No estuvo ausente de su obra una meditación
luminosa acerca de temas gastronómicos. Si bien no les dedicó un libro
completo, no dejó de referirse a ellos cuando correspondía, como ocurrió con
las espléndidas páginas de “Vislumbres de La India”. En esa ocasión sostuvo que
la cocina es la manera más segura de acercarse a un pueblo. Distinguió entre
dos estéticas: la que pone en escena una sucesión de platos y aquella que
incorpora todos los guisos en uno solo.
También lo hizo en “El ogro filantrópico”. Si
vamos a sus páginas podemos releer con deleite y asombro el ensayo titulado “La mesa y el lecho”. Esa relectura nos
permitirá comprobar la altísima estimación que Octavio Paz tuvo por la cocina,
como seña de identidad cultural, así como su perspicacia para ver antes que
nadie los peligros de una moda incipiente.
A partir de Fourier y su “Nuevo Mundo Amoroso”. Paz
compara allí la erótica con la gastronomía (intensa la primera, extensa la
segunda) y describe con imágenes precisas la desangelada cocina norteamericana,
a la que contrapone el barroquismo y exuberancia de los platos mexicanos. Miedo
al placer y a la mezcla, en el primer caso, y gusto por el choque de sabores,
en el segundo. En fin, la insipidez de alimentos congelados y supuestamente “puros”,
frente a la riqueza de un condumio capaz de equilibrar picardías y dulzuras.
Paz se vale de esas notables diferencias para confrontar el alma y el carácter
de dos pueblos vecinos y diferentes.
Para entonces comenzaba a ponerse en boga la que
poco después sería llamada “cocina de fusión”, hoy en razonable descrédito, por
lo menos nominal. El ideal social del “melting-pot” se fue alojando también en
el mundo gastronómico, y los parques temáticos de la diversidad cultural daban
sus primeros pasos y cometían sus iniciales perversiones. Paz escribió:
“Hay
además una profusión de libros de cocina y muchos institutos y escuelas de
gastronomía. En la televisión los programas sobre el arte culinario son más
populares que los religiosos (…). Pero
el eclecticismo en materia de cocina no es menos nocivo que en filosofía y en
moral. Todos esos conocimientos han pervertido a la cocina nativa. Antes,
aunque modesta, era honrada; ahora es ostentosa y trapacera. Y lo que es peor:
el eclecticismo ha inspirado a muchos guisanderos que han inventado platillos
híbridos y otras paragustias (…). No es extraño este fracaso: es más difícil
tener una buena cocina que una gran literatura, como lo enseña el ejemplo de
Inglaterra”.
Eso lo dijo Octavio Paz hace más de cuarenta
años, observando lo que acontecía en los Estados Unidos, sobre todo. Pienso que
en los últimos lustros, felizmente, el interés por la tradición culinaria
auténtica ha venido ganando terreno, y que la tendencia hacia el eclecticismo
recusado por Paz, es cada vez menor. De algún modo, lo hemos escuchado.
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Comparando la cocina mexicana con la cocina
india, Octavio Paz llegó a la conclusión de que ambas constituían infracciones
imaginativas y pasionales a dos grandes cánones del gusto: el chino y el
francés. Ocupando un espacio singular -que Paz llamó “excéntrico”-, las cocinas
de la India y México, duchas en combinaciones de opuestos, se hermanan por el
sabio y profuso empleo del picante. Así, el curry y el mole son, sin duda,
parientes cercanos por parte del ají. La planta americana, que en México
recibió un nombre de origen nahua: chile, debió llegar a la India vía
Filipinas.
Se pregunta el poeta mexicano: “¿por Cochin o
por Goa?”, para luego comentar sin responderse, que en Travancore y en otras
partes del sur, a ciertos curries se les llama “mola”. ¿Deformación del vocablo
mexicano? Es posible. De “muli”, que en nahua significa salsa, vino la palabra
mole. Y en un convento de Puebla, en el siglo XVII, se la usó para bautizar un
prodigio gastronómico inventado por las monjas para honra y prez de la cultura
barroca.
No terminan ahí las semejanzas halladas por Paz
en sus “Vislumbres de la India”. Así como son muchos los tipos de
moles, también lo son los de curry. Casi tantos como las numerosas familias de
chiles. Y algo más que maravilló al maestro: en lugar de pan, los indios comen
una tortilla muy parecida a la mexicana que denominan “chapati”. Está hecha de
trigo y sirve de cuchara, como la tortilla de México. Alimento y utensilio a la
vez, esas cucharas son, sin duda, otro logro del diseño culinario de esas
culturas admirables para las cuales la alquimia del gusto es un ejercicio de
placer y libertad.
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Refiere Enrique Krauze que en la memoria
gastronómica de Paz el “pato enlodado” ocupó un sitial de honor. Paz lo
asociaba a las fiestas del santo de su padre:
“…un plato precolombino extraordinario (…),
rociado con pulque curado de tuna”.
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Los nombres son a veces mágicos recuerdos o
resonancias de una fiesta milenaria. Para Octavio Paz, el de Silvestre
Revueltas era “como el sabor del pueblo, cuando el pueblo es pueblo y no
multitud”. En la hermosa semblanza que le dedicó enumera los fulgores de feria
que irradiaban de ese vocativo poderoso. Entre esas imágenes, junto a las
naranjas, estaban “las jícamas terrestres y jugosas”.
Muchos años después, en el poema “Vistas fijas”,
que parece todo salido del nombre de Silvestre Revueltas, volvieron las jícamas
de Paz, esta vez “blancas, arrebujadas en túnicas color de tierra”.
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Cuando las palabras “alzan el vuelo”, que dice
Gil de Biedma, uno no sabe a dónde pueden ir a parar, si es que paran. Un día
caminaba yo por una calle del barrio gótico de Barcelona y un vendedor me ofreció
“peras”, y añadió: “peras limoneras leridanas”. En ese instante se produjo el
hechizo. Desaparecerían las peras y me quedaría para siempre el tesoro que
integran tres palabras que suenan y “ya no dicen cosas”: peras limoneras
leridanas.
Las encontré después en la cesta verbal de
Octavio Paz, esa en la que habla de “aquellas pecosas peras” del poeta
Villaurrutia. Y las encuentro cada vez que me topo, en el mercado o en un
libro, con una pera cualquiera.
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Hoy, ensalada de jícama, pato enlodado y peras para
Octavio Paz.
1 comentario:
Muy interesante y que buen trabajo
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