Hará unos cinco años Cristina Barros me habló de
ella con admiración y afecto. Yo le había preguntado por sus libros y por su
interés en temas gastronómicos, una devoción que ambas cultivan con placer.
Desde luego, también le inquirí su opinión acerca de otras vetas fabulosas de
la novelista, como las de la música y el diseño de modas.
Me refirió que entre Margo Glantz –de ella se
trata- y Rosario Castellanos, se repartían los liderazgos docentes en la
carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas, cuando a Cristina le tocó ser
alumna de la segunda. Por eso, su acercamiento a la autora de El
rastro (novela en la que aparece, por cierto, Glenn Gould) fue menos
por vía académica que familiar.
En un bello texto incluido en el libro Margo
Glantz, 45 años de docencia, encontré poco más tarde que esos recuerdos
de Cristina Barros estaban plasmados en un texto titulado “Filosofías de
cocina”. Además de resaltar los orígenes del amor de Glantz por los fogones,
nos reveló allí que sus conversaciones con la escritora, nunca dejan por fuera
el tema de la cocina. Y si leemos el siguiente párrafo del hermoso testimonio
de Cristina, entenderemos que no podía ser de otro modo:
“Quien ha
estado en casa de Margo sabe que no sólo es generosa y magnífica anfitriona,
sino que disfruta creando y recreando platillos, jugando a la alquimia con las
especias, los olores y los sabores, y compartiendo saberes con la mayora Mary”.
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En uno de sus libros más queridos, Las
genealogías, Margo Glantz conversa largamente con sus padres y recrea
la mesa de la casa, pero también la del restaurante que tuvieron en la Zona
Rosa: el “Carmel”, un sitio privilegiado para el encuentro de intelectuales y
artistas, y para el goce de diversos “strudels”, de bolitas de “matzhe mel” y
de otras delicias de la tradición gastronómica de unos judíos provenientes de
Ucrania.
Con palabras amables y recuerdos que fulguran,
la autora escribió en esas páginas:
“Sin
cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco. Por eso dice Bernal
Díaz refiriéndose a la tortilla ´el pan de maíz que ellos hacían´. Me lo sé de
memoria y casi puedo decir que por mis venas corre harina, pero eso pertenece a
otro costal, al del Carmel, donde había unos bocaditos de chocolate, por dentro
y por fuera como los ataúdes, amenizados con nueces y con un licor que los
empapaba y que bien podía ser coñac o ron. Yo les llamaba orgasmos. No lloro,
nomás me acuerdo”.
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Margo le preguntó un día a su madre cómo se
hacían los “gribelaj” y la respuesta fue:
“Los
gribelaj son de grasa de pollo, se corta en pedazos, se pone en lumbre con un
poco de sal y cuando se empieza a dorar se pone la cebolla, se fríe tantito, se
sacan los gribelaj tostaditos y se comen y ya”.
Al “Carmel” llegaba Pita Amor con joyas y
vestidos rasgados, a comprar cuernitos de nuez. A Las genealogías de Margo
Glantz, su preciosa autobiografía doméstica, llegamos escoteros los lectores, a
comer literatura de la buena.
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P.D: Según Cristina Barros, uno de los platos
que mejor se le da a Margo Glantz, es el lomo de cerdo en guayaba. En alguna
ocasión, en la columna “Itacate”, que Cristina y su esposo Marco Buenrostro
tienen en el diario La Jornada,
pusieron la receta.
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