“Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco…”
mitad quemado, mitad blanco…”
GABRIELA MISTRAL
La antiquísima figura que Curtius
rastreó en los clásicos y que llamó “metáfora culinaria” nunca ha dejado de ser
entre los poetas una imagen frecuente y entrañable. Son muchos los ejemplos de
su tenaz presencia. Acá mismo, sólo con el pan -y en pocas horas- varias
personas han recordado muestras estupendas de esa metáfora ilustre.
Así, ayer una amiga habló del taller blanco, por el hermoso texto en el que Eugenio Montejo compara las panaderías con talleres literarios. Estos serían los pequeños hornos de la cocción poética, y la harina blanca la página vacía del escritor. Durante la noche, el poeta estaría a la caza del poema. Una vez logrado, por arte de su esfuerzo (o de alguna voz secreta), esas letras serían el pan de la mañana. Las dos páginas en blanco (o las dos harinas impalpables) se habrían convertido en material sustento. Pan y poema.
¿Cómo pudo ser posible que apareciera ese cuerpo pleno, esa forma imprevista, esa asombrosa plenitud? ¿De dónde vino el pan? ¿De dónde nos llegó el poema? No lo sabremos nunca con certeza, pero nos comemos el pan que surgió de la blancura. Siempre nos sorprenden, pan y poema. No terminamos de saber a ciencia cierta de dónde toma el pan su sabor sacro. Así también con el poema.
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Pablo Neruda sintió que su amorosa “mamadre” se fue transformando en pan hasta adquirir la más sutil de las santidades: “la del agua y la harina” y bellísimamente le dijo:
“la vida te hizo pan/ y allí te consumimos”.
Es el pan como metáfora de los afectos, como alimento comparable sólo con la protección materna.
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Es también el pan que acompaña para siempre al vino en el magnífico poema de Hölderlin: el pan como fruto de la tierra y bendito por la luz.
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La metáfora culinaria es eterna, porque ella une la maravillas de dos creaciones que preservan su misterio: la del alimento y la del poema.
El pan parece, como el poema, un regalo de la inspiración y no un producto de la mano hacendosa que amasa enamorada o de la que escribe en vilo letras pasionales. Sabemos que en ellas el oficio está presente, pero también hay algo que no sabemos y que tal vez nunca sabremos.
¿De dónde viene el pan? ¿De dónde ese asombroso poema de cada día?
Saber hacer un pan sabroso, como saber escribir un buen poema, es alcanzar –por momentos- uno de los espacios más elevados de la cultura humana: el de la gracia del saber y sabor indisolubles.
¡Danos, y dale a todos, Señor, el pan de mañana!
Así, ayer una amiga habló del taller blanco, por el hermoso texto en el que Eugenio Montejo compara las panaderías con talleres literarios. Estos serían los pequeños hornos de la cocción poética, y la harina blanca la página vacía del escritor. Durante la noche, el poeta estaría a la caza del poema. Una vez logrado, por arte de su esfuerzo (o de alguna voz secreta), esas letras serían el pan de la mañana. Las dos páginas en blanco (o las dos harinas impalpables) se habrían convertido en material sustento. Pan y poema.
¿Cómo pudo ser posible que apareciera ese cuerpo pleno, esa forma imprevista, esa asombrosa plenitud? ¿De dónde vino el pan? ¿De dónde nos llegó el poema? No lo sabremos nunca con certeza, pero nos comemos el pan que surgió de la blancura. Siempre nos sorprenden, pan y poema. No terminamos de saber a ciencia cierta de dónde toma el pan su sabor sacro. Así también con el poema.
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Pablo Neruda sintió que su amorosa “mamadre” se fue transformando en pan hasta adquirir la más sutil de las santidades: “la del agua y la harina” y bellísimamente le dijo:
“la vida te hizo pan/ y allí te consumimos”.
Es el pan como metáfora de los afectos, como alimento comparable sólo con la protección materna.
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Es también el pan que acompaña para siempre al vino en el magnífico poema de Hölderlin: el pan como fruto de la tierra y bendito por la luz.
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La metáfora culinaria es eterna, porque ella une la maravillas de dos creaciones que preservan su misterio: la del alimento y la del poema.
El pan parece, como el poema, un regalo de la inspiración y no un producto de la mano hacendosa que amasa enamorada o de la que escribe en vilo letras pasionales. Sabemos que en ellas el oficio está presente, pero también hay algo que no sabemos y que tal vez nunca sabremos.
¿De dónde viene el pan? ¿De dónde ese asombroso poema de cada día?
Saber hacer un pan sabroso, como saber escribir un buen poema, es alcanzar –por momentos- uno de los espacios más elevados de la cultura humana: el de la gracia del saber y sabor indisolubles.
¡Danos, y dale a todos, Señor, el pan de mañana!
2 comentarios:
En esta época de vanas ilusiones patrias y desatinos, los panes y los poemas son bienvenidos. Por estos momentos, me quedo con la acemita tocuyana y los poemas de El reino, de Palomares. Salud!
Gracias, Néstor, por tu comentario, por recordar la acemita tocuyana, tan entrañable para mí y aquel remoto reino de Palomares, con su "mesa parecida al jardín". Saludos.
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