Carrie Snodgress y el vino
Escribo esta anotación a las cinco y media de la
tarde. Hoy me levanté a eso de las cuatro de la mañana. Prendí el televisor con
la esperanza de encontrarme a Chaplin, pero nada. Me conformé con mirar de
nuevo algunas escenas de Diario de una esposa desesperada
(1970), una vieja película de Frank Perry.
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Pobrecita la mujer que encarna Carrie Snodgress.
Tiene que cargar con dos seres insoportables: el marido y el amante. La agarró
el chingo, y buscando un escape, cayó en manos del sin nariz. Pero no fue para
verla sufrir que me quedé enganchado a la película. Fue para disfrutar de la
fiesta que da el marido, ese “parvenu” indetenible que protagoniza los momentos
en los que el director ejerce a placer la burla social más despiadada.
El insufrible marido de Carrie Snodgress se
había empeñado en dar un convite para lucirse entre los integrantes del
“selecto” círculo en el que aspiraba insertarse del todo. Por esa razón,
contrata a la agencia de festejos más cara de la ciudad, que él cree sigue estando
de moda entre los “suyos”.
La primera decepción la tiene cuando se entera
de que el prestigioso francés que está al frente de la agencia no va a asistir,
“porque no se habían realizado los arreglos especiales” para que eso ocurriera.
Vale decir: no se había contratado y pagado ese privilegio adicional. Así se lo
informa el puntilloso jefe del servicio cuando llega a la casa con su diligente
y despótica brigada. Desde ese momento hasta el final, todo es un fracaso.
Los invitados, cansados de comer en todas las
fiestas del grupo la misma tortilla servida por la casa Beaumont, comienzan su
retirada, cuando, apremiado por un
compromiso más importante, el “simpático” gruñón de la agencia decide cerrar el
bar. Así que para el momento de la previsible tortilla, no llegaban a diez los
asistentes al sarao convertido ya en monótono velorio.
Por andar de brejetero, el anfitrión terminó
herido en su atorrante orgullo, pero no dio su brazo a torcer. “Todo salió
bien”, le dijo a Tina, su paciente “esposa desesperada”. Segundos después de
haber proferido ese débil autoengaño, se enteró de que uno de los invitados,
nada menos que el último ganador del Premio Pulitzer, le había robado su
adorada pieza de artesanía esquimal, bajo la mirada impávida de Tina, quien
temerosa de una reacción de su marido, nada hizo contra el “distinguido” choro.
Más crueldad para el lastimado “nuevo rico”, imposible.
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Por último, tres detalles de mesa y la bebida:
1. Al comienzo, la pareja va a cenar a un
restaurante italiano, y él pide cordero “al estilo francés”. El mesonero lo
corrige de inmediato: “No, aquí lo hacemos al estilo italiano”.
2. Él pide la carta de vinos y el mesonero le
informa que no tienen carta y le ofrece un Barolo. Fiel al aplomo de su
ignorancia, Jonathan dice que no, que mejor un Lambrusco. “No tenemos
Lambrusco. Sólo Barolo”, le riposta el mozo. Para lucirse, el cliente,
resignado, demanda una botella “del 65”. La respuesta que el mesonero le
propina a esa dudosa echonería no tiene precio:
“No. La del 65 fue una mala cosecha. Mejor le
traigo del 64”.
3. Al probar el relleno del pavo en la cena
familiar de Acción de Gracias, una de las niñas lo rechaza con asco, dice que
está horrible y devuelve su bocado al plato. ¿Por qué ese relleno tan poco
tradicional? Resulta que su padre le había pedido a Tina que hiciera un pavo
“gourmet”, para romper con la costumbre y ponerse en la onda culinaria del
momento. Él mismo buscó la receta en una revista de cocina francesa: Dinde rôtie, farce aux huîtres et herbes.
A la niña le resultó horrible la combinación,
aunque, separados, le gustaran las ostras y el pavo. Por sólo expresar su repulsión,
fue severamente regañada y echada de la cena, pero ella, en sus trece, se
levantó gallarda y se fue, agradeciendo la alejaran de ese “engendro”
incomestible.
De la referida (es)cena de Acción de Gracias, no
puedo omitir un detalle adicional: el vino era un Romanée Saint Vivant, cuyo
nombre el padre le exige a las niñas que se aprendan, “para que comiencen desde
chicas a saber de buenos vinos.”
Conste que sólo se trata de una modesta película
de Frank Perry y no de uno de los excelentes diarios del admirado poeta
Alejandro Oliveros, verdadero conocedor de borgoñas. Y de barolos, por
supuesto.
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