martes, noviembre 03, 2015

Lecciones de cocina y cocineros

Rosario Castellanos, autora de Lección de cocina (1925-1974). Santi Santamaria (1957-2011):

Había leído y estudiado libros. Probablemente, también había intentado escribirlos. Era una joven profesional recién casada, que se enfrentaba ahora a la límpida soledad de la cocina. El miedo a manchar esa blancura atravesó con frío metafísico su cuerpo. Se sintió inerme, vacía y sin discurso. No sabía qué hacer en ese lugar de su nueva vida.

La escena es vieja. Ocurrió y sigue ocurriendo. Recuerdo un estupendo relato de Rosario Castellanos titulado Lección de cocina. En él la gran escritora mexicana narra sabiamente ese trance. Creo que se trata de una historia de desencuentros. Desde luego, también de viejas imposiciones culturales, lastimosamente perdurables.

Convertir un símbolo amable de la cultura en un espacio para practicar (e ilustrar) discriminaciones, es, desde luego, una perversión que no debió nunca producirse. Sor Juana Inés de la Cruz, quien jamás tuvo a menos a la cocina, lo dijo con redondez (no en redondillas, como pudo igualmente decirlo):

“Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más hubiera escrito”. Ahí está todo.
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En esta época de liberaciones, nos ha tocado también liberar, no a las cocineras, sino a las cocinas mismas. Hacer oficio en ellas es hacer algo más que una tarea doméstica. Lo podemos decir con una aparente tautología: es, en verdad, oficiar, porque alrededor de los fogones se renueva diariamente la vida. Si la cocina ha sido metáfora de algo, lo ha sido de la comunión, no de la esclavitud. La cocina es albergue, no prisión. Es un espacio para crear y componer. Su gramática velada está hecha de fibras para el goce, no de cilicios.
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El disfrute del cocinero no es menor que el del comensal, por más goloso que éste sea. Por eso es extraño que algunos “chefs” (o pretendidos tales), cocinen a regañadientes en sus casas o deleguen siempre en otros lo que en realidad es intransferible: el regodeo de preparar la íntima comida propia o la de los entrañables invitados. Hace poco, para celebrar el ocio compartido, don supremo del cocinero, recordé aquel hermoso testimonio de Santiago Santamaria i Puig (mejor conocido como Santi Santamaria), en el que el gran cocinero catalán refirió la fruición que le producía cocinar en casa. Hacerlo –afirmó- es ejercer el ocio creador, no un válido negocio productivo, aunque los fogones hogareños –todo hay que decirlo- sirvan, noblemente, para las dos funciones.

A la recién casada del cuento de Rosario Castellanos podríamos pedirle que no se aflija y que intente descubrir el inmenso placer de la cocina. Que algunas se lo hayan perdido, es otra cosa. Claro, debe ir aprendiendo poco a poco, con la parsimonia que requiere el arte. Tal vez no sea su vocación (porque también se requiere vocación), pero puede llegar a comprenderla y a sospechar su grandeza, por encima de prejuicios y mitos mal curados. Eso ya es bastante.

Vaya a la biblioteca, por lo pronto y busque algún libro en el que la cocina esté presente. Baje del estante a Proust, por nombrarle uno que seguramente tiene en sus estantes. Lea cualquier página, no importa que no sea la de los platos de Francisca, con su deliciosa crema de chocolate. Como todo libro es mágico, allí encontrará una señal luminosa.

Ya provista de algún encantamiento, salga de la casa y diríjase al mercado. Contemple los puestos de verdura. Respire los aromas. Oiga los pregones. No hay apuro. Puede emporrarse todo lo que quiera. Ya atisbará con asombrosa precisión, alguna maravilla. Habrá logrado lo importante: buscar por sí misma. Así se empieza.
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Concluyo con el siguiente intento de glosa al testimonio de Santi Santamaria (Palabra de cocinero, Salsa Books, Barcelona, 2005):


Santi Santamaria llega a su casa de Sant Celoni, después de una agotadora jornada en el Racó de Can Fabes. Tiene invitados esa noche. Es domingo, pero no importa. De una vez se pone a cortar cebollas. Hasta sus más allegados se extrañan del porqué de ese vigor casero, al que parecen no haber hecho mella las muchas horas de labor profesional. Prepara la ensalada, la vinagreta, el gratén de patatas y el conejo con caracoles. Para el postre dispone en esta ocasión de buena miel y fresco mató. Cuando llegan los invitados tiene todo casi a punto. Apenas la pizca de un aliño y ya. El ambiente de la cocina, a la que se asoman algunos de los visitantes, es el abrebocas perfecto: se ha cocinado de verdad. Los olores, en silva de varia lección, y la vista de las bandejas, sugieren el festival que se avecina. ¿Cómo ha sido posible este milagro? ¿Se debe nada más a la experiencia de un chef y a sus conocidas habilidades? Sin duda, la destreza culinaria ha influido, pero hay algo más que no se vende en botica ni se adquiere en el trabajo, menos aún en Salamanca, si las hubiere en el tema (ahora las hay). Es algo que escapa a los manuales y a las técnicas y que explica este aparente prodigio: resulta que ante el placer del “ocio compartido”, el anfitrión “nunca siente pereza” y disfruta oliendo las ollas, “viviendo paso a paso la evolución de un guiso o un asado”, porque lo que le encanta en esta vida es cocinar. Y punto.

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