Hace poco un lector amigo
se quejaba de cierto diarista que relata con impudicia todo lo que hace, pero
no dice nada de lo que come. Quienes tenemos afición por la gastronomía literaria,
no sólo comprendemos su lamento. También lo compartimos. Imagínese lo que uno
ha sufrido con el diario borgeano de Bioy, monumental volumen en el que todas
las entradas comienzan con la frase “Come en casa Borges”, pero en ninguna se refiere
para nada a lo que comen. Recuerdo un almuerzo con larga sobremesa en Pobre
negro, en el que lo único que Gallegos nos revela del menú es que había
pan, y eso porque Luisana hizo unas bolitas con las migas, para jugar con su
tío Cecilio, aburridos como estaban de la charla en el convite. Por eso,
siempre me ha parecido genial y certera aquella notable y adorada escritora
inglesa. Un día la invitaron a dar una conferencia sobre las mujeres y la
novela y ella decidió hablar de habitaciones y dinero, y también de los
almuerzos, y es por esto último que hoy la visito de nuevo y, sin más, copio
sus palabras:
“Hecho curioso, los novelistas suelen hacernos creer que los almuerzos
son memorables, invariablemente, por algo muy agudo que alguien ha dicho o algo
muy sensato que se ha hecho. Raramente se molestan en decir palabra de lo que
se ha comido. Forma parte de la convención novelística no mencionar la sopa, el
salmón ni los patos, como si la sopa, el salmón y los patos no tuvieron la
menor importancia, como si nadie fumara nunca un cigarro o bebiera un vaso de
vino. Voy a tomarme, sin embargo, la libertad de desafiar esta convención y de
deciros que aquel día el almuerzo empezó con lenguados, servidos en fuente
honda y sobre los que el cocinero del colegio había extendidouna colcha de
crema blanquísima, pero marcada aquí y allá, como los flancos de una gama, en
manchas pardas. Luego vinieron las perdices, pero si esto os hace pensar en un
par de pájaros pelados y marrones en un plato, os equivocáis. Las perdices,
numerosas y variadas, llegaron con todo su séquito de salsas y ensaladas, la
picante y la dulce; sus patatas, delgadas como monedas, pero no tan duras; sus
coles de Bruselas, con tantas hojas como los capullos de rosa, pero mas
suculentas. Y en cuanto hubimos terminado el asado y sus contornos, el hombre
silencioso que nos servía, quizás el mismo bedel en una manifestación más
moderada, colocó ante nosotros, rodeada de una guirnalda de servilletas, una
composición que se elevaba, azúcar toda, de las olas. Llamarla pudín y
relacionarla así con el arroz y la tapioca, sería un insulto. Entretanto, los
vasos de vino habían tomado una coloración amarilla, luego un rubor carmesí;
habían sido vaciados; habían sido llenados. Y así, gradualmente, se encendió, a
media espina dorsal, que es la sede del alma … este resplandor profundo, sutil
y subterráneo (…) Todos iremos al paraíso y Van Dyck se halla con nosotros: en
otras palabras, qué agradable le parecía a uno la vida, qué dulces sus
recompensas, qué trivial este rencor o aquella queja, qué admirable la amistad
y la compañía de la gente de su propia especie, mientras encendía un cigarrillo
y se hundía en los cojines de un sillón junto a la ventana”
(Virginia Woolf. Una
habitación propia)
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Y ahora recuerdo que el
lenguado a la crema se come también en Mrs. Dalloway.
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