La Cabaña, quinta en Ramos Mejía (La Matanza). 1930. No allí, pero sí en una quinta de la calle Gaona, comenzó Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Borges
Esa noche, en verdad, Borges comió una ensalada
criolla bien surtida y Bioy un cordero asado acompañado con papas fritas. Para
el postre, hubo helado y dulce de leche. Borges, como ya se dijo, bebió agua.
Bioy, oporto. El espejo reflejó también una bandeja con alfajores de Santa Fe.
Los había llevado Borges desde Buenos Aires.
Como se recordará, el momento que marcó el fin
de la sobremesa fue escalofriante. Ambos tenían fijación por los espejos. En
uno, predominaba el terror. En el otro, una amable reverencia. A la medianoche,
cuando pasaba un ángel en medio del silencio, miraron hacia el fondo del
corredor y se sintieron espiados. “Entonces Bioy Casares recordó que uno de los
heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables,
porque multiplican el número de los hombres”.
La “memorable sentencia” que Bioy le atribuyó al
heresiarca de Uqbar era, en rigor, una variación de la que aparecía en un texto
de su amigo: “La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia.
Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y afirman”.
Está en El tintorero enmascarado de Hákim
de Merv, de Historia universal de la infamia. Pero ese dato, a los fines
del informe de Borges, no podía ser mencionado.
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Uno o dos años después de la cena en la quinta
de la calle Gaona, en Ramos Mejía (capital del partido de La Matanza), Bioy
hizo una especie de parodia de la frase. Lo hizo en el que iba a convertirse en
el más celebrado de sus libros: La invención de Morel. Allí dirá: “El hombre y
la cópula no soportan largas intensidades”. Si bien la idea es otra, ese giro
permite un pequeño diálogo con lo abominable.
No es mucho más lo que sabemos de la cena,
porque el espejo carecía de las propiedades cinematográficas que Morel
inventaría poco después. Sin embargo, hay esperanzas de conocer algo más. En
Ramos Mejía se conjetura acerca de un lugar en el que se conserva otro informe:
el del cocinero. Éste esperó toda la noche, porque el señor Adolfo le había
prometido que lo llevaría a su casa, al finalizar la velada. En efecto, lo
llevó.
Alguien me dijo que durante varios días el
cocinero estuvo repitiendo la palabra “heresiarca” y que inventó un nuevo
postre con ese nombre. Pero quizá sean sólo ganas de fabular.
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