lunes, junio 30, 2014

El más feliz de los golosos


Jean Jacques Rousseau, por Allan Ramsay
 
Cuando se sentaba a la mesa con Mme de Warens, ella hacía un larguísimo prólogo antes del primer bocado. La paciente dama sufría por el olor de la sopa y los condumios, y hablaba durante media hora, en un largo rodeo, sin el cual nunca daba paso a su yantar. Mientras tanto, él comía con la aplicación puntual de un tragaldabas. Así, al comenzar la demorada pitanza de su amable anfitriona, ya el joven Rousseau había dado cuenta de dos o tres raciones generosas, pero su deber era acompañarla, y entonces, volvía a comer. Y no le iba del todo mal, como lo afirmó con cierto orgullo en las memorias de Annecy, incluidas en sus Confesiones 

Al ginebrino le debemos también un estupendo elogio a las mesas campesinas y al placer que nos proporcionan las ganas de sentirse bien con lo sencillo. Da gusto recordarlo. Lo recuerdo: 

No conocí ni conozco aún comida mejor que la de una mesa rústica. Con lacticinios, huevos, hierbas, queso, pan moreno y vino regular, puede cualquiera estar seguro de regalarme; mi buen apetito hará lo demás, siempre que no me harten con su aspecto inoportuno un maestresala y un hatajo de lacayos. Entonces comía mucho mejor por seis o siete sueldos, que después por seis o siete francos. Por tanto, era sobrio por carecer de tentación para no serlo, y aun no debo decir sobrio, porque en mis comidas procuraba satisfacer la sensualidad todo lo posible. Con algunas peras, mi “giunca”, mi queso, mis “grisines” y algunos vasos de vino común de Monferrato, que se podía beber a sorbos, era el más feliz de los golosos”. 

Bien sabemos que, además de las peras, la ricota, el queso, el pan piamontés y el vino de Monferrato, a Rousseau le gustaba comerse antes –y en buena compañía- unas cerezas.

No hay comentarios.: