Diego Rivera. Tianguis de Tlatelolco. Mural Palacio del Gobierno Nacional
El primero para mí fue el Bella Vista. Una voz cantaba
la Marsellesa todas las mañanas. Hoy llega desde el álbum, lejísimo y antigu0.
Es Abelardo que viene del mercado. Huele a cilantro y arrulla la casa de los
sobrinos. Su voz se esparce caudalosa por los cuartos. “Sabía comprar en el
mercado”, dijo Pla de un personaje de Palafrugell, el país del pescado frito.
Yo podría decirlo de mi tío.
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La cocinera empieza a preparar la comida en el
mercado. Lo recorre, va mirando y diseña el menú del almuerzo. Hoy encontró
pescados azules, jícama y batatas en perfecto estado.
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Ella es poeta y hace su camino matinal. Entra al
viejo mercado de la ciudad portuaria. Como si ejecutase un acto mágico para la
buena suerte, dobla a su derecha, y al tercer hombre que encuentra, en frente
del tercer puesto de piedra, le compra. Observa que los pescados están muy
frescos y brillantes. El hombre elogia su olor, diciendo, simplemente: huelen a
mar. Ella sale del aire salado y sube por una escalera en cuyo alto se
encuentra una mujer de edad mediana, que lleva en el cuello un medallón con la
foto de un hijo perdido. A esa mujer de finísimas arrugas, le compra un manojo
de orégano, unos ramitos de perejil y otro más de hierbabuena. Después consigue
higos y llena su cesta de hortalizas y limones. Radiante y perfumada baja la
escalera y sale del mercado. Se dirige al centro del pueblo hasta encontrar la
iglesia. Entra y se arrodilla para elevar un canto de amor a las cosas
visibles, ante el Dios que la protege en la penumbra.
Ella se llama
Sophia de Mello Breyner, portuguesa que nació en Oporto el año 19 del
pasado siglo y que murió en Lisboa a los 84.
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En los mercados se renace. Una mañana en ellos
puede congraciarte con la vida. Basta un olor para el prodigio. Respiro el aire
del Mercado del Progreso, en Caballito y lo visito de nuevo en una página de
Arlt, en El juguete rabioso.
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La profesora inicia sus cursos de cocina en el
mercado. Por más que vaya con sus alumnos a algún huerto, el mercado es su aula
predilecta en los comienzos. El profesor de historia ha dicho: “Bernal Díaz del
Castillo conoció y comprendió a México en un tianguis. Fue deslumbrado por sus
puestos de frijoles, de chía y de legumbres”.
La profesora de cocina habla del mercado de
Carúpano, y el de historia se refiere a uno merideño. Unieron hoy sus
auditorios para referirse al color y los aromas. Se apoyan en sus recuerdos y
en un precioso libro de Pedro Cunill Grau sobre geo-historia de la sensibilidad
venezolana.
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El barroco americano nació en un tianguis y el neobarroco
en uno anterior a ese. Hay también –como se sabe- una “retombée” de los
mercados.
El mercado es el de siempre. Decía Carpentier
que el de Juchitán de Zaragoza, en Oaxaca, es el mismo de Tlatelolco: el que
vio Bernal Díaz del Castillo en la magna ciudad de los aztecas.
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Cavafys recomendó que en nuestro camino hacia
Itaca, nos demoráramos en los mercados fenicios y nos hiciéramos de bellas
mercancías, tantas como pudiéramos.
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Ramón Cabau, gourmet y dueño de un reconocido
restaurante de Barcelona, se despidió de esta vida en el lugar de su rutina predilecta:
el impecable mercado de la Boquería.
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El mercado es hablador. Nada se lo guarda. “Todo
lo dice”, dice Alain Ducasse. También hay mercados silenciosos. Son raros, pero
los hay.
En un breve texto, Rafael Barret hace la
descripción conmovedora de un mercado. Esta mañana la leí de nuevo y sentí que
estaba contemplando un cuadro. O más bien, viendo una película. Cada línea es
un tanteo de vida campesina que nos mira o una imagen que remonta el infinito.
Son las mujeres del Paraguay, y son sus ojos, esos señores de la llanura.
Comparto esta delicia:
“Bajo un
sol que a la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres,
envueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros
blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos o acurrucuados,
están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros
ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr
acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, ´chipá´
tierno que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y
sandías frescas como una fuente a la sombra. Apenas se habla. Nadie ofrece,
regatea ni discute. Una dignidad melancólica en las figuras y en los
movimientos. Las niñas tienen miradas serias y el reflejo de un pasado sobre su
frente vacía. Más tarde abandonarán al emponchado su cintura cimbreante de
hembras descalzas, sus senos obscuros y su boca parda, con el mismo gesto
silencioso…”
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Sorpresivos como laberintos, algunos mercados
albergan en su interior otros mercados. Moreno Villa entró un día al mercado de
la Merced y cuando creía salir por el mismo sitio de su entrada, se encontró
dentro de una extraña iglesita barroca llamada del Cristo de Manzanares.
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Un costumbrista de Venezuela describió el
universo en un mercado de Caracas, poco después de su demolición. Otro dijo que
Dios, al amanecer, no está en todas partes. Está sólo en el mercado.
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“Mi reino por un mercado”. La frase se la
atribuyen a un dramaturgo isabelino. No en balde, su pueblo, Stratford-upon-Avon,
en la Edad Media fue famoso por los mercados.
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