sábado, agosto 15, 2015

Una langosta en la ventana indiscreta


Edward Hopper

No mires, beso tus ojos para que no veas/ para que no veas lo que veo/ enfrente de nuestra ventana 
(José Hierro, La ventana indiscreta, poema incluido en Cuaderno de Nueva York).


Decía un gran degustador de crustáceos, que la langosta, si está fresca, viva y enérgica, debe comerse a la brasa. Puesto a decidir entre el bogavante y la langosta, ese ilustre gastrónomo de Palafrugell eligió el primero, no sólo por su bello nombre (que ya es decir), sino por “su maravillosa sustancia interna”. A ambos les atribuía las mismas cualidades: monstruos con carne ligeramente dulce, que admite el subrayado de algún tímido aderezo y que es mejor cocinar a la brasa y no someter nunca a una “cocción socialista y cuartelera”. Así llamaba Josep Pla (de él se trata) esos modos de pervertir sabores con salsas truculentas. Si es fresco el crustáceo mayor, a lo sumo, unas gotas de aceite puro de oliva y “una ligera presencia, muy leve, de vinagre”. Nada de limón, costumbre que rechazaba, acérrimo, el voraz y fabuloso sabio ampurdanés.
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Recordé las suculentas páginas que Pla dedicó a esos “bichos”, al ver de nuevo, con afán de “voyeurista culinario”, la gran película de Hitchcock sobre los mirones: La ventana indiscreta, una cinta que crece con los años, como la legendaria belleza de Grace Kelly y la fascinación de muchos por cualquier ventana de Hopper en el Greenwich Village.  

La evocación me resultó inevitable. Si bien Jeff (James Stewart) parecía preferir los sandwiches o los huevos con tocineta que le preparaba la incisiva enfermera, la aparición en un primer plano de una langosta con “papas paja”, no pudo pasarme inadvertida.  

La escena es fascinante. Liza (Kelly) llega al apartamento y le pregunta a Jeff qué le parece si van a cenar a Twenty One. Desde su silla, el fotógrafo, con la pierna izquierda enyesada, se extraña y le responde con otra pregunta: “¿Es que tienes una ambulancia afuera?”. Y aquí viene lo bueno. Liza sí tenía a alguien afuera. Tenía al propio Twenty One. Abre la puerta y entra un mesonero del famoso restaurante Club 21 de Nueva York, con su frac rojo, vino y unas viandas. El amable mozo lleva todo a la cocina y poco después la pantalla se llena con un plato en el que brillan el mencionado artrópodo, sus acompañantes, el vino blanco, y muy cerca, algo de mantequilla. Que la ortodoxia de Pla se haya visto afectada (la langosta no era a la brasa, seguramente, era grillé), no es óbice para el magnífico disfrute propuesto por una elegante y futura princesa de la vida real.
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El fotógrafo (¿qué otra profesión podría haber tenido?), instalado en su silla de ruedas, de tanto mirar a los vecinos, llegó a conocer todas sus historias cotidianas y a inferir las de sus vidas pasadas. En un apartamento de Greenwich Village, una ventana, con discreto encanto, a diario le brindó indiscreciones aledañas. Como recordarán, una de ellas es un crimen, pero otra también tuvo que ver con la mesa y la comida. No olvidemos que una de las vecinas espiadas era una solitaria. Jeff la ve cuando, no estando más nadie en su casa, pone mesa para dos y sirve dos copas de vino. Stewart con la suya, de vino blanco, es quien la acompaña a distancia y en secreto. Levanta la copa de su vino y brinda. Ella ni se entera, por supuesto. Está en su teatro de solitaria, y él, en su cómodo oficio de fisgón, como nosotros, espectadores de cuanto MacGuffin ande suelto por ahí y se nos ponga en la mira.  

P.D: En las páginas de Pla (Lo que hemos comido, Destino, 1997) hay una referencia a un plato que él califica de modesto y excelente: langosta a la catalana. En pocas líneas nos dice qué lleva: “Sobre nuestro clásico sofrito de cebolla, ajo y tomate -¡poco tomate!- se añade una picada de almendras y se espolvorea una pizca de chocolate”. Prou. Tal vez todo lo demás (la langosta) no era más que un arbitrario MacGuffin personal para esta postdata. Ya veremos qué más nos deparan las ventanas. 

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