Andinas, angostureñas, bobas, orientales,
tocuyanas, carabinas, caraqueñas, multisápidas y pare usted de contar, todavía las hallacas
son la patria. Forman parte de una memoria viva y compartida, resistente a todas
las decadencias. No hay navidad sin ellas. Si estamos lejos del país y no
tenemos cómo hacerlas, ahí están, copando la nostalgia. Ésta, hoy en día,
también ataca adentro. Hace un rato, cuando dábamos la segunda vuelta al
parque, nos dijo Valentín que el fin de semana pasado tuvo un antojo de
hallacas y logró conseguirlas a buen precio. Ayer nos refirió otro amigo, que
en su casa este año no van a hacerlas, porque todos tienen “chikungunya”, y que,
por eso, donde le ofrecen una, de inmediato la acepta y trata de disfrutarla al
máximo. A pesar de la espantosa crisis que, por una u otra razón, ha puesto
altísimos todos los pesebres, Venezuela defiende con dignidad su plato más
preciado.
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Este año se nos fue un maestro. Nos dejó una
patria en sus libros. Por eso, y porque se enlaza al tema, hoy recupero esta
pequeña estampa que una vez hice acerca de una de sus muchas y sabias lecciones:
Hallacas en Viena
Corrían los años cincuenta. Un joven intelectual
venezolano se encontraba en Europa estudiando filosofía. Primero en París.
Después en Viena. Su inmensa capacidad para los idiomas le había abierto con
prontitud las puertas a numerosas experiencias y culturas. Iniciado ya en
diversos conocimientos, forjaba con rigor su temprano espíritu de sabio.
Hizo viajes y se aproximó a algunos lugares del
continente vecino. Un día se quedó solo y sin dinero en Estambul y su olfato de
llanero lo salvó: se fue al campo donde encontró la ayuda que le estaba
destinada. Siguió su camino y se topó con el Mediterráneo, esa otra llanura,
temblorosa y penetrable. Sintió el abismo ante sí y recordó la poesía de la
belleza y lo terrible. Creyó haber añorado por un instante, y vagamente, el firme
suelo de Nutrias. Como un personaje de Flaubert, nuestro joven filósofo conoció
“la melancolía de los barcos, los fríos despertares bajo las carpas, el
aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías
interrumpidas. Frecuentó el mundo y tuvo otros amores”.
Volvió a Viena para visitar nuevas razones y
doctrinas y las encontró vacías, sin aliento. Pensó en el amor como la vía
serena y fecunda de la clarividencia y escribió: “Que las muchas pedagogías, metodologías, psicologías, disquisiciones
esquemáticas, estadísticas, discusiones sobre escuela y sociedad, con toda su
importancia instrumental, no impidan al maestro escuchar el fluir de la gran
savia, ni le hagan olvidar que el rosal extiende sus brazos ciegos hacia el sol
por amor a la ignorada rosa”. Se fue haciendo habitante del mundo, “muy antiguo y muy moderno, audaz,
cosmopolita”, hasta que un día reparó que tal vez no había dejado de ser
también un hombre de Palmarito o del Parque Ayacucho. En ese momento crucial de
su vida, se dijo en silencio:
-Llevo varios años en Europa y no he tenido
nostalgia ni por mi madre ni por los crepúsculos de Barquisimeto. No me han
hecho falta ni el himno nacional ni la bandera de Miranda.
Por un instante, una helada ráfaga de culpa
venezolana atravesó su cuerpo, pero el estudioso joven volvió a sus libros
griegos, sin ningún remordimiento.
Ese mismo año, por el mes de diciembre, el
invierno vienés llegó con una nieve hermosa que cubrió calles y techos con
blandura. Se acercaba la navidad. El joven filósofo sintió que el tiempo era
propicio para la morosa conversación con los amigos y para el deleite pausado
de la poesía y se fue entregando al ritmo que marcaba la blancura austríaca. Leyó
con lento goce las primeras páginas del Convite de Alighieri y se detuvo en
la metáfora del pan. Pensó en el pan mismo y no en la imagen de sabiduría que
Dante encontraba en esa palabra. Mientras buscaba en Curtius una reflexión
sobre la metáfora culinaria, un remoto recuerdo conmovió su espíritu. Su
memoria convocó olores y sonidos, y poco a poco fue apareciendo un sabor opulento,
irresistible. Sintió que algo de su tierra le estaba haciendo falta, una falta acuciante
y voraz. Se olvidó de la nieve y de Dante, y casi con desesperación, quiso
comerse ese tamal insuperado. Lo imaginó en su mesa, verde que te quiero verde,
reviviendo el color de las hojas que desplegaban sus manos ávidas. Adentro
estaba la imponderable hallaca de su infancia. En ese instante supo que, a su
vez, ella albergaba un tesoro: su madre, los espléndidos crepúsculos de
Barquisimeto, las aguas del Apure, su vieja casa de Palmarito y la bandera de
Miranda.
“Resulta que todo estaba en la hallaca” repitió
para sí el filósofo, que, como ya lo habrán acertado algunos, se llama José
Manuel Briceño Guerrero, autor del Discurso Salvaje y de muchos otros libros
sabios y profundos.
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