Jean Jacques Rousseau, por Allan Ramsay
Cuando se sentaba a la mesa con Mme de Warens,
ella hacía un larguísimo prólogo antes del primer bocado. La paciente dama
sufría por el olor de la sopa y los condumios, y hablaba durante media hora, en
un largo rodeo, sin el cual nunca daba paso a su yantar. Mientras tanto, él
comía con la aplicación puntual de un tragaldabas. Así, al comenzar la demorada
pitanza de su amable anfitriona, ya el joven Rousseau había dado cuenta de dos
o tres raciones generosas, pero su deber era acompañarla, y entonces, volvía a
comer. Y no le iba del todo mal, como lo afirmó con cierto orgullo en las
memorias de Annecy, incluidas en sus Confesiones.
Al ginebrino le debemos también un estupendo
elogio a las mesas campesinas y al placer que nos proporcionan las ganas de sentirse
bien con lo sencillo. Da gusto recordarlo. Lo recuerdo:
“No conocí
ni conozco aún comida mejor que la de una mesa rústica. Con lacticinios,
huevos, hierbas, queso, pan moreno y vino regular, puede cualquiera estar
seguro de regalarme; mi buen apetito hará lo demás, siempre que no me harten
con su aspecto inoportuno un maestresala y un hatajo de lacayos. Entonces comía
mucho mejor por seis o siete sueldos, que después por seis o siete francos. Por
tanto, era sobrio por carecer de tentación para no serlo, y aun no debo decir
sobrio, porque en mis comidas procuraba satisfacer la sensualidad todo lo
posible. Con algunas peras, mi “giunca”, mi queso, mis “grisines” y algunos
vasos de vino común de Monferrato, que se podía beber a sorbos, era el más feliz
de los golosos”.
Bien sabemos que, además de las peras, la
ricota, el queso, el pan piamontés y el vino de Monferrato, a Rousseau le
gustaba comerse antes –y en buena compañía- unas cerezas.
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