Maurice Evans en Rosemary's Baby. Roman Polanski, 1968
Desde que la vi en el Obelisco hará unos 44
años, nunca ha dejado de aterrarme. Confieso que en la última década la tuve un
poco olvidada, pero esta tarde, sin aviso alguno, irrumpió en mi memoria un
detalle que me hizo buscarla nuevamente.
Hace un año hablé de ella, a propósito de la
atanasia, pero esa vez recordé sólo la “temible” raíz, pensando más en la
palabra que en su uso. Suelo mencionarla, además, con relativa frecuencia, al
punto de que en casa está incluida entre los “temas” con los que supuestamente
fatigo a las personas más cercanas. Pues bien, no fue el “tanaceto” el detalle
de El
bebé de Rosemary que hoy me visitó. Fue un momento realmente
gastronómico que había olvidado por completo: la primera comida de la película.
En rigor, la única apetecible y suculenta comida de todo el filme.
Después de disfrutar el extraordinario comienzo
que urdió Polanski para meternos en el Dakota, con Mia Farrow tarareando una
nana compuesta por Komeda, y de ser guiado por el querido Elisha Cook jr., en
rol de Caronte neoyorquino, la decisión de verla completa ya estaba tomada,
aunque estuviese a escasos minutos de la ansiada escena. Al terminar, confirmé
mi afecto por esta magnífica obra del polaco y sentí que ella y el amplísimo
entorno simbólico que la rodea, siguen creciendo.
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La escena buscada y su contraste con otra
-igualmente gastronómica-, me depararon la sospecha de una hipótesis: al diablo
no se le da la buena mesa. Esta versión del Bajísimo, hábil para el uso
utilitario de los menjurjes, muestra una enorme inepcia para la cocción
alimentaria y cierta preferencia por lo crudo. Pero como todo hay que decirlo,
no puedo omitir los innegables méritos del Maligno como barman. Cuando los
esposos Castevet reciben en su apartamento a los Woodhouse para la cena con la
que dan inicio a su “amistad” vecinal, Mr. Castevet (Sidney Blackmer) se luce
en la preparación de una bebida desconocida por los invitados. Será lo único
rescatable en el consumo de esa noche, por parte de Rosemary (Mia Farrow) y Guy
(John Cassavetes), quienes al llegar a su apartamento, no sólo se burlan de la
dispar vajilla, sino que lamentan lo incomible de la carne (Rosemary apenas la
prueba) y lo espantoso del postre. Guy, por “educación”, se comería dos trozos
de la torta, para no hacerle un desaire a Minnie Castevet, quien insistió en
allegarle el segundo pedazo del engrudo.
En verdad, el coctel que el Siniestro les dio a
beber (y conocer) mereció el indulto de la acerba crítica. Era un Vodka Blush.
Mr. Castevet les informó, además, que esa combinación de vodka, jugo de lima y
granadina, era una bebida muy popular en Australia, dicho todo con su
sapiencia, tanto de diablo como de viejo. Sin duda, ese tanto etílico, fue muy
bien ganado por Belcebú.
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Apenas dos minutos (o menos) dura la escena que
hoy me llevó a ver de nuevo la película. Hutch (Maurice Evans), buen amigo de
Rosemary los recibe en su casa. No los vemos llegar. El momento se inicia en la
cocina, cuando Hutch, hombre bueno y culto, está sacando del horno lo que van a
comer esa noche: una prodigiosa pierna de cordero que Hutch lleva hasta la
mesa. Se ve tan provocativa, que puedo jurarles que sentí su olor. El anfitrión
se encarga de trincharla y de servirla en cada plato, bajo la voraz mirada de
los comensales . Hasta el espectador menos goloso no deja de sentir la
tentación de hincarle el diente. Todavía nadie sabe que esa es la única
oportunidad de comer sabroso en la película.
El diálogo en la mesa discurre acerca del
edificio al que han decidido mudarse Rosemary y Guy. Hutch les explica que allí
han pasado cosas terribles y que en una ocasión vivió en uno de sus
apartamentos un célebre brujo llamado Adrian Marcato, quien proclamaba haber
suscrito un pacto con el diablo. Mientras les va contando algunos horrores del
Dakota (Bramford en el filme), Hutch termina de servir.
Tras la
mención de una las historias más pavorosas, Rosemary exclama: “Fantástico”
(“terrific”) y su marido le pregunta: “¿La casa”.
La respuesta, concentrada como estaba ella en lo
suyo, fue el sello definitivo de la (es)cena:
“El cordero”.
P. D: Una noche Mrs. Castevet les lleva a los
esposos Woodhouse una mousse de chocolate. La ocasión propicia un chiste verbal
de Guy: no es mousse de chocolate, sino “chocolate mouse”, porque a ella (Mrs.
Castevet) la llaman Minnie. De más está añadir que la mousse tenía un sabor
rarísimo, como de inmediato lo apreció Rosemary, de cuyos sentidos parte el
hilo narrativo de la formidable película de Roman Polanski.
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