Se queja Julian Barnes de sí mismo, porque, si
bien tiene disciplina como cocinero, reconoce que le falta imaginación y
libertad, atributos indispensables para el milenario oficio del fuego hogareño.
Desearía no depender de una lista exacta de ingredientes y, sobre todo, no
estar atado a “un libro de cocina paternalista”, por útil que éste sea. Sabe el
escritor inglés que mucha más gastronomía hay entre el cielo y la tierra que
la incluida en el mejor libro de cocina. Se agradecen los libros, cierto, pero
más se agradece que nos permitan ser libres de ellos. Así, sueña Barnes con ser alguien
que pueda ir de compras y “valsear” con la cesta de mimbre colgada del brazo,
llegar después a casa y ponerse a hacer el plato que se le ocurrió hoy en el
mercado, porque estaban hermosas las berenjenas. Pero no. Siempre vuelve al
único libro y a la receta estricta, y siente nostalgia por la persona que pudo
haber sido él en los fogones.
Aunque no cocina bajo palabra de honor (lo hace de verdad), Julian Barnes se confiesa cocinero tardío y dependiente, y no sólo no lo disimula, sino que se defiende en su casa, diciendo: “Señores, esto no es un restaurante”. A veces hace algo más: sirve un menú en el que el plato principal no es suyo, sino comprado en la “delicatessen italiana” más cercana. Tiempo después, arrepentido de su "mentira", termina revelándolo.
Aunque no cocina bajo palabra de honor (lo hace de verdad), Julian Barnes se confiesa cocinero tardío y dependiente, y no sólo no lo disimula, sino que se defiende en su casa, diciendo: “Señores, esto no es un restaurante”. A veces hace algo más: sirve un menú en el que el plato principal no es suyo, sino comprado en la “delicatessen italiana” más cercana. Tiempo después, arrepentido de su "mentira", termina revelándolo.
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En su magnífico libro El perfeccionista en la cocina,
Barnes recuerda a aquellos “escritores culinarios que tienen el descaro de
presentar un recetario, como si todas las recetas hubiesen sido inventadas
desde cero, en los meses inmediatos que preceden a su publicación”.
Por fortuna, hay casos contrarios y Barnes refiere
uno que me parece ejemplar:
“Jane Grigson en Vegetable book, no sólo
cita, sino que elogia las fuentes originales y las recetas ajenas”.
Creo que los autores de recetarios deberían
aprender de Jane Grigson, y los cultores de la cocina secundaria (la que “deconstruye”
lo elaborado por otros) difundir sus “hallazgos” con menos arrogancia. Siempre
será recomendable –en todo- esa bella expresión de humildad que usaba la cantaora
Tía Anica, la Piriñaca, cuando su voz ya estaba puesta:
Este cantecito que voy a cantá, lo sé por
Parrilla de Jeré, lo sé por é.
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