lunes, junio 13, 2011

Come en casa Borges

Borges
Tiene mil seiscientas sesenta y tres páginas. Cuando lo vi por vez primera, pensé en un facistol. Lo compré en Buenos Aires, pero no me lo traje por falta de espacio en la maleta. Allá estuvo en la casa de mi hijo Martín varios meses, esperando el momento en que alguien viniera a Venezuela ligero de equipaje y pudiera cargar con el tocho.  Eso ocurrió hará unos tres años. Desde entonces ha estado entre mi oficina y mi mesa de noche, permitiéndome la práctica de la lectura oracular.  Hace poco me propuse dejar los saltos y lo afronté desde el inicio.  Fue una experiencia fascinante. Seguir entrada por entrada los cuarenta años que, con algunos baches, abarcan las anotaciones de Adolfo Bioy Casares sobre sus conversaciones con Borges, es asistir a la intimidad de dos amigos y a la descarnada puesta en escena de sus juicios privados. Y algo más: es presenciar debates intelectuales sobre Argentina y conocer el trasfondo de ciertas leyendas contemporáneas. Es también apreciar grandezas y miserias, maledicencias y genialidades, caprichos y reflexiones, alegrías,  malos y buenos humores. El libro se llama Borges y su edición estuvo al cuidado de Daniel Martino, secretario de Bioy Casares, acucioso y amable anotador.
Borges es un testimonio imprescindible para el estudio de la literatura argentina del siglo XX. Horacio González en su Historia de la Biblioteca Nacional demostró, además, que los diarios de Bioy Casares constituyen una valiosa fuente para precisar los años borgeanos de esa importante institución de la cultura. El bibliotecario de Babel y su inmediato colaborador, José Edmundo Clemente, son allí los personajes de una crónica en la que no faltaron las amenazas del poder y de la ominosa “modernización”.  Borges se oponía a la mudanza para el norte porque prefería el sur.  Clemente, sin violencia, asentía al cambio. Borges ejercía la incorrección política y Clemente intentaba amainar los efectos de la misma.  Varias anécdotas dan cuenta de esas tensiones en el voluminoso libro de Bioy Casares. Horacio González las aprovecha para ilustrar buena parte del debate que generó el demoradísimo traslado de la Biblioteca de la calle México al lugar donde se encuentra actualmente.  
En las conversaciones interminables de Borges y Bioy solían participar algunos amigos y amigas. A veces alguno de ellos servía de sparring a Borges. Es el caso de Wilcock, permanentemente refutado e interrumpido por el autor de Ficciones. Notable es el intercambio de burlas acerca de algunos escritores que no formaban parte de la exclusiva tertulia. Eduardo Mallea y Ricardo Molinari eran los predilectos para ese cruel ejercicio de invectivas literarias. Borges, en especial, no dejaba títere con gorra en esa sobremesa de denuestos. Vistos por encima del hombro, algunos “figurones” de la literatura argentina eran fusilados cena tras cena con una poderosa carga de acrimonias borgeanas. Pero, ojo, lo más suculento del libro de Bioy, está en las maravillosas observaciones de Borges acerca de los buenos poetas. Son numerosas sus agudas precisiones sobre un verso o una palabra que malsuena en una frase feliz. Para Borges sólo los buenos versos pueden ser mejorados.  Abundan las enseñanzas de lectura inteligente y crítica a lo largo de este gran volumen. Asimismo son frecuentes los achaques de sorna que provocaban en los dos amigos las “metidas de pata” de Susana Bombal y, sobre todo, las frases “memorables” de la señora Bibiloni de Bullrich. Recuerdo una: “Inútil que me hables, Georgie. Tengo la cabeza puesta en sombreros”.
Casi todas las entradas del diario de Bioy Casares comienzan con esta frase: “Come en casa Borges”.  En ellas el autor refiere lo que se habla, pero no lo que se come. Presumo fiambres, arroz, ñoquis, quesos, agua y vino. Nadie es perfecto.  
Todo lo anterior se debe a que mañana, 14 de junio, se estarán cumpliendo 25 años de la muerte del más grande escritor latinoamericano de todos los tiempos. Ahora descansa en una tumba de Plainpalais, en Ginebra, una de sus patrias.

lunes, junio 06, 2011

Las codornices de un caballero andante

 Hugo Hiriart


Amanece. Ya la luz ha penetrado la casa y el caballero andante está dando voces de alegría.  Así, el alma dormida de un anciano ha vuelto a recordar. Sentado ahora sobre pieles de zorro, el viejo ve al sonriente hermano de Amadís de Gaula y se percata de otra presencia: “una mujer de pie en el vano de la puerta”. El príncipe le informa que ella ha venido a cocinarles, a guisar para ellos “deliciosos pájaros”.  Allí están el fuego y las ollas esperándola.

La escena corresponde al capítulo 32 de la primera novela de Hugo Hiriart, una maravilla que se adelantó al despliegue de parodias y retornos a lo clásico que cundió en las postrimerías del pasado siglo. Galaor, que así se llama esa pequeña obra maestra, fue publicada en junio de 1972, exactamente hace 39 años. Su autor es uno de los más inteligentes escritores mexicanos contemporáneos. Recuerdo la insistencia con que Octavio Paz le pedía en 1982 a Pere Gimferrer que escribiera una reseña para Vuelta sobre una novela de Hiriart (pienso que se trataba de Cuadernos de Gofa) que al Premio Nobel le parecía estupenda. Le decía: “No es ni novela realista ni novela experimental, sino literatura pura, aunque no simple…/ (Hiriart) es  un joven escritor de aquí que tiene, a mi modo ver, verdadero talento”.  Creo que Gimferrer no llegó a hacer la nota solicitada por su amigo y maestro. En las cartas de Paz publicadas por el catalán no apareció más el asunto. Sin embargo, acerca de Hiriart no faltaría después quien escribiera, pero no en la proporción que demanda su obra singular y brillante, que incluye ensayos originales e ingeniosos, así como obras teatrales llenas de gracia y picardía.  

Ayer soñé que Hugo Hiriart entraba a mi biblioteca disertando sobre las telarañas y dejando entrever lúcidas reflexiones acerca de los sueños, mientras silbaba su arte poética. Buscó con urgencia un estante para colocar los libros que casi se le caían de las manos. Le indiqué el lugar exacto. Los ordenó y abrió de inmediato uno de ellos. Era una novela de caballería. Leyó para mí estas líneas: “…celebra, Dama de las Palabras, en buenas imágenes, las lealtades, los amores y trabajos de quienes supieron batallar y ser gentiles”. Lo escuché con deleite y  me dije que este espacio de hoy lo dedicaría a Galaor. En otra ocasión me ocuparé de su deslumbrante libro sobre los sueños, a ver si encuentro allí la explicación de este suceso. Y ahora volvamos a la escena del amanecer.

Mientras Ana cocina, el viejo Mamurra le está hablando a Galaor. Le habla de sueños, precisamente, como adelantándose a mi propósito. Refiérele la tesis griega de los sueños colectivos, de ese mundo que todos comparten cuando duermen y que rigen leyes tan extravagantes como las de nuestra vigilia. Soñamos masivamente por nostalgia, por quedarnos solos y no poder acompañar a la amada en sus pesadillas o compartir con ella la alegría de las fábulas oníricas. Trato de reproducir, invita Minerva, el esplendor de sus palabras, pero sé que así no podré hacerlo. Por fortuna, el aroma suntuoso de la carne asada está llamando. Es “el más preciado de los perfumes”, dice Galaor. Volátiles recién cazados, como debe ser, son ahora un olor esparcido por todo el pabellón de los halcones.

Las codornices pueblan los momentos del mejor condumio en Galaor. Una nieta de Ortega y Gasset recomienda  flamearlas con alcohol para quitarles la pelusa, vaciarlas y salarlas. “Según sean de gruesas se calculan una o dos por persona”, afirma Inés Ortega en su libro sobre aves.

Galaor sale en este instante a “la luz incorrupta de la mañana”. Sonríe y mastica un ala de codorniz.

lunes, mayo 30, 2011

Lección de cocina


Rosario Castellanos

Había leído y estudiado libros. Probablemente, también había intentado escribirlos. Era una joven profesional recién casada que se enfrentaba ahora a la límpida soledad de la cocina. El miedo a manchar esa blancura atravesó con frío metafísico su cuerpo. Se sintió inerme, vacía y sin discurso. No sabía qué hacer en ese lugar de su nueva vida. La escena es vieja. Ocurrió y sigue ocurriendo. Recuerdo un estupendo relato de Rosario Castellanos titulado Lección de cocina. En él la gran escritora mexicana narra sabiamente ese trance. Creo que se trata de una historia de desencuentros. Desde luego, también de imposiciones, lastimosamente perdurables.

Convertir un símbolo amable de la cultura en un espacio para ilustrar discriminaciones, es, desde luego, una perversión que no debió nunca producirse. Sor Juana Inés de la Cruz, quien jamás tuvo a menos la cocina, lo dijo con redondez (no en redondillas): “Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más hubiera escrito”. Ahí está todo. En esta época de liberaciones, nos ha tocado también liberar, no a las cocineras, sino a las cocinas mismas. Hacer oficio en ellas es hacer algo más que una tarea doméstica. Lo podemos decir con una aparente tautología: es, en verdad, oficiar, porque alrededor de los fogones se renueva diariamente la vida. Si la cocina ha sido metáfora de algo, lo ha sido de la comunión, no de la esclavitud. La cocina es albergue, no prisión. Es un espacio para crear y componer. Su velada gramática está hecha de fibras para el goce, no de cilicios. El disfrute del cocinero no es menor que el del comensal, por más goloso que éste sea. Por eso es extraño que algunos “chefs” o pretendidos tales, cocinen a regañadientes en sus casas o deleguen siempre en otros lo que en realidad es intransferible: el regodeo de preparar la comida propia y de los suyos. Hace poco recordaba acá un hermoso testimonio de Santi Santamaria para celebrar ese don supremo del cocinero: el ocio compartido. Porque se trata de eso. Cocinar en casa es ocio creador, no negocio productivo, aunque esto último eventualmente también pueda hacerse, pero eso es harina de otro costal... 

Podríamos decirle a la recién casada del cuento de Rosario Castellanos, que no se aflija, que la cocina también es placer. Que algunas se lo hayan perdido, es otra cosa. Claro, debe ir aprendiendo poco a poco, con la parsimonia que requiere el arte. Tal vez no sea su vocación (porque también esto requiere vocación), pero puede llegar a comprenderla y a sospechar su grandeza, por encima de prejuicios y mitos mal curados. Eso ya es bastante. Vaya a la biblioteca, por lo pronto y busque algún libro en el que la cocina esté presente. Baje a Proust, por nombrarle uno que seguramente tiene en sus estantes. Lea cualquier página, no importa que no sea la de los platos de Francisca, con su deliciosa crema de chocolate. Como todo libro es mágico, allí encontrará una señal luminosa. Ya provista de algún encantamiento, salga de la casa y vaya al mercado. Contemple los puestos de verdura. Respire los aromas. Oiga los pregones. No hay apuro. Puede emporrarse todo lo que quiera. Ya atisbará con precisión alguna maravilla. Ha logrado lo importante: buscar por sí misma. Así se empieza.

lunes, mayo 23, 2011

Geógrafos y cocineros


No sé si a ellos les calce el pedante término de gastronómadas, acuñado por Curnonsky. Lo cierto es que también van por el mundo husmeando en los fogones. Ante lo desconocido, los guía el olfato y la intuición. Ayer descubrieron una extraña nuez y hoy se maravillan con una bebida deliciosa. Aciertan casi siempre y cuando retornan a sus casas traen consigo la alegría de los sabores nuevos. En una época reñida con el asombro, ellos conforman una especie en extinción. No hablo, por supuesto, de turistas ni de buscadores de sitios de moda. Hablo de curiosos y de aficionados de verdad. Sin ser etnólogos, son ellos quienes pueden enriquecer los estudios gastronómicos. Estos exigen vocación y afecto, más que técnicas o trucos. Los gastronómadas que digo, comen y viajan con deleite. Su memoria sensorial registra lo que vale la pena y si son cocineros (casi siempre lo son), ensayan prudentes recreaciones. Con parsimonia dan forma a una experiencia. Así, el viaje no va a languidecer en unas fotos. Va a cobrar vida en una mesa. La imagen de esos viajeros se me impone como la más apropiada para acometer la geografía gastronómica de Venezuela, porque hay algo más que no he dicho: para ellos primero está la tierra y su gente. Ir sin prisa por las cocinas, supone ir por los ríos, los puertos, las calles, los mercados y las casas. No los legitima un título o una autoridad. Los legitima la conversación y el relato, la observación atenta y el don supremo de escuchar al otro.

Pienso estas cosas en voz alta para acompañar el diseño de un diplomado del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY sobre cocina tradicional venezolana. En él Cuchi ha incluido geografía, lo que me parece un indudable acierto y un llamado de atención. Creo que debemos revisitar nuestras regiones, orientados por su historia y sus paisajes, no por sus límites político-territoriales. Admiro el trabajo pionero que Ramón David León hizo a comienzos de los cincuenta, pero estimo que ya es hora de que avancemos más en relación con ese tema, tan grato y necesario. Empecemos por la geografía a secas, muy olvidada en los ámbitos académicos del país. A ella podemos acercarnos por los caminos más amables. Uno es el literario, ya trazado por Cruz del Sur Morales de la mano de Rómulo Gallegos y sus novelas llaneras. Hace poco recordaba a Ramón Díaz Sánchez,  por Cumboto, y se me antojaba que allí podría estar el inicio de una ruta hacia las comarcas del cacao, que bien  podríamos empalmar con puertos más cercanos a Guillermo Meneses o a Juan Pablo Sojo y hacer así un recorrido por la costa, hasta llegar a Güiria en los cuentos precisos de Gustavo Díaz Solís, sin omitir el paso por los espacios míticos de Armas Alfonzo y las salinas fabulosas de Carrera…

En todos los ejemplos anteriores, evocados  sin orden ni concierto,  hay cocina y de la buena. Sin ningún desdoro por las contribuciones de la llamada Geografía Humana, creo que los aportes de nuestra literatura pueden ser un excelente faro para esa morosa navegación gastronómica. Ver, leer y visitar el país como si lo viéramos, leyéramos y visitáramos por vez primera, es una aventura que no podemos seguir negándonos, máxime ahora cuando nos agobia la vacuidad de lo virtual y vemos, con más congoja que burla, cómo algunos pretenden diplomar  “gastrónomos” sin conocer el mapa de Venezuela.   

lunes, mayo 16, 2011

Domingo Aponte Barrios, in memoriam

Domingo Aponte Barrios, cronista de San Felipe

Apenas cuatro meses le faltaron a Domingo Aponte Barrios para vivir noventa años de dignidad.  Su amigo Israel Jiménez Emán, quien tuvo la fortuna de  conversar largamente con él hace poco, me refirió la alegría que le produjo al maestro pasear por  la parte alta de Jobito y encontrar el sitio donde estuvo la casa de Leonor Bernabó, de la que sólo quedan los vestigios de unas baldosas que alguna vez fueron coloridas. Este detalle, precisamente, fue lo que le permitió al cronista afirmar la veracidad del lugar señalado. Israel apreció en su rostro la emoción inquebrantable del conocedor, que si tenía algunos achaques, los tenía por la historia de su ciudad natal, preterida por muchos y manipulada recientemente por algunos. Esa grata visita, que seguramente fue una de las últimas que Domingo Aponte Barrios hizo al parque y sus aledaños, gravitará en mí como imagen indeleble de dos cronistas y un mismo paisaje: el maestro, el discípulo y el río. Decirle adiós al Yurubí ese día pudo haber sido una vivencia secreta del primero. No sé, pero cierta es la luz que emana de esa anécdota.

Las virtudes de un cronista se van modelando con el tiempo. Si el cronista es maestro, el rasgo principal de su labor será la capacidad de aportar y difundir. El maestro da y recibe, pero sobre todo da. Y se da, que es lo difícil. No sólo entrega. Se entrega, que es lo valiente. Domingo Aponte Barrios fue de esos cronistas que no abundan, de los que unen a sus conocimientos históricos y a su conexión entrañable con el pueblo, una vocación educativa insobornable. Ejerció cargos públicos de importancia local y regional, sin sectarismo y con decoro. Bien sabemos que la política, como máquina devoradora de virtudes, tiene en la amplitud y en la honradez sus primeras víctimas. Significar, entonces, la valía de quien sale cívicamente airoso de esas lides, es un acto indispensable y terapéutico: alivia conocer la viabilidad de la decencia. Además de buen funcionario, estaba dotado de agudeza analítica. Lo recuerdo como primer alcalde electo de San Felipe. Era una reunión  organizada por FUDECO. Allí destacó por maestro y por conocedor de asuntos urbanos que le son esquivos a los técnicos. Yo aprendí de él esa mañana y usé después sus enseñanzas para explicar las nuevas leyes en diversos escenarios académicos.

En la UNEY  lo tuvimos como profesor en el Diplomado de Cronistas. Allí todos pudieron percibir su amor por la ciudad, su respeto por la historia y su ponderación reflexiva. También en la UNEY supimos de su amistad. No se nos puede olvidar un bello artículo suyo acerca del trabajo del Centro de Investigaciones Gastronómicas, dedicado a su directora Cruz del Sur Morales. En él nuestro gran cronista recordaba la cocina de su infancia y celebraba que la universidad se ocupase de saberes ancestrales. Entendimos, asimismo, que Domingo Aponte Barrios en esa página nos extendía su mano amiga, sin miedo ni aspavientos.  

Si nuestras ciudades fuesen de verdad ciudades y no campamentos, el oficio de cronista se tendría como el más eximio de todos, pero estamos lejos de ese elevado estadio humanístico. No sólo ignoramos el trabajo de quienes se dedican a enriquecer la memoria de su pueblo, sino que exaltamos con impudicia la banalidad e incultura de otros hombres públicos. Lo relevante suele ser desplazado por la mediocridad de los poderes efímeros. Por eso, enfatizar el dolor que nos produce la pérdida de un noble y culto sanfelipeño, como Domingo Aponte Barrios, es también interpelar las carencias intelectuales de nuestro entorno. Discúlpeseme el desahogo, pero la ocasión de la pena puede ser igualmente el momento de la autocrítica. ¿Por qué no nos detenemos un instante a oír a nuestros hombres sabios y humildes? ¿Por qué no atendemos a su sentido de la historia, a su brújula afinada en la experiencia? ¿Por qué nos limitamos al mecánico ritual de despedirlos hoy y olvidarlos enseguida? Esta vez esas preguntas no son retóricas, aunque lo parezcan. Son una angustia.

Que la memoria de Domingo Aponte Barrios nos serene.

lunes, mayo 09, 2011

La cocina es un cuento de siete leguas

Ramón Díaz Sánchez, autor de Cumboto
 
Tengo en mis manos un libro que compré y leí en enero de 1965. La fecha está escrita debajo de mi nombre en la primera página. Sé, por eso, que forma parte de un pequeño lote que adquirí en una minúscula librería situada al final de la carrera 19 de Barquisimeto, muy cerca de la Universidad. Gracias a los módicos precios de la colección del Festival del Libro Venezolano, Johnny Hidalgo y yo nos hicimos entonces de varias obras importantes de la literatura nacional, y de alguna proveniente de otros lares, porque no sólo Venezuela editaba de esa manera. Existía una red continental que nos incluía, junto a Colombia, Perú, Ecuador, Cuba, México y Brasil, en una noble y vigorosa actividad de difusión literaria. Las campañas de promoción de la lectura que hoy se realizan (¿o se realizaban?) –y que algunos pretenden pioneras-, tienen antecedentes importantes. El momento que ahora viene a mi memoria, cuando recorro las páginas de este viejo libro de portada verde, es, justamente, uno de los más amplios y ejemplares. Se dio en los años 60 del siglo pasado, durante el apogeo de famosas reyertas y en el inicio de una etapa histórica que debemos estudiar sin tantos ninguneos ni prejuicios. Nunca está de más recordar esos precedentes innegables, máxime ahora cuando hay alcamuneros que se exhiben como originales “democratizadores” de la cultura... Pero no es eso lo que mueve estas líneas. Otro día lo abordaremos de frente. Por lo pronto, vayamos al gratísimo punto que hoy me trae.
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Al releer las primeras páginas del libro, sentí que éste se había transformado. Me resultaba más hermoso y vibrante. Claro, yo me hice viejo y la novela de Ramón Díaz Sánchez se volvió moza de quince. Sé que Cumboto es uno de nuestros clásicos, pero en ese momento no era un canon sino una emoción. Era mi reencuentro al atardecer con la poesía de su primer capítulo. El impecable narrador, y el personaje vestido de blanco, seguido por el primero, me trasladaron a la costa y no pude abandonarlos.  

Entré con ellos a la noche. No fueron dos las sombras que en ella se movían. Eramos tres. Respiramos el aire salobre y no ignoramos la oquedad de los cocales. Traté de reconstruir mi primera lectura. Imposible. Llegaron, sí, imágenes de mi casa, pero sólo vi el enigmático perfil de Don Federico y no al muchacho que entonces estaba descubriéndolo en la página, en esa misma página, que no subrayó ni marcó con señal alguna. Así que no había huellas que me orientasen. Desistí. Me dejé llevar por el ritmo alucinante de la memoria, para llegar a la Casa Blanca con la misma sensación que tuvo el narrador: que se había removido en mí un légamo dormido. A partir de ese instante, no hubo fuerza humana ni divina que detuviera mi lectura.
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Cumboto fue traducida, entre otros idiomas, al italiano. Supe alguna vez que Eugenio Montale la había leído con público entusiasmo. Valdría le pena consultar lo que dijo. Estoy seguro de que no se limitó a la visión esquemática que la crítica venezolana (cierta crítica venezolana) tuvo de este libro espléndido. Dios me perdone, pero pienso que no hemos sido justos con Díaz Sánchez y su Cumboto, un libro que va mucho más allá del conflicto racial, como repitieron ad nauseam sus desganados reseñadores. Es también una novela sobre la infancia. Pero es mucho más que eso. Es una aproximación poética a la naturaleza y a la historia de unos seres que integran con ella un paisaje, en todos los sentidos de esta palabra irradiante. En fin, es un libro vivo que sigue enriqueciéndose (y enriqueciéndonos), como toda obra con vida propia, liberada de amarras temporales.
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(Vuelvo a la lectura. Ya Natividad me ha llevado al laboratorio (cocina, le dicen) de la abuela Anita. Allí me esperan sus relatos y, sobre todo, su calá (calalú), sus sopitas, su quimbombó y sus buñuelos. La abuela Anita cuenta y cocina fantasías. Acaba de probar la espumosa crema de frijoles.
 
Díaz Sánchez, por su parte, y sin saberlo, ha inscrito en ese instante -y con honores- su digno nombre en la historia de la gastronomía del Caribe).

lunes, mayo 02, 2011

La copla errante y gastronómica

Cuatro

Viene de las oquedades, dijo alguien. También podríamos afirmar que a veces cae de las ramas más altas. Centro de la cima, pero también de las honduras, la copla es clara y sombría la vez. Siempre es una voz que se justifica a sí misma, aunque sea algo más que una cadencia. Para pensarla hay que sentirla primero. Es más: con sentirla es suficiente. A veces pica y repica. Otras, estremece. Duele y conduele con oportuna precisión. Es poesía de todos y alimento primordial para la poesía de algunos. Se reza y se canta, pero también se juega. Eutrapelia y eucaristía, la copla es una memoria repleta de festejos y aflicciones. Descifra los códigos secretos del idioma y da lecciones de música, sin andar pregonando saberes especiales. Fuente para comprender culturas y conocer historias, la copla no ocupa un espacio fijo. Es errante, como dijo Gallegos en Cantaclaro. Hoy me servirá para aproximarme a la alimentación en Venezuela. Abro con la metáfora de la hermosísima misa católica y cierro con un consejo de sabiduría y prudencia:

En la mesa puse un vaso
y en el vaso una redoma,
en la redoma una rosa
y en la rosa una paloma

Cuando fueres a los llanos
y no llevares avío,
cantando se quita el hambre,
silbando se quita el frío.

El uvero y el caruto
son los frutos tempraneros
con que sostienen la vida
los infelices llaneros.

Yo juí el que le dio la muerte
al plátano verde asao;
cuando me lo dan lo como,
cuando no aguanto callao.

Cuando voy a la capilla
llego muerto de cansao,
pero como puntapieses
con topochos sancochaos.

Anoche estaba soñando,
contigo, mi dulce amor,
un sueñito muy salado
de gusto y de buen sabor.

El juez me preguntó ayer
que de qué me mantenía
-de comer y de beber-
como se mantiene usía.

Yo me llamo Juan de Orozco
cuando como no conozco.
Cuando acabo de comer
empiezo a reconocer.

Zamurito come carne
que yo quisiera comer,
costilla de vaca gorda
Y entrepierna de mujer.

El ají debe ser verde
y el pimiento colorado,
la berenjena espinosa
y los amores callados.

Amante de las paradojas, a Borges la gustaba una figura de la retórica llamada oxímoron. Por eso, no es temerario afirmar que habría disfrutado de la sexta copla o de su versión gauchesca, que debe haberla. Pero no sólo a Borges y a los gastrónomos les agrada ese salado y dulce sueño. Ya se sabe cómo sabe de bien la armoniosa combinación de los contrastes.

Y, por último, ¿qué me dicen de Juan de Orozco? Con él se identifican quienes todavía en este mundo que marcha a uña de caballo, son capaces de preservar el sacro momento de la comida. Y dispénsenme que no acabe diciendo en verso lo que empecé a conversar.

lunes, abril 25, 2011

Caminos que andan

La chalana Marisela bajando hacia el Arauca por el Manglar, brazo del río Apure

Uno tiene sus ríos particulares, esos con los cuales se ha soñado, aún sin conocerlos. Así, yo tuve como lugares míticos el Támesis, el Orinoco y el Apure. Con los tres soñé sin haberme nunca acercado a ellos. Alguna vez, en mi sueño, los dos últimos se salieron de su cauce. El Orinoco llegó hasta mi cama y la hizo flotante. El Apure se acercó mucho, pero se quedó en la calle. No olvido esos impresionantes sueños fluviales, incluido el londinense, corriendo dulce en unos versos de T. S. Eliot. Hace pocos días completé la aproximación no onírica a esa trilogía personal. Conocí el Apure desde el puente María Nieves, en llegando a San Fernando, y lo vi casi a diario durante mi semana santa apureña, ora en Biruaca o en Arichuna, yendo hacia diversos parajes de su parte baja. Pese a la inmensa pérdida de cauce, el legendario río me impuso su antigua majestad y su gallarda resistencia al tiempo hostil que socava y ensucia sus aguas, sus riberas. Algún día volverá por sus fueros, dice Cuchi, como todo río que se cansa del irrespeto de quienes le roban espacio y lo contaminan sin clemencia. En el palacio de los Barbarito pude ver los bolardos donde amarraban los barcos que atracaban en el muelle de San Fernando y en la Calle del Comercio me detuve a contemplar la casa donde estaba el hotel que hospedó  a Gallegos la semana santa de 1927 y donde Doña Bárbara se alojó durante su última visita a la capital del estado. A pocos metros del novelista y de su personaje más famoso, discurría el prodigioso río, ahora lejano. Lastimosamente, ya no andan tanto los “caminos que andan”, según la elocuente metáfora del barinés Alberto Arvelo Torrealba. Por lo menos, no discurren por donde antes pasaban a diario y no en ocasionales embestidas.
Frente al Apure, en los puestos de pescado, el miércoles santo contemplé la frescura de los bagres rayaos, de los pavones, de los caribes, de las cachamas, de las corvinas, de los curitos y de los coporos. Poco más tarde, en el almuerzo, no tuve cómo valorar la calidad de los primeros sobre los segundos, o viceversa, y opté por emplear un recurso retórico de nuestro guía y amigo Edgar Colmenares del Valle: “el bagre rayao es el primero y el pavón el número uno”. Degusté carnes melosas y agradables que desmienten a quienes atrofian su gusto con remilgos de monifato y despachan a los pescados de río con la mendaz afirmación de que “no saben a nada”. El señor Pavón y don Bagre Rayao declaran el esplendor de una cultura alimentaria que va más allá del tópico del “sabor a tierra”, sin apelar a salsas encubridoras de la geosmina… El día anterior disfrutamos de otra especie llanera muy preciada: el galápago. En una laguna cercana al Paso Arauca habíamos visto un puño de galápagos. Apenas nos detuvimos a fotografiarlo, con simultánea y eficaz precisión, los integrantes del conjunto se lanzaron al agua. La carne suave y sabrosa del galápago la apreciamos en un guiso que Teresa Colmenares nos ofreció de desayuno. En otra ocasión haré el elogio correspondiente a ese plato inolvidable. Ahora vuelvo a los ríos.
Desde que escuché una canción de Eneas Perdomo en la que se le rinde homenaje y supe que mis amigos el poeta Barrios y Florencio Sánchez lo habían navegado, el Matiyure se convirtió en una de mis fijaciones. No había soñado con él, pero era para mí tan mítico como el Arauca, otro río no soñado, pero sí beligerante en mi imaginación. Bien. Al llegar a Achaguas me condujeron de inmediato a ver el río. Ahí estaba. Es apenas una sombra de lo que me habían ponderado. Alguien nos oyó el lamento y comentó que “lo tienen taponeao en el Cedral”. Uno confía, sin embargo, en que el Matiyure volverá a ser el río cuyas aguas  se arrodillan ante el Cristo/ y se ve lo nunca visto:/ semana santa en Achaguas". Valgan esos versos que cantaba Eneas Perdomo para rematar este artículo en tono de esperanza y de fe en el milagroso nazareno de Achaguas.

viernes, abril 22, 2011

Notas apureñas y apuradas

Escena prodigiosa cerca del Paso Arauca. Edgar comentó que tenía, por lo menos, 50 años que no veía esa belleza

En el Paso Arauca el Diablo no pudo con Florentino. Así lo afirmó sin más Germán Fleitas Beroes y yo le creo, como le creo también a Arvelo Torrealba cuando ubica la famosa gesta del contrapunteo en Santa Inés. El mito tiene tantos lugares llaneros, como poetas que lo canten. Y no podía ser de otra manera, tratándose de copleros errabundos y de leyendas compartidas en la inmensidad de estos parajes que visito desde ayer. De la mano de Edgar Colmenares del Valle, un pequeño equipo del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY constata imágenes leídas en Gallegos, oídas a juglares o simplemente soñadas después de mirar alguna estampa del gran río.
Como dice el tango: en caravana los recuerdos pasan. Así, llegaron Toto de Lima con su amanecer oloroso a mastranto y el poeta Castellanos en una foto de cuando estuvo confinado en San Fernando de Apure en los años 30. Llegó también un poema de Luis Barrios Cruz al entrar a Calabozo y toda la Silva Criolla cuando contemplábamos ayer la ola que ha caído (el llano) y la ola que no cae (el cielo). Poco antes, en Ortiz, el domingo de ramos advino completo, con procesión y todo. El paisaje literario en su apogeo. Hasta el cura y el sacristán que “decía amén pensando en otra cosa”, llegaron. De inmediato, una casa muerta, como testigo intacto de una erosión novelada, nos impuso su presencia.
Ganada la indulgencia plenaria en la iglesia de Ortiz, reiniciamos el camino hacia Camaguán. Nos esperaba Arnaldo Acosta Bello y algunos versos de su Canto elemental de los cincuenta. Nos detuvimos para ver el Portuguesa, cuyas aguas vieron nacer a Manuel Bermúdez, tan llanero y académico como nuestro guía. También aguardaban por nosotros los pandehornos, en roscas y en empanadas (una delicia rellena de algún dulce que esta vez era de plátano) y, por supuesto, pájaros... En fin, lejanías y préstamos. Garzas y agua. En eso estamos desde la mañana del domingo.
Nos aguarda otro paisaje: el gastronómico. La semana santa apureña es pródiga en babos, chigüire y galápagos. Hoy iremos a Cunaviche, donde Gallegos no estuvo nunca. Al retornar nos desviaremos hacia San Rafael de Atacaima, para conocer uno de los mejores mercados fluviales del país. Resuena todavía en nosotros la bandolina del maestro cunavichero Carmelo Aracas, mientras vemos una garza paleta, oronda en la laguna. Buena señal, sin duda, para esta primera incursión en la sabana.   

(Estas notas fueron hechas en la libreta del teléfono la mañana del lunes 18 de abril del 2011. Las transcribí tal cual)

lunes, abril 11, 2011

"La saL": una frase redonda

Salinas de Araya

Cuchi rectificó de sal en Salsipuedes. Apreció que le faltaba apenas un puntico. Entonces Damaris agregó lo justo y la sopa de pescado estuvo lista. La sal, “poquita porque es bendita”, cumplía una vez más su función cotidiana y milenaria: nada menos que dar gusto.

No hubo condimento más preciado en la historia de nuestros pueblos que la sal. Desde su nombre se designa la remuneración que reciben los hombres por su trabajo: salario. Antes de la acuñación de la moneda, y aún después de ese hecho ocurrido en Lidia 600 años antes de Cristo, la sal sirvió como forma de pago. Sacralizada por diversas culturas, la sal, sea del mar o de la tierra, ha sido ícono de poder y no solamente alimento básico de los seres humanos o materia conservadora de otros alimentos. Con seguridad lo segundo explica lo primero, pero como a veces los símbolos se bastan a sí mismos, no está de más la distinción. Poseer la sal es poseer la llave del sustento o la pieza maestra del comercio, como pretendieron, entre otros, ingleses y holandeses. También es la fortaleza para la liberación. Así lo demostró Mahatma Ghandi con su antimonopólico puñado de sal y su marcha por la independencia de La India.  

Para salar arenques y preparar mantequillas y quesos, los europeos apetecían la sal de todas partes, especialmente la del Caribe, por considerar que ésta era la más apropiada para la salazón de sus peces y para elaborar el gravlax, ese salmón curado que hace las delicias de los suecos. Los españoles controlaron con denuedo las salinas del Caribe y al producirse la ruptura de la paz con Holanda, tuvieron que habérselas con los invasores. En enero de 1622 una flota de casi cuarenta barcos holandeses irrumpió en Araya con el propósito de apoderarse por completo de las envidiadas salinas venezolanas. Los españoles resistieron y ganaron finalmente con holgura. Escarmentados, erigieron poco después el inexpugnable Castillo de Araya, que fue por mucho tiempo la más importante fortaleza de estas tierras. Dijo alguna vez el historiador Germán Carrera Damas que si la guerra nacional de independencia y el terremoto de 1812 hubiesen sido más cruentos de lo que fueron (y conste que lo fueron), en Venezuela sólo habría quedado en pie el soberbio Castillo de Araya.

Caminos de recuas sirvieron para traer la sal a tierra adentro, pero si la ruta para allegar el preciado condimento o agente primordial de la salazón, se hacía difícil, echábase mano a las viejas habilidades aborígenes. A falta de sal marina o lacustre, la terrestre de Quíbor no era mal sustituto. Tenía prosapia: había sido sal principal en los primeros años de la conquista, como lo atestigua el comerciante florentino Galeotto Cey, cuya obra Viaje y descripción de las Indias ha sido ampliamente estudiada por José Rafael Lovera, nuestro máximo historiador de la alimentación. De unos “panecitos de sal” hablaría un integrante de la expedición de Federman, cuya posesión causó el castigo de cien azotes. Esos panes de sal eran el resultado de un procedimiento que los indios quiboreños realizaban sobre tierra salitrosa, cociéndola y colándola con agua de lluvia. Un cronista llegó a afirmar que con ella se hacía mejor cocina que con la sal de mar (“¡Ah, mundo cuando era mundo/ y cuando en Quíbor llovía!”).  

La sal (palíndromo que sirve de título a este artículo) siempre ha sido objeto de trabajo de la imaginación gastronómica. Así, no podemos dejar de advertir que las “sales saborizadas” no son esa creación reciente y “gourmet” que algunos presentan como “hallazgo”. Son sí un ostensible pleonasmo…  La combinación del sabor de la sal con distintos aromas es una sana práctica que los árabes realizaban con limón, como siempre se ha sabido. Seguro que podemos seguir experimentando y dando con buenas fórmulas, pero tengamos el cuidado de reconocer las precedentes. Antes que menoscabar la innovación verdadera, ese cuidado la enfatiza y favorece.  

También “Ilsebill rectificó de sal” y generó, según los alemanes, la mejor frase primera de novela alguna. Esta fue escrita por Günter Grass y famosamente se llama El Rodaballo.  

lunes, abril 04, 2011

La patria bicentenaria y gastronómica

Francisco de Miranda (detalle de Miranda en La Carraca, de Arturo Michelena)

No sé en qué momento supe de la Patria. Tal vez fue cuando la maestra de preparatorio nos enseñó e hizo cantar  el Himno Nacional a todos los alumnos en un salón de actos del Colegio o cuando le escuché a mi tío, el poeta Castellanos, recitar su poema sobre el hijo que Bolívar no tuvo y debió tener, "no en María Teresa, su esposa divina, ni en Manuela Sáenz, su hembra soberbia, sino en una negra indoamericana, para que tuviese siempre rebeldía". No recuerdo qué edad tenía cuando contemplé por vez primera “la bandera que trajo Miranda”, como decía la canción que mi madre nos cantaba en la casa y de cuyo letra me he olvidado.  No puedo precisarlo. Menos aún si incluyo en ese imaginario primordial los años en que la infancia no es más que una memoria oblicua o un discurso elaborado por los padres. Es probable que el mapa de Venezuela me haya maravillado antes de lo que ahora recuerdo, pero sólo tengo claro el instante en que torpemente lo dibujé en un cuaderno.  
Apartando símbolos y la presencia inevitable de Bolívar, el encuentro con la Patria podría haber sido también cuando vi paisajes distintos a los de mi ciudad durante un viaje inolvidable hacia Caracas, en el que, entre otras cosas, descubrí las mandarinas de San Felipe, el lago de Valencia y la televisión (todo hay que decirlo) en la casa de Efraín De Lima. En verdad, la Patria se me fue conformando paso a paso y no de golpe. La sentí con mayor nitidez una madrugada en que nuestro atildado vecino Martín Alfonso tocó en una ventana de la casa para avisarnos que Pérez Jiménez había caído. Ese día la Patria me mostró numerosos destellos. Pronto vendrían las Lecturas Venezolanas de Mario Briceño Iragorry, libro que nos llegaría de regalo a Elsy y a mí, de la librería Santos Luzardo, propiedad del tío ya mencionado.  Todavía puedo revivir el olor de sus páginas y evocar con deleite varios de sus textos más hermosos. Después vinieron otras experiencias y la Patria siguió armándose en mí de modo más directo. Conocí lugares que en nuestra familia tenían rango estelar y de leyenda, como los Andes. Así, el estado Trujillo me mostró sus carreteras y desde ellas un sitio que no se terminaba nunca: La Beticó. Más tarde me enteré de que esa hacienda que mi padre me indicaba era un importante “latifundio", palabra que asociaría poco después a la expresión “reforma agraria” y a todo lo que significó esa etapa del país que viví en mis años de bachillerato. 
Al visitar los pueblos de Trujillo comencé a percibir la diversidad de la Patria y sus emblemas. Supe que no sólo el Parque Ayacucho de Barquisimeto representaba nuestra historia. Pero, sobre todo, me enteré de la existencia de otros venezolanos que habitaban la misma Patria. Además de larenses, caraqueños y andinos, había zulianos. Sigue resonando en mis oídos la voz de un policía de Cabimas, cuya fonética y entonación me impactaron hasta la hilaridad en el primer viaje que hice al estado Zulia, acompañando en su trabajo al agente viajero que era mi padre. Más tarde serían otros los paisajes y otros los sueños que la Patria me iría revelando y despertando. La lectura de Comprensión de Venezuela, de Mariano Picón Salas, se convirtió para mí en una suerte de bitácora intelectual para aproximarme a las entrañas del país. Vuelvo a sus lúcidas páginas con frecuencia y aprendo siempre de ellas algo nuevo. Podría añadir otros libros imprescindibles en  mi trato personal con el país, como varias novelas de Rómulo Gallegos, de Díaz Sánchez, de Meneses, de Otero Silva, de Uslar Pietri y de Enrique Bernardo Núñez, pero la lista se me haría muy extensa y no estoy haciendo recuento de lecturas.  Dejo sí constancia de lo mucho que aprendí de Venezuela leyendo a Orlando Araujo, así como poemas y ensayos de Juan Liscano.     
Puedo decir que a la Patria la oí, la vi, la olí, la toqué,  pero que también me la fui comiendo. "Se te mete por los ojos", dijo Briceño Iragorry. Y es cierto. Pero en algunos casos, te entra principalmente por la boca. Y te sabe a arepa, a carne mechada, a papelón, a mango.  La Patria es algo más que una historia. Es un catálogo de emociones. El poeta José Emilio Pacheco, hablando de la suya (la mexicana) dijo no amarla, pero confesó que daría su vida por diez de sus lugares, cierta gente, puertos, bosques, una ciudad deshecha, varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos. Hablando de la mía, yo podría decir lo mismo, pero habría de añadir a la lista cuatro o cinco platos, la hallaca incluida, por supuesto. Diga el lector los suyos, porque sé que no es fácil la escogencia.

lunes, marzo 28, 2011

El verdadero amor se ahogó en la sopa

Enrique Santos Discépolo

Desde siempre supimos que el mundo fue (y será) una porquería, en el quinientos seis y en el dos mil también, pero fue en 1934 cuando esa verdad comenzó a decirse de manera magistral en un tango destinado a no perder vigencia. Ayer salí en un taxi desde Villa Urquiza hasta Retiro. Durante todo el trayecto (Congreso, Cabildo, Sante Fe, Maipú y Paraguay) tuve la fortuna de escuchar a Enrique Santos Discépolo. Fue una emisora radial la encargada de darnos ese regalo de cumpleaños, con el auxilio de un taxista conocedor, que identificaba al rompe intérpretes y orquestas, al par de hacerles un excelente dúo a los primeros. No sólo sonaban los tangos. También hablaban de la vida de Discépolo, con referencias precisas a Armando y al llamado "grotesco teatral" argentino, del cual este influyente hermano de Discepolín fue el creador indiscutido. Disfruté Cambalache cantado por Julio Sosa, según la correcta identificación del chofer tanguero y me dije, como muchas veces: "esto parece escrito ayer".

Ningún texto de la filosofía se le iguala en claridad, densidad y certeza, a la hora de hablar de temas axiológicos. Además de filosófico, Cambalache es filoso y posee la crueldad de una imponencia verbal irrebatible. La posibilidad de intercambiar nombres propios en cualquier tiempo y espacio, o de usar como arquetipos a Stavisky, a Don Bosco, a "La Mignon", a Carnera y a San Martín, es uno de los rasgos de su pertinaz beligerancia. Haga usted, lector, el ejercicio de aplicar la letra de ese tango a nuestro presente, en San Felipe, en Barquisimeto, en las universidades, en el mundo de la cultura, o en cualquier otro ámbito que conozca bien, y comprobará, con menos asombro que congoja,  que "todo es igual" y que "nada es mejor: ¡lo mismo un burro que un gran profesor!". Discépolo le irá descorriendo el velo de un desastre moral que parece infinito en su falta de respeto y su atropello a la razón. Le ilustrará escenas de la infamia y del caos, no el del azar de la concurrencia lezamiana, sino el del "azar de la insolencia", como dijo alguien alguna vez, a propósito de este trueque desaforado, problemático y febril del siglo XX y ahora del XXI. 

Durante el recorrido hasta Florida escuché también Qué vachaché (1926) y conseguí la frase que preanuncia a Cambalache, el gran tango de la filosofía contemporánea, que Discépolo, como ya dijimos, escribiría en el 34: "El verdadero amor se ahogó en la sopa/ la panza es reina y el dinero es dios". Las imágenes de la política y de la economía de nuestros pueblos y, en general, de la cultura ahora reinante, gravitaron sobre mí. Recordé las escenas de nuestro propio grotesco nacional (o regional, si ustedes quieren) y sentí  una avalancha de vergüenza ajena. Discépolo volvía a aguarnos la fiesta de su propia fiesta tanguera del domingo.  

Esta sociedad de la decadencia ética que ha visto cómo las conciencias se tarifan en un sórdido mercado, incrementa día a día su dominio, ahogando afanes de cambio, cualesquiera sean sus intenciones. Ha visto, igualmente, cómo "es lo mismo el que labura/ noche y día como un buey,/ que el vive de los otros,/ que el que mata, que el que cura/ o está fuera de la ley..." y nos ha obligado a comprobar que el autor de Cambalache sigue denunciando sus lacras con denuedo y transparencia.

Cuando llegué a mi destino estaba sonando Uno. Ya no era solamente el taxista el que le hacía dúo a Héctor Maure, sino también Cuchi, sabedora de muchos tangos que su memoria atesoró desde la infancia. No lo dijeron en ningún momento en el programa radial, mientras duró nuestro trayecto -por lo menos-, pero al bajar del taxi reparé en uno de mis orgullos desde hace varios lustros: estaba cumpliendo años, como yo, el gran, el grande Enrique Santos Discépolo. La mañana lucía radiante, tanto, que semejaba "un día peronista", como antes proclamaban algunos barrios de esta ciudad querida.

lunes, marzo 21, 2011

Un paseo bajo las aguas de marzo

El sushi de la Dias Ferreira en Leblón

Esta mañana, a eso de las siete y media, ya la calle vivía con efusión el inicio de la semana. Desde el taxi pude apreciar las faenas tempraneras en algunos negocios, la gente que se dirige al trabajo o llega a él, con parsimonia, pero sin desgana. Pasé revista a los lugares conocidos: una librería, varios restaurantes, un mercado de frutas, algunas fachadas elegantes, el cerrajero de la esquina, el sushi de moda, el antro de los fumadores… Todo estaba en su sitio en la Rua Dias Ferreira, la glamorosa calle de Leblón donde me instalo de vez en cuando, para conectarme durante dos semanas con unas funciones profesionales que no son las de mi amable rutina sanfelipeña, pero que siempre me resultan gratas.

Por la índole de este espacio sé que debería referirme a la variada oferta gastronómica de esta calle emblemática de Río de Janeiro, pero hoy me quedaré con el desayuno del hotel Promenade, por el bolo de fubá que estaba espléndido y que me permite comer dulce sin tanto dulce, es decir, sin culpas mayores, en estos momentos de advertencias médicas y familiares. Cinco años de experiencia me permiten sostener que la jefa de cocina del hotel es una gran pastelera. Dejo para otra ocasión el paseo por los afamados restaurantes de la celebrada callecita carioca y comparto con ustedes esta sensación de viajero que ahora se siente como en casa.

Los lugares tienen el alma que uno les descubre, sobre todo cuando ellos nos ayudan también a descubrirnos. Desde luego, no es frecuente esa mágica confluencia, pues no se trata sólo de la costumbre o de la rutina peatonal, a la que nos entregamos con mecánico tedio.  Es un diálogo entre la calle y uno, una amistad que se va dando sola y a la que contribuyen los árboles, las rejas, los desniveles, alguna alfombra, dos o tres balcones, unos niños en bicicleta, la espera de luz verde en la Bartolomeu Mitre, el eterno aviso de Paulinho Chaveiro y el espeso follaje de cierta transversal. Si uno está dispuesto a hacer de caminante benjaminiano (el de Dirección única) puede descubrir en el nublado Leblon de hoy, 21 de marzo del 2011, maravillas insospechadas detrás de aquellos muros o encontrar algún pomo adecuado para una gaveta del siglo XIX. Eso y mucho más podría depararnos un paseo descuidado y libre por ámbitos que ya nos pertenecen. Pero hoy no tengo tiempo. Me espera la primera sesión del Comité Jurídico Interamericano, donde seguramente el comentario obligado será este extraño día de llovizna menuda y temperatura benévola, en una ciudad que debería estar matándonos del calor, pero que nos ha dispensado hoy las aguas de marzo de Tom Jobim para cerrar el verano y dar paso al otoño. Todos agradeceremos al cielo carioca este regalo y nos entregaremos a la distribución del trabajo que tenemos por delante.

Quedo comprometido a explorar el Sushi una de estas noches y a revelar el  azar concurrente  que urde ya su sorpresivo ataque en algún lugar de esta comarca que en lejanísimos tiempos fue noble asiento de cimarrones.

lunes, marzo 14, 2011

Turismo literario en la vía láctea


Entrada de Quíbor, Estado Lara

Un país enfermo de desmemoria, como el nuestro, debería ver en la diversidad de sus paisajes una posibilidad efectiva de curación. Esa labor supone, desde luego, el respeto a nuestra naturaleza y a nuestras tradiciones. La misma quizá deba iniciarse por el (re)conocimiento de lo más cercano y proseguir con el relato de lo que hemos vivido, para transformarlo en auténtica y fecunda experiencia. Los cronistas nos darían la mano para transitar con ellos esos mapas domésticos que, tal vez por muy conocidos, nos son indiferentes. Redescubrirlos es maravillarse ante lo cotidiano.  

Leyendo un manuscrito de Luis Paradas, egresado del diplomado de cronistas de la UNEY, acerca del turismo en el Estado Lara, me sentí de pronto extranjero. Me topé con un amplísimo elenco de atractivos que incluye lugares a los que sólo fui de niño o a los que nunca he ido. Mal larense me llamo por esa carencia que ahora confieso con menos impudicia que dolor y que me permite abogar primero por un turismo para mí y para muchos de mis coterráneos. Sin ánimo de descargar ninguna responsabilidad personal, pienso que en todo esto ha habido una grave incuria: la de quienes debían arbitrar políticas de turismo adecuadas y en su lugar se ocuparon de contribuir con la destrucción de pueblos, bosques, ríos y quebradas, así como a desechar las viejas señas culturales de la aldea. ¡Cuántos barquisimetanos ubican sin error alguno los centros comerciales de Orlando (Florida) y se hacen los locos o no saben responder cuando les preguntan dónde queda Cerro Gordo!

Además de proporcionarle una concreta utilidad a su tarea de investigador universitario, Luis Alberto Paradas en ese libro de próxima publicación, da un ejemplo encomiable de cómo se puede convertir, sin que se note, un cuadro técnico en una hoja de difusión turística, con todas las coordenadas básicas. Cualquier persona podrá valerse de esos cuadros para presentarle al viajero interesado valiosa información acerca del Estado Lara y sus bondades. Da gusto comprobar que la severa disciplina de un académico y su acopio de lecturas especializadas pueden, como en este caso, ponerse al servicio de la gente y no ser barreras infranqueables para el diálogo.  

Entre otras propuestas válidas, este trabajo del educador y cronista Luis Alberto Paradas, apunta unas rutas turísticas muy pertinentes y un Museo del Cocuy que estaría ubicado en Siquisique, un emblemático lugar de la gran destilación larense. Pienso que a esas propuestas podría agregárseles una ruta gastronómica o, mejor dicho, una especie de vía láctea que nos lleve por el amable universo larense de los quesos, las natas y los sueros. Y arrimando siempre la brasa para mi sardina, me he atrevido a sugerirle al profesor Paradas que vaya pensando en una ruta donde la literatura se enlace con la geografía. Así, los terronales serían un atractivo que no precisaría de muchas inversiones. Nos podría bastar un poema  (El cardón) de Luis Beltrán Guerrero para comenzar esa visita a las zonas áridas del estado Lara, acompañados de Jiménez Sierra y Luis Alberto Crespo, sin olvidar, por supuesto, al río Turbio y a Pascual Venegas Filardo, uno de sus cantores, cuyo centenario, por cierto, estará cumpliéndose el próximo 25 de marzo, seguramente en medio del más imperdonable olvido.

Otro ejemplo: en Barquisimeto alguien podría recibir a los contempladores de crepúsculos (o fomentar su presencia) compartiendo con ellos la lectura de Guachirongo  y hablándoles de su autor, ese ser humano casi inverosímil que se llamó Julio Garmendia.

lunes, marzo 07, 2011

Gramática de la crítica

Alvaro Cunqueiro, crítico y enólogo
No sé si el título de este artículo corresponda exactamente a lo que deseo decir en las líneas que siguen, a propósito de la interesante reflexión que sobre la crítica gastronómica formulara Sumito Estévez en su columna del pasado domingo. Como la arbitrariedad metafórica del título podría generar confusión, declaro de una vez que estaba pensando en un texto de Alfonso Reyes cuando se me ocurrió. Me refiero a la conferencia que el regiomontano dictó el 26 de agosto de 1941 en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana. Sus lectores la conocen como Aristarco o la anatomía de la crítica, luminoso ensayo que se convirtió rápidamente en un clásico latinoamericano sobre el tema. En él, Reyes nos dice con su insuperable eficacia verbal, que  la verdadera crítica también es un acto creativo. Después de comentar sus grados (la impresión, la exégesis y el juicio) y algunos de sus deleites (el discurso, la golondrina y el halcón), nos revela el alto deber social de un oficio que fertiliza el goce, difunde placeres, comparte imágenes, preserva o renueva valores y algo que es fundamental: educa finamente. Muchos son los que concluyen conmovidos  la lectura de esas inolvidables páginas de Alfonso Reyes, agradeciendo con entusiasmo a los críticos o queriendo ser tales.
Una vez leído el texto alfonsino me resulta difícil evitar su influjo.  Doy paso, entonces, y sin resistencia alguna, a la previsible analogía: la crítica gastronómica también puede (y debe) ser un acto de creación. Veamos. Sin dejar de cumplir su rol orientador, el crítico de gastronomía no tiene por qué estar reñido con la gracia literaria. Por el contrario, ella fortalece e ilumina su afán de comunicación y su deseo de diálogo. Ilustres nombres dan fe de este aserto. Digo al voleo los de Julio Camba, Alvaro Cunqueiro, Joan Perucho, Xavier Domingo, Manolo Vázquez, Néstor Luján, por nombrar algunos españoles; Rodolfo Hinostroza, D`Artagnan, Jaguar, Julio Pazos, Ben Ami Fihman, por indicar los suramericanos que recuerdo en este instante. Si bien no podemos exigirle que alcance los altísimos niveles de Cunqueiro (y de otros de los mencionados),  el crítico gastronómico, además de cultura a secas, debe poseer una pluma decente, como mínimo. Nada que no le pidamos de manera razonable a todo periodista que se respete. Lastimosamente, cada vez suele ser más ilusoria esta demanda elemental. Por eso mismo, salta a la vista otra analogía derivada del ensayo de Reyes: la crítica gastronómica debe educar. Esto supone un caudal de conocimientos al servicio de la buena escritura. La piratería no es compatible con la crítica auténtica. Un sustento firme debe acompañar el trabajo del crítico de gastronomía, que si lo es de verdad, se lo debe a una afición honesta y no a una pose. No hay que ser erudito en culturas culinarias ni en ciencia alguna, pero no se puede ser ignorante al extremo de desconocer lo básico y atreverse a pontificar desde un blog o de una página de revista o de periódico, sobre cocineros y comidas.
El crítico de gastronomía forma parte de un ámbito que va más allá de lo que algunos suponen. Quiero decir que ese noble oficio no se limita a la escritura sobre cocina pública o sobre restaurantes. Abarca un enorme espectro que incluye las mesas populares, las ferias, los productos, los mercados,  las escuelas, para no hablar de historia, tradiciones, técnicas o de innovaciones propias o foráneas.  En fin, su campo es la innumerable diversidad. Para ejercer de una mejor manera su trabajo, el crítico gastronómico debe otear con libertad ese amplísimo horizonte. Así sabrá que no está solo y que es una pieza más de la cultura alimentaria, no reducida a marcas ni a modas. Quizá no esté de más afirmar que el ejercicio de la crítica no es compatible con la zalamería, pero tampoco con el ninguneo y la maledicencia. La crítica es un aseo intelectual, no una ventilación de miserias.
Por último, no olvidemos que el cocinero debe ser crítico de sí mismo. En ocasiones es mejor escuchar la voz interior que la de algún sesudo “crítico” que estando “a la vuelta de todo”, no sabe distinguir entre el ñame y el ocumo o entre el perejil y el cilantro.