Moby Dick. Pequod, Por Jack Sullivan. 1954
Mediodía. El de la cabina del capitán es el
primer servicio. Lo anuncia el cocinero sacando su cabeza por la escotilla y
continúa con los llamados a los comensales, en un estricto orden de jerarquías.
El capítulo en que Melville lo describe es un magnífico cuadro de costumbres
marinas y sus implacables códigos de mesa.
Tres oficiales acompañan a Achab en la ceremonia
cotidiana. Reina la paz, aunque haya habido cruentas peleas en la cubierta. El
jefe ya ha dejado a un lado sus facultades de dominio y comparte con equidad el
almuerzo. Así lo dice Melville:
“Su
realeza sobrepasa la del propio rey Baltasar, puesto que, en tal caso, Baltasar
no es el más grande. Quien sabe tratar a sus amigos en la mesa, aunque sólo
haya sido una vez, sabe lo que es ser César…”.
Sin arrogancia alguna, como quien va a dispensar
la comunión, cuchillo y tenedor en manos, Achab divide el plato fuerte. Es un
acto sagrado y los oficiales esperan en silencio. Ninguno –dice Melville- se
atrevería a decir nada. Sería mancillar el instante supremo.
Todas las reglas funcionan de modo impecable y
armonioso. No están escritas ni Achab tiene necesidad de recordarlas. Así, el
oficial de menor rango sabe que no podrá servirse mantequilla y que a él le
corresponde menos pulpa que hueso.
Flask, que así se llama el tercer oficial, no
tiene tampoco el privilegio de demorarse en la mesa. Es el último que llega y
el primero que se levanta.
Hoy siente nostalgia por su anterior condición,
la que tenía antes del ascenso, cuando compartía en el castillo de proa el
ruido que al masticar hacían los arponeros. A él no le estaba vedado pinchar un
buen pedazo de carne y comérselo con ganas.
Ahora está en la selecta mesa monacal del jefe.
Añora bullas y chacotas. No se atreve a decirlo, pero en nada lo estimula esta
frase que escucha todos los días:
“La comida, señor Flask”.
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