Habían llegado temprano al partido de La Matanza,
donde cenaron juntos esa noche. No sabemos con exactitud qué comieron, pero es
de suponer que uno de ellos prefirió la frescura de una ensalada con adecuado y
límpido aderezo, mientras el otro no se rehusó al cordero patagónico, que el
cocinero, contratado sólo para esa noche, les había ofrecido por la tarde. Estaban
en una amplia quinta, alquilada para pasar unos días lejos de la atareada
capital.
Los dos amigos hicieron una larga y animada sobremesa. El hombre de
cuarenta años tomaba agua. El de veinticinco, oporto. Aunque esos detalles no
aparecen en la célebre noticia que el primero elaboró, los consigno acá por
respeto al diligente cocinero, cuya presencia fue preterida en el famoso
informe y, además, porque tengo para mí que si esa cena no hubiese estado a la
altura de ambos paladares, no habría ocurrido lo que ahora todos celebramos.
Lo sucedido esa noche ha dado lugar a numerosas tesis
doctorales y a una copiosa reescritura de ardides literarios que no parecen
agotados todavía. Si a ello agregamos la repercusión que en diversos centros de
investigación científica sigue teniendo lo allí descubierto, nadie podrá
restarle importancia a este intento de subsanar ciertas omisiones, por más
ocioso que parezca. Creo que la gastronómica destaca entre ellas.
Es sabido que a la medianoche, antes de que uno
de los comensales partiera a Buenos Aires, un espejo los acechó desde el fondo
de un corredor. En ese espejo también se reflejaron unos platos y unas copas.
El juego para acercarse a ellos apenas comienza.
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