Visconti. Cena en El Gatopardo
Lampedusa escribió una
de las mejores novelas del siglo XX -la única que salió de su pluma- cuando ya
se acercaba a los 60. No fue un escritor profesional, pero era, sin duda, un
hombre culto, familiarizado con la literatura de varias lenguas, aficionado a
la historia y con un gusto especial por las crónicas y las memorias. Su novela
es el resultado de una larga experiencia, de una vida de lecturas y, sobre
todo, de una visión ilustrada de la Sicilia que se iba.
El autor llegó a conocer
el rechazo de editoriales importantes, pero no el clamoroso éxito que el libro
tendría cuando Giorgio Bassani, lector de Feltrinelli, hizo posible su edición
en 1958, pues el príncipe falleció un año antes. Triste sí, en especial para
quienes firmaron las cartas de devolución del manuscrito. Creo que Elio
Vittorini fue uno de ellos. Dios me perdone, si no.
Sin dilación alguna,
El Gatopardo se convirtió en un clásico. En el 63 Visconti lo llevó
a la pantalla y llovieron las traducciones. Agradó a unos (los más) e incordió
a otros. Ernesto Ruffini, Cardenal palermitano, llegó a afirmar que la novela
de Lampedusa era una de las tres razones por las cuales Sicilia debía sentirse
deshonrada. Las otras dos eran la Mafia y Danilo Dolci. Que Visconti la llevara
al cine fue un verdadero escándalo para este purpurado, porque -según él- así
se robustecía el escarnio.
Apartando los enojos
locales, El Gatopardo fue encumbrándose como una novela que para
muchos es un ejemplo magistral del arte narrativo. Lírica y aguda, elegante y
clara, esta joya de Lampedusa lleva ya 55 años de esplendor.
Hay quienes ven
incrementada su admiración cada vez que vuelven a sus páginas. Me incluyo en
ese grupo. Hoy la abrí y fui directamente a la cena del capítulo segundo,
porque El Gatopardo también es un pretexto de la gula.
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El príncipe describió el
plato con menos acribia que efusión. Ya había comentado la reacción de los
comensales ante la entrada de la enorme bandeja de plata e indicado la alegre
sorpresa manifestada por casi todos. Sólo cuatro de los veinte se mantuvieron
impasibles. Dos de ellos, por razones obvias: eran los anfitriones; Angélica,
por sifrina, y Concetta, por inapetente. Los demás temían la presencia de un
bodrio extraño a la tradición gastronómica de la región, una de esos
“creaciones” dictadas por la afrancesada moda culinaria del momento. Por eso,
celebraron a tambor batiente cuando apareció el opulento timbal de macarrones,
ese portentoso pastel de la Campania y de la Magna Grecia, capaz de hacernos
sentir que al consumirlo podemos pasar, sin más, un mes completo. Así lo
expresó el organista, entornando los ojos y extasiado ante la suculencia del
plato. El arcipreste no dijo nada, pero se santiguó y se lanzó de cabeza sobre
el alimento. No comía. Devoraba.
Angélica dejó a un lado
la afectación y las maneras aprendidas en la Toscana, para dedicarse al hábil y
rápido manejo del tenedor. Tancredi fantaseó con besos de Angélica que supieran
a ese timbal, y, como bien lo dijo el príncipe, intentó “unir la galantería con
la gula”.
No era para menos el
festín. Recordemos las palabras que el autor le dedicó al plato y sepamos por
qué cundió la hiperestesia en esa mesa:
“El oro bruñido de la costra tostada, la fragancia de azúcar y canela
que trascendía, no eran más que el preludio de la sensación de deleite que se
liberaba del interior cuando el cuchillo rompía la tostadita capa: surgía
primero un vapor cargado de aromas y asomaban luego los menudillos de pollo,
los huevecillos duros, las hilachas de jamón, de pollo y el picadillo de trufa
en la masa untuosa, muy caliente, de los macarrones cortados, cuyo extracto de
carne daba un precioso color de gamuza”.
Nada que agregar. Todos
los sentidos son, a veces, un sentido: el gusto, infinito y tentacular. Desde
esas líneas, el timbal de macarrones comenzó a exhibir un precioso linaje
literario.
Visconti se encargó de recrearlas para que los
lectores de El Gatopardo disfrutaran aún más la lenta poesía del
libro y la comida.
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