haut-Sauternes, cuyas gotas se adherían al cristal como si fuera aceite, y
un plato de caracoles, de los que abundan en los viñedos alrededor de la
ciudad. // El servicio fue excelente. Después de semejantes preparaciones
gastronómicas me sentí dueño de la suficiente sangre fría como para disponerme
a cruzar la frontera sin pasaporte. No sólo un buen traje, también una opípara
comida aumenta la confianza en nosotros mismos y hace que pisemos la calle con
una notable sensación de seguridad”.
El adolescente -sin duda, un alter ego de
Jünger-, al volver a su compartimento exageró la nota de aplomo: encendió una
pipa y se puso a fumar a grandes bocanadas. A un oficial pareció agradarle la
escena, pero una mujer le lanzó una mirada de rechazo y se levantó a abrir la ventana.
Por fortuna, no pasó de allí (è
pericoloso sporgersi), y el joven, que había disfrutado al máximo los
caracoles en caldereta, siguió mejorando sus ejercicios de humo.
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Sin estrellas Michelin todavía (por obvias
razones cronológicas), los restaurantes de Metz, incluidos los que servían a
los viajeros durante las paradas del tren -como éste del joven jüngeriano-,
gozaban de buena fama. También los comensales. Álvaro Cunqueiro evocó a los
obispos de Metz comiendo alondras asadas con nabos tiernos y destacó su
propensión a abusar de la mostaza. No olvidemos tampoco que fue allí, en Metz,
donde nació la deliciosa “quiche lorraine”, paisana de aquel poeta que Rubén
llamó “padre y maestro mágico” en un célebre responso. Pero esa es otra
historia, como es otro el motivo que hoy me llevó a buscar algunos libros de
Jünger, llenos de enseñanzas para nuestra época de oprobios. Como la
gastronomía literaria también es un vicio, me entretuve en ella y por eso esta
pequeña nota.
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