sábado, diciembre 27, 2014

Mi reino por un mercado



Diego Rivera. Tianguis de Tlatelolco. Mural Palacio del Gobierno Nacional 



El primero para mí fue el Bella Vista. Una voz cantaba la Marsellesa todas las mañanas. Hoy llega desde el álbum, lejísimo y antigu0. Es Abelardo que viene del mercado. Huele a cilantro y arrulla la casa de los sobrinos. Su voz se esparce caudalosa por los cuartos. “Sabía comprar en el mercado”, dijo Pla de un personaje de Palafrugell, el país del pescado frito. Yo podría decirlo de mi tío.
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La cocinera empieza a preparar la comida en el mercado. Lo recorre, va mirando y diseña el menú del almuerzo. Hoy encontró pescados azules, jícama y batatas en perfecto estado.
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Ella es poeta y hace su camino matinal. Entra al viejo mercado de la ciudad portuaria. Como si ejecutase un acto mágico para la buena suerte, dobla a su derecha, y al tercer hombre que encuentra, en frente del tercer puesto de piedra, le compra. Observa que los pescados están muy frescos y brillantes. El hombre elogia su olor, diciendo, simplemente: huelen a mar. Ella sale del aire salado y sube por una escalera en cuyo alto se encuentra una mujer de edad mediana, que lleva en el cuello un medallón con la foto de un hijo perdido. A esa mujer de finísimas arrugas, le compra un manojo de orégano, unos ramitos de perejil y otro más de hierbabuena. Después consigue higos y llena su cesta de hortalizas y limones. Radiante y perfumada baja la escalera y sale del mercado. Se dirige al centro del pueblo hasta encontrar la iglesia. Entra y se arrodilla para elevar un canto de amor a las cosas visibles, ante el Dios que la protege en la penumbra.

Ella se llama  Sophia de Mello Breyner, portuguesa que nació en Oporto el año 19 del pasado siglo y que murió en Lisboa a los 84.
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En los mercados se renace. Una mañana en ellos puede congraciarte con la vida. Basta un olor para el prodigio. Respiro el aire del Mercado del Progreso, en Caballito y lo visito de nuevo en una página de Arlt, en El juguete rabioso.
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La profesora inicia sus cursos de cocina en el mercado. Por más que vaya con sus alumnos a algún huerto, el mercado es su aula predilecta en los comienzos. El profesor de historia ha dicho: “Bernal Díaz del Castillo conoció y comprendió a México en un tianguis. Fue deslumbrado por sus puestos de frijoles, de chía y de legumbres”.  

La profesora de cocina habla del mercado de Carúpano, y el de historia se refiere a uno merideño. Unieron hoy sus auditorios para referirse al color y los aromas. Se apoyan en sus recuerdos y en un precioso libro de Pedro Cunill Grau sobre geo-historia de la sensibilidad venezolana.  
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El barroco americano nació en un tianguis y el neobarroco en uno anterior a ese. Hay también –como se sabe- una “retombée” de los mercados.

El mercado es el de siempre. Decía Carpentier que el de Juchitán de Zaragoza, en Oaxaca, es el mismo de Tlatelolco: el que vio Bernal Díaz del Castillo en la magna ciudad de los aztecas.
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Cavafys recomendó que en nuestro camino hacia Itaca, nos demoráramos en los mercados fenicios y nos hiciéramos de bellas mercancías, tantas como pudiéramos. 
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Ramón Cabau, gourmet y dueño de un reconocido restaurante de Barcelona, se despidió de esta vida en el lugar de su rutina predilecta: el impecable mercado de la Boquería.
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El mercado es hablador. Nada se lo guarda. “Todo lo dice”, dice Alain Ducasse. También hay mercados silenciosos. Son raros, pero los hay.

En un breve texto, Rafael Barret hace la descripción conmovedora de un mercado. Esta mañana la leí de nuevo y sentí que estaba contemplando un cuadro. O más bien, viendo una película. Cada línea es un tanteo de vida campesina que nos mira o una imagen que remonta el infinito. Son las mujeres del Paraguay, y son sus ojos, esos señores de la llanura. Comparto esta delicia:

Bajo un sol que a la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres, envueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos o acurrucuados, están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, ´chipá´ tierno que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías frescas como una fuente a la sombra. Apenas se habla. Nadie ofrece, regatea ni discute. Una dignidad melancólica en las figuras y en los movimientos. Las niñas tienen miradas serias y el reflejo de un pasado sobre su frente vacía. Más tarde abandonarán al emponchado su cintura cimbreante de hembras descalzas, sus senos obscuros y su boca parda, con el mismo gesto silencioso…”
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Sorpresivos como laberintos, algunos mercados albergan en su interior otros mercados. Moreno Villa entró un día al mercado de la Merced y cuando creía salir por el mismo sitio de su entrada, se encontró dentro de una extraña iglesita barroca llamada del Cristo de Manzanares.
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Un costumbrista de Venezuela describió el universo en un mercado de Caracas, poco después de su demolición. Otro dijo que Dios, al amanecer, no está en todas partes. Está sólo en el mercado. 
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“Mi reino por un mercado”. La frase se la atribuyen a un dramaturgo isabelino. No en balde, su pueblo, Stratford-upon-Avon, en la Edad Media fue famoso por los mercados.

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