Era
cocinera, pero entre sus especialidades no estaba el arroz con camarones. Hablo
de Lázara Davis, una mulata de Puerto Rico que vivía en Ginebra y cuyo marido
la comprometió -sin decírselo- a prepararle ese plato a un invitado ilustre.
La
historia está contada en el primero de los Doce cuentos peregrinos, un libro
que es un verdadero deleite para quienes, por perversión profesional o por puro
gusto, también buscamos complicidades gastronómicas en la literatura.
Sin haber
revisado todavía las numerosas páginas en las que García Márquez habla de
comida, hoy la memoria me trajo ese cuento (Buen viaje, señor presidente). Me
lo trajo, no sólo por la comida. También por la inolvidable ciudad de Ginebra,
a la que borgeanamente adoro, con sus jardines y su tranvía…
Puesto a recordar, busqué en las memorias de
García Márquez estas líneas que bien podrían servirme para seguir hablando de
la cocina como enorme lugar de soberanía y resistencia:
“En el
comisariato de la compañía bananera se vendían a precios de ocasión las
manzanas de California envueltas en papel de seda, los pargos petrificados en
hielo, los jamones de Galicia, las aceitunas griegas. Sin embargo, nada se
comía en casa que no estuviera sazonado en el caldo de las añoranzas: la
malanga para la sopa tenía que ser de Riohacha, el maíz para las arepas del
desayuno debía ser de Fonseca, los chivos eran criados con la sal de La Guajira
y las tortugas y las langostas las llevaban vivas de Dibuya”.
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