lunes, abril 21, 2014

El caldo de la añoranza


 
Era cocinera, pero entre sus especialidades no estaba el arroz con camarones. Hablo de Lázara Davis, una mulata de Puerto Rico que vivía en Ginebra y cuyo marido la comprometió -sin decírselo- a prepararle ese plato a un invitado ilustre. 

La historia está contada en el primero de los Doce cuentos peregrinos, un libro que es un verdadero deleite para quienes, por perversión profesional o por puro gusto, también buscamos complicidades gastronómicas en la literatura.  

Sin haber revisado todavía las numerosas páginas en las que García Márquez habla de comida, hoy la memoria me trajo ese cuento (Buen viaje, señor presidente). Me lo trajo, no sólo por la comida. También por la inolvidable ciudad de Ginebra, a la que borgeanamente adoro, con sus jardines y su tranvía…

Puesto a recordar, busqué en las memorias de García Márquez estas líneas que bien podrían servirme para seguir hablando de la cocina como enorme lugar de soberanía y resistencia: 

En el comisariato de la compañía bananera se vendían a precios de ocasión las manzanas de California envueltas en papel de seda, los pargos petrificados en hielo, los jamones de Galicia, las aceitunas griegas. Sin embargo, nada se comía en casa que no estuviera sazonado en el caldo de las añoranzas: la malanga para la sopa tenía que ser de Riohacha, el maíz para las arepas del desayuno debía ser de Fonseca, los chivos eran criados con la sal de La Guajira y las tortugas y las langostas las llevaban vivas de Dibuya”.

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