lunes, mayo 29, 2006
Elogio del jazz y de la gula
Duke Ellington
La mesa de Duke Ellington era tan copiosa como su producción musical. No sabemos si cuando visitó Venezuela en 1971 incluyó grandes cantidades de “reinapepiada” en su ingesta caraqueña, pero dadas sus inclinaciones a la variedad y a la abundancia, bien podemos imaginarnos la verosímil escena de un Duke devorando inmensas “rompebudares”, plenas del mítico relleno. La voracidad de Ellington se hizo legendaria, tanto que en un estupendo libro del profesor de Oxford, Felipe Fernández-Armesto, se da cuenta de ella, con detalles aportados por el propio genio del jazz. En efecto, cuando el autor de Historia de la comida (Tusquets, colección Los 5 sentidos, Barcelona, 2004) se refiere al culto de la opulencia en los Estados Unidos trae como ejemplo los hábitos gastronómicos de Duke Ellington.
A los amantes del jazz y de la gula, aunque no se nos escapa la extravagancia del ejemplo, nos gusta repasar el catálogo de excesos pantagruélicos de quien produjo los más profundos ecos de Harlem. Qué le vamos a hacer. Se trata de un viaje comestible por los Estados Unidos. Leámoslo, mientras suena “Concert for Cootie” y en Salsipuedes preparan un cordero al curry para celebrar el encuentro fortuito entre la cocina literaria y el piano de un músico goloso:
“Conozco un sitio en Chicago donde se pueden conseguir las mejores costillas a la barbacoa al oeste de Cleveland, y las mejores gambas a la criolla fuera de Nueva Orleans (...). Compro el salmón rosado en Portland, Oregon. En Toronto como pato a la naranja, y el mejor pollo frito del mundo lo como en Louisville, Kentucky. Pido media docena de pollos y una jarra de dos litros llena de ensalada de papas para poder dar comida a las gaviotas que siempre vienen a pedirme algo (...). Y también está Ivy Anderson`s Chicken Shak en Los Angeles, donde venden bollos calientes con miel y tortillas muy buenas con hígado de pollo. En Nueva Orleans se puede encontrar sopa de quimbombó y mariscos. Me gusta tanto que siempre me llevo un recipiente lleno al marcharme. En Nueva York pido que me traigan un par de veces a la semana chuletas de cordero a la brasa del Restaurant Turf, en la calle cuarenta y nueve. Prefiero comérmelas en el camerino, donde tengo mucho sitio y puedo soltarme la melena (...). Hay un sitio en la calle cuarenta y nueve oeste de Nueva York que tiene unos platos al curry y un chutney estupendos”
La comida rápida norteamericana más conocida por nosotros ostentaba un lugar especial para la gula de Duke Ellington. Oigámoslo con el deleite que merece su proverbial glotonería:
“En el viejo Orchard Beach, Maine, me gané la reputación de comer más perros calientes que ningún otro hombre en Estados Unidos. Una tal señora Wagner hace allí unos bollos tostados que son los mejores de su tipo en Estados Unidos. Abre un bollo tostado, le pone un trozo de cebolla, luego una hamburguesa, luego un tomate, luego queso fundido, luego otra hamburguesa, otro trozo de cebolla, más queso, más tomate y luego coloca la parte de arriba del panecillo. Sus perritos calientes llevan dos salchichas en cada bollo. Una noche me comí treinta y dos”.
Ellington no se saciaba fácilmente en el restaurante de la señora Wagner, porque a los perros calientes y a las hamburguesas le seguían unas alubias guisadas, pollo frito y bistec. Debemos advertir que esos bistecs poseían cinco centímetros de grosor. Y como todo goloso que se respete, el Duque remataba con un postre a base de compota de manzana y natillas, mezclado con nata campestre, amarilla y cremosa.
Sigue sonando el jazz espléndido que acompañó la rápida elaboración de este artículo y ahora me dispongo a improvisar en la cocina alguna mezcla inspirada en el apetito incomparable de Duke Ellington.
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4 comentarios:
Platos de Cortázar en Rayuela para escuchar a Duke Ellington.
Un saludo cordial
Así es. Un borsch, por ejemplo.
Saludos
Y un buen vino!
Salud y abrazo.
Qué curioso, a mí el Duke siempre me pareció "mal diente".
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