Foto de hace siete años
Uno de mis rituales porteños es almorzar en un
viejo restaurante de la Recoleta. A la búsqueda de los mejores ravioles a la
crema de la ciudad, en los últimos años se ha añadido la curiosidad por los
personajes que allí habitan. Me refiero al viejo y noble personal de servicio.
A varios les he puesto nombres, por los parecidos que les encuentro con amigos
o con personas famosas. En esos esbozos de novelas que uno se imagina siempre,
ellos están presentes. Hace pocos días comprobé que el papá de Mafalda y
Francisco Blavia siguen activos, y gozan, a Dios gracias, de buena salud.
Cuando el miércoles pasado Martín y yo llegamos
al lugar, no había clientes. Nos recibió Francisco, el maître, siempre atento y
grato, como su homónimo de Barquisimeto. Optamos por una de las mesas con
butacas, hacia el lado derecho, donde rápidamente fuimos atendidos por el papá
de Mafalda, quien, sin saberlo, le confiere al sitio una ráfaga oblicua de modernidad.
A los pocos minutos, Martín vio que llegaba al
restaurante alguien conocido. Era un hombre joven, de esos que de vez en cuando
le bajan el promedio etario al comedor. Porque hay que decirlo: la mayoría de
los clientes también es de la tercera. El nuevo comensal venía acompañado de
otra persona. Se sentaron en una de las mesas de la parte izquierda. Martín,
seguro de que lo había reconocido, se levantó a saludarlo. Era, en efecto,
Rodrigo Cañete, temido y célebre crítico, cuyo blog, desde hace un tiempo, es
el dolor de cabeza de ciertos jerarcas del mercado argentino del arte. Cañete
respondió el saludo con cordialidad y Martín volvió a la mesa. Me dijo que en
alguna ocasión Cañete posteó algo suyo. Me habló también del acompañante y del
blog del primero: Loveartnotpeople (http://loveartnotpeople.org/). El acompañante de Cañete era Gabriel
Levinas. Al día siguiente, por cierto, Lanata entrevistaría en su programa de
radio a Cañete, quien, además de no tener pelos en la lengua, posee una sólida
cultura en historia del arte, como se evidencia de sus charlas, que, con el
nombre de “Pastelas”, pueden oírse en su polémico espacio de la web. Verlo
allí, a él, que no vive en Buenos Aires, sino en Londres, era de anotarlo. Por
eso ahora lo hago. Cañete, en su blog, unos días después, diría que al
contrario de lo que había pensado, en Buenos Aires lo recibieron muy bien y
aludió a los saludos recibidos en la calle y en algunos restaurantes. Pero lo
más notable de nuestra visita ritual no había ocurrido todavía. Lo cuento de
seguidas.
Cuando el papá de Mafalda nos estaba sirviendo,
le pregunté por Manuel Azaña, a quien no he vuelto a ver desde hace unos tres
años. La última vez fue en una mesa cercana a la cocina. Creo que almorzaba.
Por supuesto, mi pregunta se refirió al “señor pequeño, gordito, de pelo
blanco”, lo que fue suficiente para que el papá de Mafalda supiera de quién se
trataba. Fue así como nos enteramos de que Azaña se llama A. E. y de que se
retiró del trabajo a los 87 años. Supimos también el motivo: un día en una mesa
le pidieron el postre y él llevó de nuevo el primer plato. Ahora está en su
casa. Este Azaña cordial entró a trabajar al restaurante cuando tenía 42 años.
Al parecer, ya transita la pureza del olvido. Para mí sigue siendo el
presidente de esta íntima república gastronómica de la Recoleta, a la que poco
a poco le he ido agregando capítulos. Ya sé que habré de remontarme a los 60 y
charlar un rato con un Azaña cuarentón, recién llegado al sitio. Él me dirá de
dónde vinieron los trofeos de caza que cuelgan de las paredes y si alguno de
los dos señores que tienen estatuas en el lugar de al lado, llegaron a comer
aquí.
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Además de la buena comida y del buen servicio,
ver a los “mozos” de siempre (todos “grandes”, con alguna exepción no muy
distante) es uno de los motivos de esta costumbre porteña que cultivo en
familia. Ese día, para variar, comimos ravioles a la crema y bife de chorizo.
No está de más decir que los primeros son los mejores de Buenos Aires.
P.D: Se me olvidó anotar que A. E. es español.
“Gallego”, nos dijo el papá de Mafalda.
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