Cuatro vueltas al parque y unas nubes. Sobre
ellas, el primer crepúsculo del día y una rama que vino de la infancia, libre y
animada.
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Estos libros sobre la mesa son también un
parque. De la Casa común de Luis Feria sale esta voz:
Pero Gil, natural de España,
de pocas luces y de escasa monta,
barbiverde y plebeyo, ya muy harto
de tanto trasegar de la olla al ombligo
en sopicaldos y patatas viudas,
raspas de pesca y piltrafas mondas,
declara que su vida fue nonada,
que no logró ajuntar
ni fortuna ni honor, que fue entre pobres
no más que un condimento, un regustillo apenas
que no llena la andorga ni la sangre.
Y pues se ve secón, presto a morir,
lacia la cresta y con el rabo yerto,
dispone que lo envíen
a Juan Ramón Jiménez, un su amigo,
y en su presencia,
y en uno de los libros que éste amó,
se le entierre sin pompa,
hoja entre hojas, poca cosa, nada
(Luis Feria)
(Luis Feria)
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Voy ahora al parque de Jiménez y compruebo la
bella certeza de la voz de Feria:
“Entonces,
acordándome de mí mismo, pensé que Platero tendría el mejor premio en su
esfuerzo, como yo en mis versos. Y cogiendo un poco de perejil del cajón de la
puerta de la casera, hice una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugaz y
máximo, como a un lacedemonio”.
(A Luis Feria lo leo con gusto desde el día en
que mi amigo Juan Carlos Méndez Guédez me trajo de Tenerife uno de sus libros)
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