Rosario
Castellanos, autora de Lección de cocina (1925-1974). Santi Santamaria
(1957-2011):
Había leído y estudiado libros. Probablemente,
también había intentado escribirlos. Era una joven profesional recién casada,
que se enfrentaba ahora a la límpida soledad de la cocina. El miedo a manchar
esa blancura atravesó con frío metafísico su cuerpo. Se sintió inerme, vacía y
sin discurso. No sabía qué hacer en ese lugar de su nueva vida.
La escena es vieja. Ocurrió y sigue ocurriendo.
Recuerdo un estupendo relato de Rosario Castellanos titulado Lección
de cocina. En él la gran escritora mexicana narra sabiamente ese
trance. Creo que se trata de una historia de desencuentros. Desde luego,
también de viejas imposiciones culturales, lastimosamente perdurables.
Convertir un símbolo amable de la cultura en un
espacio para practicar (e ilustrar) discriminaciones, es, desde luego, una
perversión que no debió nunca producirse. Sor Juana Inés de la Cruz, quien
jamás tuvo a menos a la cocina, lo dijo con redondez (no en redondillas, como
pudo igualmente decirlo):
“Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más
hubiera escrito”. Ahí está todo.
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En esta época de liberaciones, nos ha tocado
también liberar, no a las cocineras, sino a las cocinas mismas. Hacer oficio en
ellas es hacer algo más que una tarea doméstica. Lo podemos decir con una
aparente tautología: es, en verdad, oficiar, porque alrededor de los fogones se
renueva diariamente la vida. Si la cocina ha sido metáfora de algo, lo ha sido
de la comunión, no de la esclavitud. La cocina es albergue, no prisión. Es un
espacio para crear y componer. Su gramática velada está hecha de fibras para el
goce, no de cilicios.
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El disfrute del cocinero no es menor que el del
comensal, por más goloso que éste sea. Por eso es extraño que algunos “chefs”
(o pretendidos tales), cocinen a regañadientes en sus casas o deleguen siempre
en otros lo que en realidad es intransferible: el regodeo de preparar la íntima
comida propia o la de los entrañables invitados. Hace poco, para celebrar el
ocio compartido, don supremo del cocinero, recordé aquel hermoso testimonio de
Santiago Santamaria i Puig (mejor conocido como Santi Santamaria), en el que el
gran cocinero catalán refirió la fruición que le producía cocinar en casa.
Hacerlo –afirmó- es ejercer el ocio creador, no un válido negocio productivo,
aunque los fogones hogareños –todo hay que decirlo- sirvan, noblemente, para
las dos funciones.
A la recién casada del cuento de Rosario
Castellanos podríamos pedirle que no se aflija y que intente descubrir el
inmenso placer de la cocina. Que algunas se lo hayan perdido, es otra cosa. Claro,
debe ir aprendiendo poco a poco, con la parsimonia que requiere el arte. Tal
vez no sea su vocación (porque también se requiere vocación), pero puede llegar
a comprenderla y a sospechar su grandeza, por encima de prejuicios y mitos mal
curados. Eso ya es bastante.
Vaya a la biblioteca, por lo pronto y busque
algún libro en el que la cocina esté presente. Baje del estante a Proust, por
nombrarle uno que seguramente tiene en sus estantes. Lea cualquier página, no
importa que no sea la de los platos de Francisca, con su deliciosa crema de
chocolate. Como todo libro es mágico, allí encontrará una señal luminosa.
Ya provista de algún encantamiento, salga de la
casa y diríjase al mercado. Contemple los puestos de verdura. Respire los
aromas. Oiga los pregones. No hay apuro. Puede emporrarse todo lo que quiera.
Ya atisbará con asombrosa precisión, alguna maravilla. Habrá logrado lo
importante: buscar por sí misma. Así se empieza.
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Concluyo con el siguiente intento de glosa al
testimonio de Santi Santamaria (Palabra de cocinero, Salsa Books,
Barcelona, 2005):
Santi Santamaria llega a su casa de Sant Celoni,
después de una agotadora jornada en el Racó de Can Fabes. Tiene invitados esa
noche. Es domingo, pero no importa. De una vez se pone a cortar cebollas. Hasta
sus más allegados se extrañan del porqué de ese vigor casero, al que parecen no
haber hecho mella las muchas horas de labor profesional. Prepara la ensalada,
la vinagreta, el gratén de patatas y el conejo con caracoles. Para el postre
dispone en esta ocasión de buena miel y fresco mató. Cuando llegan los
invitados tiene todo casi a punto. Apenas la pizca de un aliño y ya. El
ambiente de la cocina, a la que se asoman algunos de los visitantes, es el
abrebocas perfecto: se ha cocinado de verdad. Los olores, en silva de varia
lección, y la vista de las bandejas, sugieren el festival que se avecina. ¿Cómo
ha sido posible este milagro? ¿Se debe nada más a la experiencia de un chef y a
sus conocidas habilidades? Sin duda, la destreza culinaria ha influido, pero
hay algo más que no se vende en botica ni se adquiere en el trabajo, menos aún
en Salamanca, si las hubiere en el tema (ahora las hay). Es algo que escapa a
los manuales y a las técnicas y que explica este aparente prodigio: resulta que
ante el placer del “ocio compartido”, el anfitrión “nunca siente pereza” y
disfruta oliendo las ollas, “viviendo paso a paso la evolución de un guiso o un
asado”, porque lo que le encanta en esta vida es cocinar. Y punto.
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