(Fragmentos de una cocina amorosa)
1. También en la cocina habitan los duendes de la poesía. No creo que haya otro lugar en la casa donde la creación se vuelva cotidiana y donde la imaginación se una al pensamiento para aderezarlo y hacerlo siempre más amable. En la cocina hay ciencia y poesía, álgebra y fuego, deseo y memoria. Sor Juana Inés de la Cruz descubrió en ella los secretos naturales y se lamentó de que Aristóteles no hubiese cocinado nunca. “Si hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”, afirmó la inteligente monja, para quien la cocina era un espacio filosófico. “Filosofar y aderezar la cena” era una frase de uno de los Argensola (¿Lupercio?) que a Juana Inés le gustaba repetir.
2. La cocina es albergue. Voy a la cocina y recuerdo un verso de Umberto Saba: “Me accoglie al caldo la cucina”. ¿Dónde está ese verso? Busco Mediterráneas y lo encuentro. Está en el bellísimo poema “Gratitud” que había marcado alguna vez. En él Saba recuerda sus días en Roma y en Milán. En esta última siente la tristeza bajo la nieve, pero también siente más bella la ciudad. Y es allí donde el poeta acude a la cocina buscando calor. Y el calor lo acoge. Ese momento se convirtió después en un verso que recuerdo ahora cuando entro a la cocina de mi casa buscando una metáfora. Y la encuentro.
3. Lezama fuma su tabaco en La Zaragozana. Está feliz por el almuerzo, por la agradable compañía y por el verso que acaba de pensar (“Su casa era el espacio de la mañana”). El pensamiento lezamiano viene con el recuerdo de la cocina de su casa. Ella es el eterno espacio de la mañana en donde su madre hierve la leche y sigue las aromosas costumbres del café.
4. Voy al libro de Lezama donde consigo el verso anterior. Es el comienzo del poema “Nacimiento del día”. Está en Fragmentos a su imán, ese espléndido y milagroso libro final del etrusco de La Habana. Hago la lectura y veo de pronto a la diosa ambarina que regresa y destrenza “graciosamente su cabellera planetaria”. La diosa ambarina entra a la cocina.
5. Las cocinas exageradamente asépticas no son hospitalarias, aunque parezcan de hospital. A mi me gustan las cocinas barrocas. Y si sobrias, me agrada que tengan alguna gracia o algún mínimo desarreglo. Nada que ahuyente a los duendes de la poesía. Nada que frene el trabajo secreto de la imaginación.
6. Recuerdo en este momento la cocina de mi abuela. Para entrar se pasaba por un tinajero que refrescaba con sólo mirarlo. La magia comenzaba allí. Era una cocina pobre pero repleta de viejos utensilios. De ella salían maravillas. Una, el olor del agua de azahar que todavía me subyuga.
7. Sin duda, el centro de la casa es la cocina. Es el lugar del más noble oficio doméstico. De las manos de la oficiante nos viene el alimento sagrado de la vida. Ella nos da el pan y el vino. Ahí está todo.
lunes, marzo 27, 2006
lunes, marzo 20, 2006
Saber comer es saber vivir
Una política alimentaria limitada a la distribución nunca pasará de ser un paliativo. Pensamos que la política alimentaria idónea es aquella que se fundamenta en la educación y la cultura. Así lo vieron algunos venezolanos hace décadas, pero lastimosamente no hubo continuidad en su doctrina. Nos referimos a quienes concibieron y ejecutaron una de las acciones públicas más efectivas que tuvo Venezuela en el siglo XX: Arnoldo Gabaldón y su equipo antimalárico. Para ellos la salud no se circunscribía a combatir la enfermedad (cosa que hicieron y muy bien) sino a sembrar cultura sanitaria en el país, incluyendo dentro de esa cultura los saberes gastronómicos.
Haber abandonado un trabajo como ese nos dejó a merced de nuevos morbos y nos hizo fácil presa de la internacional de la chatarra culinaria. Nos separamos de nuestro ambiente, eludimos el paisaje y nos hicimos muy “urbanos”, pero sin genuina urbanidad y peor aún, sin buenos modales. Nos olvidamos de los frutos de la tierra, de su cultivo y de su uso y dejamos de ejercer la cotidiana investigación casera de los fogones, esa manera barata de hacer ciencia fecunda sin echonerías ni inflados presupuestos. Hoy, que tanto hablamos de desarrollo endógeno, podríamos rescatar algunas sabias recomendaciones que ilustres venezolanos nos hicieron alguna vez. Así, en su estupendo libro Comprensión de Venezuela, Mariano Picón Salas escribió estas palabras que de seguidas reproduzco:
“En un paisaje de calor húmedo el Dr. Juan Iturbe hizo una observación que no es sólo de hombre de ciencia sino también de poeta: mientras los hombres marchaban pálidos y desmirriados, los pájaros –turpiales, paraulatas, gonzalitos- se alborozaban en los árboles y parecían con sus plumajes brillantes, los ojos fogosos y el buche henchido de cantos, los pájaros más felices de la tierra; las aves del Paraíso. De la guayaba al caimito, del guanábano al anón, picoteaban su banquete frutal. La mañana, herida de sol, saltó como una flecha de sus gargantas. El gozoso desayuno de los pájaros contrastaba con el que hacían en el rancho próximo unos campesinos, con su lámina de casabe viejo y su café aguachento. Y es que más sabios que los hombres, los pájaros sabían elegir su comida; no sufrían de avitaminosis. No calumniemos tanto al clima ni hagamos una improvisada Sociología sobre los efectos del Trópico mientras no enseñemos bien a comer y a vivir a nuestros campesinos; a los del frío San Rafael como a los del caliente Tucupita; a los de tierra seca como a los de tierra húmeda, a los del llano y de la altiplanicie. Hay en Venezuela, precisamente en el Ministerio de Sanidad, un conjunto de jóvenes investigadores que diseminados por todo el país ya nos han enseñado cómo se alimenta y por qué se enferma la población rural. Está descrita en estos cuadernos una auténtica política social –humana, quisiera decir más bien-, que haga del hombre venezolano un ser más feliz, más dueño de su ambiente que lo que lo fue cuando lo expoliaban los ‘Jefes Civiles’ y los caudillos alzados. Juan Bimba, el hombre de la `pata rajada` o de la alpargata de fique, se vengaba en las coplas de su tosco romancero:
Yo conozco generales
hechos a los empellones.
A conforme es la manteca
así son los chicharrones.
Y esta súplica conmovedora: ¡No me diga General porque yo a naide he robado!”.
(Comprensión de Venezuela).
Si donde Picón escribió “campesinos” añadiéramos “ciudadanos”, su recomendación podría suscribirse hoy sin más enmienda que la de la fecha.
Haber abandonado un trabajo como ese nos dejó a merced de nuevos morbos y nos hizo fácil presa de la internacional de la chatarra culinaria. Nos separamos de nuestro ambiente, eludimos el paisaje y nos hicimos muy “urbanos”, pero sin genuina urbanidad y peor aún, sin buenos modales. Nos olvidamos de los frutos de la tierra, de su cultivo y de su uso y dejamos de ejercer la cotidiana investigación casera de los fogones, esa manera barata de hacer ciencia fecunda sin echonerías ni inflados presupuestos. Hoy, que tanto hablamos de desarrollo endógeno, podríamos rescatar algunas sabias recomendaciones que ilustres venezolanos nos hicieron alguna vez. Así, en su estupendo libro Comprensión de Venezuela, Mariano Picón Salas escribió estas palabras que de seguidas reproduzco:
“En un paisaje de calor húmedo el Dr. Juan Iturbe hizo una observación que no es sólo de hombre de ciencia sino también de poeta: mientras los hombres marchaban pálidos y desmirriados, los pájaros –turpiales, paraulatas, gonzalitos- se alborozaban en los árboles y parecían con sus plumajes brillantes, los ojos fogosos y el buche henchido de cantos, los pájaros más felices de la tierra; las aves del Paraíso. De la guayaba al caimito, del guanábano al anón, picoteaban su banquete frutal. La mañana, herida de sol, saltó como una flecha de sus gargantas. El gozoso desayuno de los pájaros contrastaba con el que hacían en el rancho próximo unos campesinos, con su lámina de casabe viejo y su café aguachento. Y es que más sabios que los hombres, los pájaros sabían elegir su comida; no sufrían de avitaminosis. No calumniemos tanto al clima ni hagamos una improvisada Sociología sobre los efectos del Trópico mientras no enseñemos bien a comer y a vivir a nuestros campesinos; a los del frío San Rafael como a los del caliente Tucupita; a los de tierra seca como a los de tierra húmeda, a los del llano y de la altiplanicie. Hay en Venezuela, precisamente en el Ministerio de Sanidad, un conjunto de jóvenes investigadores que diseminados por todo el país ya nos han enseñado cómo se alimenta y por qué se enferma la población rural. Está descrita en estos cuadernos una auténtica política social –humana, quisiera decir más bien-, que haga del hombre venezolano un ser más feliz, más dueño de su ambiente que lo que lo fue cuando lo expoliaban los ‘Jefes Civiles’ y los caudillos alzados. Juan Bimba, el hombre de la `pata rajada` o de la alpargata de fique, se vengaba en las coplas de su tosco romancero:
Yo conozco generales
hechos a los empellones.
A conforme es la manteca
así son los chicharrones.
Y esta súplica conmovedora: ¡No me diga General porque yo a naide he robado!”.
(Comprensión de Venezuela).
Si donde Picón escribió “campesinos” añadiéramos “ciudadanos”, su recomendación podría suscribirse hoy sin más enmienda que la de la fecha.
martes, marzo 14, 2006
Guama entre el recuerdo y la cocina
De Salsipuedes me llega este texto yaracuyano que quiero compartir:
Quiero que me cultives, hijo mío,
en tu modo de estar con el Recuerdo,
no para recordar lo que yo hice,
sino para ir haciendo.
Que las cosas que hagas lleven todas
tu estampa, tu manera y tu momento.
Y cultiva mi amor con tu conducta
y riega mi laurel con tus ejemplos.
Andrés Eloy Blanco (Coloquio Bajo el Laurel)
La semana pasada el Centro de Investigaciones Gastronómicas de la Uney se llenó de aromas y sabores guameños entre las sabias manos y los relatos añejos de unas cocineras muy particulares.
Mari Escalante, Soila Liscano de Mujica, Felipa Avendaño de Rojas, Edita Lugo de López, Claudina Palacios y Venicia de González nos visitaron en el marco del evento "El Festival de la Ciruela de Huesito”. Estas señoras, todas diestras en el quehacer culinario fundamental, el del hogar, llegaron al CIG ávidas de conocimientos, con la actitud del buen estudiante, pero como era lógico que sucediera, terminamos, nosotros los cocineros del Centro siendo los alumnos y ellas las profesoras.
Estas señoras cocineras se convirtieron entonces en Profesoras Honoris Causa del CIG y se dedicaron a cultivarnos con la experiencia de las antiguas sembradoras. Así, Edita cortaba con destreza el plátano maduro mientras se calentaba el aceite para hacer las tajadas; Mari en su acento caleño evocaba su tierra natal cuando nos enseñaba como hacer la mejor sobrebarriga; Felipa añorante en su relato nos contaba cómo cocinar las caraotas carita e’ cabra, que se les debe remojar y sacar la "primera agua" para evitar su sabor amargo y acompañarlas con ocumo, plátano verde y paticas de cochino; Soila nos descifraba los secretos de su ensalada de pollo; Claudina se recreaba con la tabla y cuchillo picando con agilidad los aliños para la carne mechada, mientras Venicia aliñaba unas caraotas de ensueño que inmortalizaban en nuestra memoria la sazón de sus alucinantes empanadas de pabellón.
Hoy, así como reza el epígrafe que abre este texto, regamos el laurel con el ejemplo que nos han dejados estas señoras. En el CIG seguimos cocinando, redescubriéndonos, haciendo.
Ricardo Oropeza y Osmany Barreto
Docentes de la UNEY
Quiero que me cultives, hijo mío,
en tu modo de estar con el Recuerdo,
no para recordar lo que yo hice,
sino para ir haciendo.
Que las cosas que hagas lleven todas
tu estampa, tu manera y tu momento.
Y cultiva mi amor con tu conducta
y riega mi laurel con tus ejemplos.
Andrés Eloy Blanco (Coloquio Bajo el Laurel)
La semana pasada el Centro de Investigaciones Gastronómicas de la Uney se llenó de aromas y sabores guameños entre las sabias manos y los relatos añejos de unas cocineras muy particulares.
Mari Escalante, Soila Liscano de Mujica, Felipa Avendaño de Rojas, Edita Lugo de López, Claudina Palacios y Venicia de González nos visitaron en el marco del evento "El Festival de la Ciruela de Huesito”. Estas señoras, todas diestras en el quehacer culinario fundamental, el del hogar, llegaron al CIG ávidas de conocimientos, con la actitud del buen estudiante, pero como era lógico que sucediera, terminamos, nosotros los cocineros del Centro siendo los alumnos y ellas las profesoras.
Estas señoras cocineras se convirtieron entonces en Profesoras Honoris Causa del CIG y se dedicaron a cultivarnos con la experiencia de las antiguas sembradoras. Así, Edita cortaba con destreza el plátano maduro mientras se calentaba el aceite para hacer las tajadas; Mari en su acento caleño evocaba su tierra natal cuando nos enseñaba como hacer la mejor sobrebarriga; Felipa añorante en su relato nos contaba cómo cocinar las caraotas carita e’ cabra, que se les debe remojar y sacar la "primera agua" para evitar su sabor amargo y acompañarlas con ocumo, plátano verde y paticas de cochino; Soila nos descifraba los secretos de su ensalada de pollo; Claudina se recreaba con la tabla y cuchillo picando con agilidad los aliños para la carne mechada, mientras Venicia aliñaba unas caraotas de ensueño que inmortalizaban en nuestra memoria la sazón de sus alucinantes empanadas de pabellón.
Hoy, así como reza el epígrafe que abre este texto, regamos el laurel con el ejemplo que nos han dejados estas señoras. En el CIG seguimos cocinando, redescubriéndonos, haciendo.
Ricardo Oropeza y Osmany Barreto
Docentes de la UNEY
miércoles, marzo 08, 2006
Soy loco por ti, cozinha baiana
Ahora pongamos un disco de Gilberto Gil y comencemos la lectura. Se trata de un brevísimo viaje a Bahía de Todos los Santos -reino del dendé, del coco y la pimienta- de la mano de Jorge Amado y de Gilberto Freyre.
Toma la palabra el autor de Doña Flor y sus dos maridos y nos dice:
“En los barcos negreros vinieron el dendé y el gusto de la pimienta, la cocina ritual de los negros, las comidas de los orixás. Los cocoteros crecían en las playas y el goloso portugués trajo sus recetas de dulces y su azúcar. Los gustos se mezclaron: la mandioca de los indígenas, la blanca harina, el aceite color oro del dendezeiro, la pimienta, el coco, el amendoim, el jengibre. Los platos portugueses se volvieron más picantes, su gusto más definido y fuerte. Los guisados africanos perdieron su agresividad y ganaron en finura. La cocina sabia y simple de los indios ofreció sus hojas, sus raíces, sus animales. Así nació la cocina bahiana, sin duda y sin exageración, una de las más finas y sabrosas del mundo. Ciertos platos –como la moqueca de siri mole, el vatapá, el efó- pueden figurar dignamente en una pequeña y extremadamente seleccionada antología de la cocina universal (...). En la cocina bahiana los elementos característicos son: el dendé, el coco y la pimienta. Rara es la comida donde no aparezca por lo menos uno de ellos. Los platos más sabrosos y de mayor fama son el vatapá –maravilla de color, olor y sabor, el caruru, el efó, el araçá, el acarajé, el abará, elsarapael, el xinxin (de gallina o de cabrito que se llama xinxin de bode), la frituras de camarones, de cangrejos, de maturi, de aratu, de bacalao; las moquecas de pesacado, de camarón, de siri-mole, el haberme y el arroz de haussá” (Bahía de Todos los Santos).
Ahora es Gilberto Freyre quien nos guía:
“En el régimen dietético brasileño, la contribución africana se afirmó principalmente con la introducción del aceite de dendé y de la pimienta malagueta, tan característicos de la cocina bahiana; por la introducción del quimbombó; por el más frecuente uso de la banana; por la gran variedad de los modos de preparar la gallina y el pescado. Varias comidas portuguesas o indígenas fueron modificadas en el Brasil por la condimentación o por la técnica culinaria del negro; algunos de los platos más característicos brasileños son de técnica africana: la farofa, el quibebe, el vatapá. (...). De los núcleos de alimentación afro-brasileña, Bahía es el más importante. Desarrollóse allí la dulcería de calle, como en ninguna ciudad brasileña, entablándose una verdadera guerra civil entre los bocadillos de tabuleiro y los postres hechos en casa. Aquél, el de las negras libertas, algunas de ellas tan buenas dulceras que conseguían amasar fortunas vendiendo bollos”. (Casa-Grande y Senzala)
Freyre agrega que no sólo los dulces de tabuleiro son una delicia, también nada mejor que la tapioca mojada envuelta en hoja de plátano, vendida por las negras bahianas en su famosa bandeja de madera. La “tapioca mojada” es una especie de guisado de camarones y hierbas, condimentado, por supuesto, con aceite de dendé y pimienta.
Gilberto Freyre no sólo fue un científico social estimadísimo, sino también un goloso legendario, a quien sus hijos le hicieron el homenaje póstumo de publicar un libro titulado “En la mesa con Gilberto Freyre”, donde cada página es un bocado maravilloso y un homenaje a los condumios familiares.
Jorge Amado incluía recetas en casi todas sus novelas. No cocinaba, pero comía abundante y deleitosamente. Sé que murió de viejo y no por culpa del aceite de dendé, tan calumniado por algunos consumidores locales de comida chatarra.
Toma la palabra el autor de Doña Flor y sus dos maridos y nos dice:
“En los barcos negreros vinieron el dendé y el gusto de la pimienta, la cocina ritual de los negros, las comidas de los orixás. Los cocoteros crecían en las playas y el goloso portugués trajo sus recetas de dulces y su azúcar. Los gustos se mezclaron: la mandioca de los indígenas, la blanca harina, el aceite color oro del dendezeiro, la pimienta, el coco, el amendoim, el jengibre. Los platos portugueses se volvieron más picantes, su gusto más definido y fuerte. Los guisados africanos perdieron su agresividad y ganaron en finura. La cocina sabia y simple de los indios ofreció sus hojas, sus raíces, sus animales. Así nació la cocina bahiana, sin duda y sin exageración, una de las más finas y sabrosas del mundo. Ciertos platos –como la moqueca de siri mole, el vatapá, el efó- pueden figurar dignamente en una pequeña y extremadamente seleccionada antología de la cocina universal (...). En la cocina bahiana los elementos característicos son: el dendé, el coco y la pimienta. Rara es la comida donde no aparezca por lo menos uno de ellos. Los platos más sabrosos y de mayor fama son el vatapá –maravilla de color, olor y sabor, el caruru, el efó, el araçá, el acarajé, el abará, elsarapael, el xinxin (de gallina o de cabrito que se llama xinxin de bode), la frituras de camarones, de cangrejos, de maturi, de aratu, de bacalao; las moquecas de pesacado, de camarón, de siri-mole, el haberme y el arroz de haussá” (Bahía de Todos los Santos).
Ahora es Gilberto Freyre quien nos guía:
“En el régimen dietético brasileño, la contribución africana se afirmó principalmente con la introducción del aceite de dendé y de la pimienta malagueta, tan característicos de la cocina bahiana; por la introducción del quimbombó; por el más frecuente uso de la banana; por la gran variedad de los modos de preparar la gallina y el pescado. Varias comidas portuguesas o indígenas fueron modificadas en el Brasil por la condimentación o por la técnica culinaria del negro; algunos de los platos más característicos brasileños son de técnica africana: la farofa, el quibebe, el vatapá. (...). De los núcleos de alimentación afro-brasileña, Bahía es el más importante. Desarrollóse allí la dulcería de calle, como en ninguna ciudad brasileña, entablándose una verdadera guerra civil entre los bocadillos de tabuleiro y los postres hechos en casa. Aquél, el de las negras libertas, algunas de ellas tan buenas dulceras que conseguían amasar fortunas vendiendo bollos”. (Casa-Grande y Senzala)
Freyre agrega que no sólo los dulces de tabuleiro son una delicia, también nada mejor que la tapioca mojada envuelta en hoja de plátano, vendida por las negras bahianas en su famosa bandeja de madera. La “tapioca mojada” es una especie de guisado de camarones y hierbas, condimentado, por supuesto, con aceite de dendé y pimienta.
Gilberto Freyre no sólo fue un científico social estimadísimo, sino también un goloso legendario, a quien sus hijos le hicieron el homenaje póstumo de publicar un libro titulado “En la mesa con Gilberto Freyre”, donde cada página es un bocado maravilloso y un homenaje a los condumios familiares.
Jorge Amado incluía recetas en casi todas sus novelas. No cocinaba, pero comía abundante y deleitosamente. Sé que murió de viejo y no por culpa del aceite de dendé, tan calumniado por algunos consumidores locales de comida chatarra.
lunes, febrero 20, 2006
La mar violeta añora la mesa de Lezama
Este año se cumplen cuarenta años de la publicación de Paradiso. Para empezar a celebrarlos hemos recordado el copioso banquete ofrecido por doña Augusta en su casa del Paseo del Prado una noche de noviembre. Intentar esa comida lezamiana podría resultar una buena manera de conmemorar la fecha y homenajear al autor de Paradiso, quien además del don divino de la poesía poseyó enormemente el de la gula. Este año, por cierto, también se cumplen treinta años de su muerte. Un amigo hace poco, recorriendo el malecón de La Habana, retocaba unos famosos versos y decía: “La mar violeta añora el nacimiento de Lezama”. Yo digo ahora que añoro la noble mesa paradisíaca del espléndido Paseo del Prado, leída innumerables veces y siempre postergada en su disfrute verdadero. Este artículo es un ruego cariñoso que le hago a mi gente de Salsipuedes a ver si me hacen realidad el lezámico sueño gastronómico.
El banquete lezamiano, además de una fiesta innombrable, es una comida barroca, no sé si ideada por doña Augusta con alguna influencia nunca confesada del cocinero Juan Izquierdo. En cualquier caso sería interesante que algún curioso procurara armonizar los dos estilos. Uno tradicional y otro inventivo. Eso sí, sin la refistolería de los deconstructores de hogaño.
He aquí la selección de los platos predilectos del etrusco de La Habana vieja y que conformaron el memorable menú de Paradiso:
Sopa de plátanos.
El ritual de la comida barroca se abre con una espesísima sopa de plátanos. La misma se prepara con plátanos verdes y se le añade jugo de limón para evitar la oxidación del plátano. Doña Augusta le agregó tapioca para hacer más grato su sabor. Se sirve con rosas de maíz (¿influencia de Juan Izquierdo?). Al probar la sopa los comensales se van en alegre busca del tiempo perdido.
Souflé de mariscos.
Después viene un “pulverizado” souflé de mariscos. Los langostinos dispuestos en coro, adornan la superficie de este segundo plato. También forman parte del mismo un pargo y una langosta. El souflé, hecho con una base de bechamel con huevo a la que se le adicionan los ingredientes principales (camarones grandes, pescado y langosta) recibe al final unas claras del huevo batidas a punto de nieve. Sólo así puede entrar al horno y ser servido de inmediato. Va a destacar en el plato un langostino remolón, según sentenció Doña Augusta.
Ensalada de remolacha.
Para suavizar la ingesta llega a la mesa una ensalada de remolacha y espárragos. Una mayonesa recién hecha es derramada sobre la ensalada. Y uno de los invitados derramará -como suele ocurrir- remolacha sobre el blanco mantel.
Pavo relleno.
Un pavo sobredorado hace después su aparición. El pavo está relleno de unas almendras que se deshacen y de unas ciruelas que parecen haber crecido en el horno. El pavo fue adobado varias horas después de untarlo con un mojo hecho a base de ajo, sal, pimienta y jugo de naranja agria.
Crema helada.
El postre es una deliciosa crema helada. Se hizo una conserva con coco y piña rallados. Se le agregó leche condensada y se roció con anisete Marie Brizard. Fue sacada de la nevera lista para servir. Para el autor de “Paradiso” la viejita Marie Brizard es el hada de la olorosa crema.
He allí el menú lezamiano. Sé que Cuchi, Ricardo y Osmany tienen tapioca en Salsipuedes. Sólo les recuerdo las fechas: Paradiso, cualquier día del año. Muerte de Lezama: 9 de agosto.
El banquete lezamiano, además de una fiesta innombrable, es una comida barroca, no sé si ideada por doña Augusta con alguna influencia nunca confesada del cocinero Juan Izquierdo. En cualquier caso sería interesante que algún curioso procurara armonizar los dos estilos. Uno tradicional y otro inventivo. Eso sí, sin la refistolería de los deconstructores de hogaño.
He aquí la selección de los platos predilectos del etrusco de La Habana vieja y que conformaron el memorable menú de Paradiso:
Sopa de plátanos.
El ritual de la comida barroca se abre con una espesísima sopa de plátanos. La misma se prepara con plátanos verdes y se le añade jugo de limón para evitar la oxidación del plátano. Doña Augusta le agregó tapioca para hacer más grato su sabor. Se sirve con rosas de maíz (¿influencia de Juan Izquierdo?). Al probar la sopa los comensales se van en alegre busca del tiempo perdido.
Souflé de mariscos.
Después viene un “pulverizado” souflé de mariscos. Los langostinos dispuestos en coro, adornan la superficie de este segundo plato. También forman parte del mismo un pargo y una langosta. El souflé, hecho con una base de bechamel con huevo a la que se le adicionan los ingredientes principales (camarones grandes, pescado y langosta) recibe al final unas claras del huevo batidas a punto de nieve. Sólo así puede entrar al horno y ser servido de inmediato. Va a destacar en el plato un langostino remolón, según sentenció Doña Augusta.
Ensalada de remolacha.
Para suavizar la ingesta llega a la mesa una ensalada de remolacha y espárragos. Una mayonesa recién hecha es derramada sobre la ensalada. Y uno de los invitados derramará -como suele ocurrir- remolacha sobre el blanco mantel.
Pavo relleno.
Un pavo sobredorado hace después su aparición. El pavo está relleno de unas almendras que se deshacen y de unas ciruelas que parecen haber crecido en el horno. El pavo fue adobado varias horas después de untarlo con un mojo hecho a base de ajo, sal, pimienta y jugo de naranja agria.
Crema helada.
El postre es una deliciosa crema helada. Se hizo una conserva con coco y piña rallados. Se le agregó leche condensada y se roció con anisete Marie Brizard. Fue sacada de la nevera lista para servir. Para el autor de “Paradiso” la viejita Marie Brizard es el hada de la olorosa crema.
He allí el menú lezamiano. Sé que Cuchi, Ricardo y Osmany tienen tapioca en Salsipuedes. Sólo les recuerdo las fechas: Paradiso, cualquier día del año. Muerte de Lezama: 9 de agosto.
lunes, febrero 06, 2006
La cultura, el gusto y la sociedad del espectáculo
Me resisto a creer eso de que las opiniones ilustradas ya no son necesarias y que la figura del intelectual es un anacronismo. Se alega para fundamentar tal disparate que ahora la única voz válida es la del pueblo. Mi resistencia a barbaries de esa índole tiene, entre otras, una razón: el supuesto pueblo no es pueblo sino público. Es, además, un público amaestrado por quienes dirigen la omnipresente ceremonia de la confusión mediática en que estamos sumidos desde hace mucho tiempo, tanto, que emprender hoy el camino de la verdadera liberación es iniciar una ardua singladura contra casi todas las corrientes.
Reconozco que el mandarinato de ciertos intelectuales o pretendidos tales hizo mucho por alejarnos de la llamada cultura “culta”. Es cierto que la echonería y arrogancia de algunos detentadores del “poder cultural” los hizo insoportables. Es verdad también que de esa clerecía emanaba un tufillo de falsa aristocracia cultural que la volvió no sólo arcaica, sino ridícula. Bien. Aceptado todo eso, creo todavía que no debemos renunciar a escuchar la voz de los intelectuales críticos (que los hay), a sabiendas de que no son los únicos portadores de la lucidez, pero que tienen cosas importantes que decirnos.
En materia de gustos y colores sí han escrito los autores. No en balde la estética es uno de los saberes más influyentes en nuestras sociedades. Por eso, haber dejado la educación del gusto en manos de los medios de comunicación social ha sido una de las desgracias más vergonzosas de nuestro tiempo. Una globalización del vacío estético, de la vulgaridad, del desprecio al cultivo del espíritu y de la entronización de lo banal, nos domina y nos degrada. Esa indigencia atraviesa todos los segmentos de la sociedad, no respeta edades (aunque exalte sólo a los jóvenes) y depreda cuanto nos quedaba de respeto por los hombres y mujeres cultos. La internacional de la oligofrenia estética es la que lleva por ejemplo a cualquier ignaro a opinar impunemente sobre vestuarios académicos, bandas sonoras, bibliografía, planes de estudio humanísticos, presencia de lo gastronómico en la ciencia o sobre cualquier cosa que se le ocurra, por más que ésta, para ser percibida, exija cierta experticia o alguna sensibilidad educada. Pero eso no importa. A la impostura cultural le basta alegar brutalmente el derecho constitucional a la participación, como si ésta tuviera alguna beligerancia en materia de estética o en gustos artísticos.
Alberto Soria publicó ayer un artículo estupendo que no me voy a privar del placer de aprovecharlo en este post de hoy, a propósito de los comentarios anteriores. Dijo estas cosas que comparto:
“Al paladar y a la mirada le han hecho trampa. Se la siguen haciendo. Al paladar, que desde la casa y escuela la sociedad espera se lo eduque, le han convencido que no necesita mamá y familia. La comida producida en fábricas y en cadenas `sabe mejor`. La publicidad se lo recuerda constantemente...(...) A la mirada actual no se la educa para que escoja lo que le parezca suyo y bello. Sin pausa, se le imponen patrones muchas veces ajenos a su tradición y su cultura”.
La sociedad del espectáculo lo abarca todo y sus jefes eligen por nosotros. Nada le es ajeno, ni la gastronomía, ni la política, ni el arte, ni el deporte.
Reconozco que el mandarinato de ciertos intelectuales o pretendidos tales hizo mucho por alejarnos de la llamada cultura “culta”. Es cierto que la echonería y arrogancia de algunos detentadores del “poder cultural” los hizo insoportables. Es verdad también que de esa clerecía emanaba un tufillo de falsa aristocracia cultural que la volvió no sólo arcaica, sino ridícula. Bien. Aceptado todo eso, creo todavía que no debemos renunciar a escuchar la voz de los intelectuales críticos (que los hay), a sabiendas de que no son los únicos portadores de la lucidez, pero que tienen cosas importantes que decirnos.
En materia de gustos y colores sí han escrito los autores. No en balde la estética es uno de los saberes más influyentes en nuestras sociedades. Por eso, haber dejado la educación del gusto en manos de los medios de comunicación social ha sido una de las desgracias más vergonzosas de nuestro tiempo. Una globalización del vacío estético, de la vulgaridad, del desprecio al cultivo del espíritu y de la entronización de lo banal, nos domina y nos degrada. Esa indigencia atraviesa todos los segmentos de la sociedad, no respeta edades (aunque exalte sólo a los jóvenes) y depreda cuanto nos quedaba de respeto por los hombres y mujeres cultos. La internacional de la oligofrenia estética es la que lleva por ejemplo a cualquier ignaro a opinar impunemente sobre vestuarios académicos, bandas sonoras, bibliografía, planes de estudio humanísticos, presencia de lo gastronómico en la ciencia o sobre cualquier cosa que se le ocurra, por más que ésta, para ser percibida, exija cierta experticia o alguna sensibilidad educada. Pero eso no importa. A la impostura cultural le basta alegar brutalmente el derecho constitucional a la participación, como si ésta tuviera alguna beligerancia en materia de estética o en gustos artísticos.
Alberto Soria publicó ayer un artículo estupendo que no me voy a privar del placer de aprovecharlo en este post de hoy, a propósito de los comentarios anteriores. Dijo estas cosas que comparto:
“Al paladar y a la mirada le han hecho trampa. Se la siguen haciendo. Al paladar, que desde la casa y escuela la sociedad espera se lo eduque, le han convencido que no necesita mamá y familia. La comida producida en fábricas y en cadenas `sabe mejor`. La publicidad se lo recuerda constantemente...(...) A la mirada actual no se la educa para que escoja lo que le parezca suyo y bello. Sin pausa, se le imponen patrones muchas veces ajenos a su tradición y su cultura”.
La sociedad del espectáculo lo abarca todo y sus jefes eligen por nosotros. Nada le es ajeno, ni la gastronomía, ni la política, ni el arte, ni el deporte.
lunes, enero 30, 2006
Hambre de encarnación padece el tiempo
Amélie Nothomp
Me acabo de enterar del nuevo libro de Amélie Nothomp, la muy estimada, joven e inteligente escritora belga. Se titula Biografía del hambre. La noticia del título no tendría mayor importancia para mí, si no me hubiese llegado, precisamente, en el momento en que revisaba algunos materiales sobre el hambre con el propósito de comentarlos en Salsipuedes. “Azar concurrente” le dicen los lezamianos de la UNEY a esas aparentes casualidades que no debemos dejar nunca de atender. Por eso, estas líneas de hoy.
Pueden los lectores de este blog ir a las páginas digitales de “El País” y encontrar en la edición del pasado sábado, en el suplemento Babelia, una espléndida entrevista con Amélie Nothomp, belga, como ya dije, pero nacida y criada en el Japón. Cuando le preguntan si para ella el motor de la historia es el hambre, así como para Marx es la lucha de clases y para Stuart Mill el deseo de ganar más, ella responde:
“No creo que exista ninguna contradicción entre mi punto de vista y los autores que usted cita, sobre todo si se contempla el hambre desde un punto de vista abierto, que incluya apetitos que no sean sólo los ligados a la comida. Por eso abro el libro (`Biografía del hambre`) con una referencia al archipiélago de Vanuatu, que durante siglos ha vivido en la abundancia y el aislamiento, que no ha conocido el hambre. La constatación es cruel: tener hambre es terrible, pero no tener la posibilidad de pasar hambre es aún peor. Vanuatu es un paraíso que es un infierno porque suprime el deseo en la medida en que no hay problema para colmarlo”.
Amélie Nothomp decidió el 5 de enero de 1981, a los trece años, el día de santa Amelia, dejar de comer. Lo hizo junto a su hermana Juliette, en Bangladesh, donde su padre era embajador. La tajante resolución la tomó a partir de esta reflexión: “No se puede ver cada día impunemente el espectáculo violento y constante del hambre y vivir rodeado de gente que muere porque no tiene qué comer”. De esa manera Amélie y Juliette Nothomp realizaron la primera protesta anoréxica contra la injusticia alimentaria. No hicieron exactamente como el artista del hambre de Kafka, más gastronómico que social, pero compartieron con él la búsqueda del hambre absoluta. Por fortuna, la racionalidad de los trece años fue acompañada por otras y Amélie aprovechó la anorexia para salvarse de su alcoholismo infantil. No sé más. Ahora espero el libro con ganas, es decir, con hambre y curiosidad, para saber cómo terminó esa etapa de la vida de las Nothomp.
Terminada la lectura de la entrevista busqué la memorable novela Hambre de Knut Hamsum y leí estas palabras: “Había llegado a la dichosa locura del hambre: estaba vacío, libre de todo dolor, y mis pensamientos habían perdido el control”. Recordé de nuevo a Kafka y también a Josué de Castro y su Geografía del hambre, libro mencionado hace poco por mi amigo Guy Monod como lectura obligatoria para los aprendices de chefs, pero en ayunas. Me dije, de pronto, como tantas veces, un verso de Octavio Paz que es casi mi santo y seña: “Hambre de encarnación padece el tiempo”. Definitivamente, me llegaron las imágenes para un tema crucial de nuestra época y pensé que debíamos replantearnos una visión del hambre sin separar jamás la literatura de la ciencia.
Tomé, entonces, otro libro. Esta vez se trataba de Meditaciones sobre el gusto, ensayo del sociólogo argentino Matías Bruera y subrayé estas palabras para iniciar un camino: “La comida nutre y apela a lo genésico. De la misma manera que la frugalidad sólo es posible para quien no tiene apetito, el lujo es incomprensible sin el hambre. En el presente, la ideología fundamentalista del mundo gourmet es la más plena representación de una actitud reaccionaria y oclusiva ante la `producción` de miseria. El placer por el gusto es, en definitiva, la negación del hambre”.
lunes, enero 23, 2006
Fervor de los mercados
El disfrute gastronómico no está limitado a la mesa ni a los comensales. Comienza en el cocinero y mucho antes de llegar al fogón. Es más: pienso que la verdadera erótica de la cocina aflora cuando nos imaginamos lo que queremos comer y vamos al mercado a seleccionar los materiales que nuestros platos requieren. Hablo, desde luego, de quien cocina para sí y para los suyos y de quien realiza esa actividad con libre y pleno deleite.
Todo objeto de deseo activa la imaginación y echa a volar el espíritu creativo que hay en uno. En la cocina también ese objeto es el motor de una poiesis esencial. Basta ver las frutas, las verduras o los pescados, para que nuestros sentidos comiencen a viajar por las huertas, los ríos o los mares y que nuestra visita al mercado se convierta en una aventura inigualable, propiciatoria de recuerdos y asociaciones sensoriales. La literatura nos ha regalado hermosas páginas de esos recorridos maravillosos. Recordemos uno: La Mayorala en El Recurso del Método de Alejo Carpentier, entrando gozosa a una tienda de París que ofrecía mangos y yucas para la suntuosa mesa de su jefe, un dictador latinoamericano, rastacuero y buen diente.
Ir al mercado y dejarse seducir por su ambiente y sus ofertas es realizar uno de los mejores viajes culinarios (o viajes, simplemente) que podamos concebir. Conozco un caso de cerca donde el goce de ese viaje tiene una impronta decisiva.
Cuchi va al mercado y lo recorre. Con su mirada elabora el menú del día. Los alimentos le entran por la vista y es su frescura la que más tarde terminará imponiéndose. Así, una mesa que por la mañana Cuchi se imaginó poblada de pescados o mariscos, albergará al mediodía otra cosa, por ejemplo, un chile con carne y batatas fritas. ¿Que pasó con el pescado. Al ver tantos “fósiles” en la pescadería (Cuchi siempre dice: “esos pescados parecen del pleistoceno”), optó por los dictados del azar concurrente: vio unas estupendas batatas y lo demás lo hizo su memoria...
Hoy me habla fascinada del mercado de Carúpano y me dice: es un mercado barroco, abigarrado, que posee el viejo esplendor de los mercados de pueblo. Mantiene –agrega- la algarabía necesaria para ser un espléndido ambiente de ebullición humana, así como de encuentro vivo con los frutos de la tierra y del mar. Estos se encuentran en atractivo desorden y son de variado tipo, como si una fiesta de las verduras o de los pescados y mariscos se hubiese aclimatado allí con toda su diversidad posible. Como en todo mercado que se respete, encontramos en el de Carúpano una suculenta oferta de comida preparada. Y algo curioso: con los puestos de alimentos conviven numerosas barberías y peluquerías, en una mezcla de oficios donde la territorialización de las especialidades aún no ha llegado, por fortuna. Uno se imagina que de pronto va a salir de alguna tienda del mercado María Rodríguez con su tabaco y su belleza. Todo es posible, según Cuchi, en este encantador mercado de Carúpano.
¿Cómo haremos para recuperar nuestros viejos mercados o para hacer de los nuevos un lugar donde conviva la poesía de la cocina con la honesta función del intercambio? No sé cómo, pero si lográramos una recuperación de los mercados, sé que estaríamos no sólo rescatando un patrimonio, sino ganando espacios para nuestra formación culinaria. Los mercados son el sitio ideal para las primeras clases de todo curso de cocina.
Concluyo con unas palabras de Alain Ducasse, leídas en su “Diccionario del amante de la cocina” y que resumen lo que he tratado de comunicarles hoy:
“Visitar un mercado es la mejor manera de conocer un país, una región, una estación. El mercado es parlanchín; todo está despojado de sofisticación, todo es exuberante y sin fingimiento”.
Todo objeto de deseo activa la imaginación y echa a volar el espíritu creativo que hay en uno. En la cocina también ese objeto es el motor de una poiesis esencial. Basta ver las frutas, las verduras o los pescados, para que nuestros sentidos comiencen a viajar por las huertas, los ríos o los mares y que nuestra visita al mercado se convierta en una aventura inigualable, propiciatoria de recuerdos y asociaciones sensoriales. La literatura nos ha regalado hermosas páginas de esos recorridos maravillosos. Recordemos uno: La Mayorala en El Recurso del Método de Alejo Carpentier, entrando gozosa a una tienda de París que ofrecía mangos y yucas para la suntuosa mesa de su jefe, un dictador latinoamericano, rastacuero y buen diente.
Ir al mercado y dejarse seducir por su ambiente y sus ofertas es realizar uno de los mejores viajes culinarios (o viajes, simplemente) que podamos concebir. Conozco un caso de cerca donde el goce de ese viaje tiene una impronta decisiva.
Cuchi va al mercado y lo recorre. Con su mirada elabora el menú del día. Los alimentos le entran por la vista y es su frescura la que más tarde terminará imponiéndose. Así, una mesa que por la mañana Cuchi se imaginó poblada de pescados o mariscos, albergará al mediodía otra cosa, por ejemplo, un chile con carne y batatas fritas. ¿Que pasó con el pescado. Al ver tantos “fósiles” en la pescadería (Cuchi siempre dice: “esos pescados parecen del pleistoceno”), optó por los dictados del azar concurrente: vio unas estupendas batatas y lo demás lo hizo su memoria...
Hoy me habla fascinada del mercado de Carúpano y me dice: es un mercado barroco, abigarrado, que posee el viejo esplendor de los mercados de pueblo. Mantiene –agrega- la algarabía necesaria para ser un espléndido ambiente de ebullición humana, así como de encuentro vivo con los frutos de la tierra y del mar. Estos se encuentran en atractivo desorden y son de variado tipo, como si una fiesta de las verduras o de los pescados y mariscos se hubiese aclimatado allí con toda su diversidad posible. Como en todo mercado que se respete, encontramos en el de Carúpano una suculenta oferta de comida preparada. Y algo curioso: con los puestos de alimentos conviven numerosas barberías y peluquerías, en una mezcla de oficios donde la territorialización de las especialidades aún no ha llegado, por fortuna. Uno se imagina que de pronto va a salir de alguna tienda del mercado María Rodríguez con su tabaco y su belleza. Todo es posible, según Cuchi, en este encantador mercado de Carúpano.
¿Cómo haremos para recuperar nuestros viejos mercados o para hacer de los nuevos un lugar donde conviva la poesía de la cocina con la honesta función del intercambio? No sé cómo, pero si lográramos una recuperación de los mercados, sé que estaríamos no sólo rescatando un patrimonio, sino ganando espacios para nuestra formación culinaria. Los mercados son el sitio ideal para las primeras clases de todo curso de cocina.
Concluyo con unas palabras de Alain Ducasse, leídas en su “Diccionario del amante de la cocina” y que resumen lo que he tratado de comunicarles hoy:
“Visitar un mercado es la mejor manera de conocer un país, una región, una estación. El mercado es parlanchín; todo está despojado de sofisticación, todo es exuberante y sin fingimiento”.
lunes, enero 16, 2006
El discurso culinario
Estamos asistiendo hoy en día a un inusitado auge del tema gastronómico. Las ofertas de cursos de cocina crecen cada vez más y la supuesta profesión de “chef” parece seducir a buena parte de nuestra población, al amparo de una difusión mediática que intenta convertir a cualquiera en cocinero de pantalla. Si a eso añadimos un ideolecto “gourmet” que viene regándose como pólvora en ciertos estratos medios y profesionales, bien podemos afirmar que estamos en presencia de un hecho que no debe ser ignorado por quienes nos ocupamos del tema de la alimentación en Venezuela.
Por más que nos encante el discurso hedonista de la mesa y por más que conozcamos las delicias de una retórica del gusto, la realidad resulta insoslayable: los contados miembros del mercado gourmet coexisten con los innumerables hambrientos de la tierra. Y es allí donde este tema se vuelve problemático y desafiante.
La estética de la cocina no puede ocultar, por más que algunos lo pretendan, la ética de la alimentación. Así, sería irritante continuar dándole pábulo al mito de la “exquisitez” desconociendo las terribles aristas del hambre. Y no se trata de posponer el disfrute del acto alimentario hasta que alguien “reparta” la riqueza y los placeres. No. Se trata de buscar el cauce para una genuina cultura gastronómica que todos podamos producir y compartir. Una cultura que, además de ese aspecto de carácter social que hemos apuntado, incluya un valor hoy preterido por la avalancha de impostores de la cocina: la honestidad del arte culinario.
Creo que en el vocablo “honestidad” está una clave que nos permite avanzar en un aspecto importante del tema: ¿Son honestas las ofertas para formar “chefs internacionales” que a diario fatigan las páginas de los medios de comunicación? ¿Es auténtica la jerga empleada para conformar un código de iniciados en el vino y en la “deconstrucción”? ¿Son verdaderos los saberes que se nos ofrecen? ¿Son genuinos los sabores que la propaganda narcisista de la industria del gusto nos propone? ¿Todo eso no es pura mercancía?
Pienso que una internacional de la falacia “gourmet” ha montado un enorme negocio sobre la base de la ignorancia que la mayoría tiene acerca del tema gastronómico. Por supuesto, no todos los que poseen renombre mundial o nacional, como cocineros o “chefs”, forman parte de esa industria de la impostura, pero ya está siendo difícil distinguir las voces de los ecos. Si no hacemos un alto en esa carrera de fetichización de la comida terminaremos pronto con el placer de prepararla y consumirla con la gracia que da la libertad. Como en el insuperable tango de Discépolo, dará lo mismo ser “derecho que traidor”, ser Subijana o Sumito que cualquier manipulador de sifones de nitrógeno.
En Salsipuedes estamos dando inicio a una discusión sobre este tema. Queremos que nuestras clases y talleres de cocina sean también espacios para la reflexión, incluso, para la reflexión sobre la clase misma. Sabemos que una clase de cocina, como todas, debe ser siempre una clase de ética. Tanto en el aula, como en los fogones, la deshonestidad es siempre letal.
¿Cómo pedirle a un cocinero auténtico que nos enseñe lo que no siente? El maestro, además de ser un portador de conocimientos, es una experiencia a transmitir, una memoria personal dispuesta a compartirse. Y es, a no dudarlo, una emoción auténtica, no el fingimiento de una objetividad. Sus hallacas de cochino, por ejemplo, son sus hallacas y el alumno que vaya buscando otra cosa, no merece ni las de su mamá.
Por más que nos encante el discurso hedonista de la mesa y por más que conozcamos las delicias de una retórica del gusto, la realidad resulta insoslayable: los contados miembros del mercado gourmet coexisten con los innumerables hambrientos de la tierra. Y es allí donde este tema se vuelve problemático y desafiante.
La estética de la cocina no puede ocultar, por más que algunos lo pretendan, la ética de la alimentación. Así, sería irritante continuar dándole pábulo al mito de la “exquisitez” desconociendo las terribles aristas del hambre. Y no se trata de posponer el disfrute del acto alimentario hasta que alguien “reparta” la riqueza y los placeres. No. Se trata de buscar el cauce para una genuina cultura gastronómica que todos podamos producir y compartir. Una cultura que, además de ese aspecto de carácter social que hemos apuntado, incluya un valor hoy preterido por la avalancha de impostores de la cocina: la honestidad del arte culinario.
Creo que en el vocablo “honestidad” está una clave que nos permite avanzar en un aspecto importante del tema: ¿Son honestas las ofertas para formar “chefs internacionales” que a diario fatigan las páginas de los medios de comunicación? ¿Es auténtica la jerga empleada para conformar un código de iniciados en el vino y en la “deconstrucción”? ¿Son verdaderos los saberes que se nos ofrecen? ¿Son genuinos los sabores que la propaganda narcisista de la industria del gusto nos propone? ¿Todo eso no es pura mercancía?
Pienso que una internacional de la falacia “gourmet” ha montado un enorme negocio sobre la base de la ignorancia que la mayoría tiene acerca del tema gastronómico. Por supuesto, no todos los que poseen renombre mundial o nacional, como cocineros o “chefs”, forman parte de esa industria de la impostura, pero ya está siendo difícil distinguir las voces de los ecos. Si no hacemos un alto en esa carrera de fetichización de la comida terminaremos pronto con el placer de prepararla y consumirla con la gracia que da la libertad. Como en el insuperable tango de Discépolo, dará lo mismo ser “derecho que traidor”, ser Subijana o Sumito que cualquier manipulador de sifones de nitrógeno.
En Salsipuedes estamos dando inicio a una discusión sobre este tema. Queremos que nuestras clases y talleres de cocina sean también espacios para la reflexión, incluso, para la reflexión sobre la clase misma. Sabemos que una clase de cocina, como todas, debe ser siempre una clase de ética. Tanto en el aula, como en los fogones, la deshonestidad es siempre letal.
¿Cómo pedirle a un cocinero auténtico que nos enseñe lo que no siente? El maestro, además de ser un portador de conocimientos, es una experiencia a transmitir, una memoria personal dispuesta a compartirse. Y es, a no dudarlo, una emoción auténtica, no el fingimiento de una objetividad. Sus hallacas de cochino, por ejemplo, son sus hallacas y el alumno que vaya buscando otra cosa, no merece ni las de su mamá.
sábado, diciembre 31, 2005
Desde la ciudad junto al río inmóvil...
...donde no estoy comiendo sino morfando como Guy Monod, le digo a todos los amigos de Duelos y Quebrantos:
¡FELIZ AÑO 2006!
¡FELIZ AÑO 2006!
lunes, diciembre 19, 2005
La hallaca: una ceremonia afectiva
Todos en navidad cedemos a los placeres de la mesa. No hay cuerpo que se resista ni dieta que se cumpla. Y es que la celebración decembrina no sería tal sin la felicidad de los condumios. Las promesas de austeridad en nuestras ingestas quedan postergadas para los buenos propósitos del año venidero. Nada de abstinencias gastronómicas en estos días propicios al exceso, durante los cuales parece que nos hubiese sido otorgada una licencia especial para los desafueros del convite. No es para menos. Se trata de una fiesta del espíritu cuyo centro se encuentra en la cocina, a la que acudimos en familia para dar cumplimiento a los rituales de una hermosa tradición. Por unas semanas somos todos golosos y hallaqueros.
Hemos ido perdiendo numerosas usos y costumbres, pero la secular hallaca no se desvanece. Ahí está, viva, manteniendo su lugar estelar en la navidad venezolana. En torno a ella giramos durante los días pascuales, intentando recuperar convivencias perdidas o espacios de amor lesionados y maltrechos. La hallaca hace el milagro de reunirnos. Y la cosa comienza desde los preparativos de su confección, pasa gozosamente por ésta y no concluye con su consumo. Se prolonga en los intercambios vecinales, amistosos, familiares, o simplemente, afectivos. La hallaca es un aguinaldo que se comparte y un gusto colectivo que nos damos una vez al año para disfrutar de la paz, o por lo menos, de la tregua.
Un tratado de sociología venezolana que se respete tendría que detenerse en la hallaca como un capítulo fundamental de la concordia criolla. Ver a los hermanos distribuirse las tareas en su elaboración, a la madre dirigir la brigada y al padre probar el guiso o amarrar torpe o diestramente, es un espectáculo de integración hogareña que no puede pasar inadvertido al estudioso de nuestro carácter como pueblo.
Hacer hallacas es, sin duda, una manifestación riquísima, que no se limita a la actividad alimentaria. Representa un acto de comunión con los ancestros y de reencuentro con nuestros contemporáneos. Es una expresión de patrimonio cultural material e inmaterial, a la vez. También lo son sus resultados. Y algo más, representa los más preciados orgullos caseros, los más célebres trofeos gastronómicos de varias generaciones. Las hallacas son simultáneamente vanidades comestibles y simbólicas. Son sabrosísimas querencias milenarias.
Plato barroco y rey de los tamales, la hallaca recorre nuestra historia y recoge a su paso lo mejor de las raíces de este continente. A partir de su presencia arquetipal, admite variantes de diversa índole, dejándole a la sazón de cada uno el secreto de su grandeza, que se revela de una vez en el color y la textura de la masa. Lo que sí no ha admitido aún la hallaca es la novelería. Así, cualquier intento de deconstrucción refistolero se estrella contra esta pieza monumental de la cultura venezolana. Y es que deconstruir afectos no puede ser impune. Y la hallaca, como se sabe, es sobre todo una ceremonia afectiva.
Este año, como siempre, ayudé como veterano amarrador, en la confección de las hallacas de Cuchi, en cuyo guiso la única carne que participa es la del cochino. La manteca de este soberbio animal (temida por algunos hugonotes de la alimentación) es la que se encarga de realzar la delicada masa de estas hallacas que son como las de mi abuela tocuyana, cuyos secretos alguna vez le confió a Cuchi mi tío Oscar Castellanos París, a cuya memoria dedico el esplendor de este momento sagrado.
Feliz Navidad a todos. Y ¡salud!
Hemos ido perdiendo numerosas usos y costumbres, pero la secular hallaca no se desvanece. Ahí está, viva, manteniendo su lugar estelar en la navidad venezolana. En torno a ella giramos durante los días pascuales, intentando recuperar convivencias perdidas o espacios de amor lesionados y maltrechos. La hallaca hace el milagro de reunirnos. Y la cosa comienza desde los preparativos de su confección, pasa gozosamente por ésta y no concluye con su consumo. Se prolonga en los intercambios vecinales, amistosos, familiares, o simplemente, afectivos. La hallaca es un aguinaldo que se comparte y un gusto colectivo que nos damos una vez al año para disfrutar de la paz, o por lo menos, de la tregua.
Un tratado de sociología venezolana que se respete tendría que detenerse en la hallaca como un capítulo fundamental de la concordia criolla. Ver a los hermanos distribuirse las tareas en su elaboración, a la madre dirigir la brigada y al padre probar el guiso o amarrar torpe o diestramente, es un espectáculo de integración hogareña que no puede pasar inadvertido al estudioso de nuestro carácter como pueblo.
Hacer hallacas es, sin duda, una manifestación riquísima, que no se limita a la actividad alimentaria. Representa un acto de comunión con los ancestros y de reencuentro con nuestros contemporáneos. Es una expresión de patrimonio cultural material e inmaterial, a la vez. También lo son sus resultados. Y algo más, representa los más preciados orgullos caseros, los más célebres trofeos gastronómicos de varias generaciones. Las hallacas son simultáneamente vanidades comestibles y simbólicas. Son sabrosísimas querencias milenarias.
Plato barroco y rey de los tamales, la hallaca recorre nuestra historia y recoge a su paso lo mejor de las raíces de este continente. A partir de su presencia arquetipal, admite variantes de diversa índole, dejándole a la sazón de cada uno el secreto de su grandeza, que se revela de una vez en el color y la textura de la masa. Lo que sí no ha admitido aún la hallaca es la novelería. Así, cualquier intento de deconstrucción refistolero se estrella contra esta pieza monumental de la cultura venezolana. Y es que deconstruir afectos no puede ser impune. Y la hallaca, como se sabe, es sobre todo una ceremonia afectiva.
Este año, como siempre, ayudé como veterano amarrador, en la confección de las hallacas de Cuchi, en cuyo guiso la única carne que participa es la del cochino. La manteca de este soberbio animal (temida por algunos hugonotes de la alimentación) es la que se encarga de realzar la delicada masa de estas hallacas que son como las de mi abuela tocuyana, cuyos secretos alguna vez le confió a Cuchi mi tío Oscar Castellanos París, a cuya memoria dedico el esplendor de este momento sagrado.
Feliz Navidad a todos. Y ¡salud!
jueves, diciembre 15, 2005
Navidad y Nazoa
15-12-05:
La mañana de hoy está fría. Me llegan recuerdos de los diciembres de mi infancia. Por eso puedo decirme que ha empezado para mí la navidad. Ya puedo repetir un soneto de Aquiles Nazoa que me gusta mucho y que sólo viene a mi memoria por esta época. Mejor dicho, sufro de una especie de reflejo condicionado. Cuando siento la navidad (por el olor, o por el frío, o por la luz) en mí se disparan, sin esfuerzo, los siguientes versos de Nazoa:
Avelina, Avelina, amiga mía,
hermana de mi novia y mi pañuelo,
hoy he pensado en ti mirando el cielo
con su inocente azul de Epifanía.
Sabrás que es Navidad; que de agua fría
nos pone el clima flores en el pelo,
mientras envuelto en su gabán de yelo
pasa diciembre en troika de alegría.
Lleno su corazón de cascabeles
y músicas de antiguos carrouseles,
la ciudad se volvió juguetería.
Y en ese fino mundo espolvoreado
de azúcar infantil, te he recordado,
¡Avelina, Avelina, amiga mía!
(Aquiles Nazoa)
Y ahora a las hallacas. Saludos navideños a todos.
La mañana de hoy está fría. Me llegan recuerdos de los diciembres de mi infancia. Por eso puedo decirme que ha empezado para mí la navidad. Ya puedo repetir un soneto de Aquiles Nazoa que me gusta mucho y que sólo viene a mi memoria por esta época. Mejor dicho, sufro de una especie de reflejo condicionado. Cuando siento la navidad (por el olor, o por el frío, o por la luz) en mí se disparan, sin esfuerzo, los siguientes versos de Nazoa:
Avelina, Avelina, amiga mía,
hermana de mi novia y mi pañuelo,
hoy he pensado en ti mirando el cielo
con su inocente azul de Epifanía.
Sabrás que es Navidad; que de agua fría
nos pone el clima flores en el pelo,
mientras envuelto en su gabán de yelo
pasa diciembre en troika de alegría.
Lleno su corazón de cascabeles
y músicas de antiguos carrouseles,
la ciudad se volvió juguetería.
Y en ese fino mundo espolvoreado
de azúcar infantil, te he recordado,
¡Avelina, Avelina, amiga mía!
(Aquiles Nazoa)
Y ahora a las hallacas. Saludos navideños a todos.
lunes, diciembre 12, 2005
La cocina es el laboratorio de la vida
Debería ser un lugar común y no una atrevida rareza académica de la UNEY considerar a la cocina como un espacio fundamental de la ciencia de los alimentos. Pero qué le vamos a hacer. Nos tocó esta época de analfabetismos “ilustrados” y de vaciedades curriculares que nos obliga a aclarar lo obvio y a enseñar las cosas que creíamos sabidas desde siempre. Así, debemos repetir viejas verdades como la siguiente:
“La cocina: ¡qué invención tan ingeniosa y extraña, del ser humano! Bien visto lo que hacen para nosotros en la cocina los misteriosos oficios del fuego, puede decirse que cuando el hombre comparece ante su plato de humeante comida en la mesa, ya la parte más demorada y laboriosa del acto nutricio le ha sido realizada desde hace bastante rato por el trabajo del fogón.
La cocina nos facilita artificialmente el trabajo primario de nutrirnos y nos abrevia el tiempo de hacerlo; todo esto quiere decir que la cocina es una máquina. Es la más antigua de las máquinas inventadas por el hombre; es nuestra máquina de comer. Y es, como toda máquina, un instrumento de liberación del espíritu. El oficio de la cocina hace por nuestro cuerpo lo que sin su intervención tendrían que hacer en dificilísimas condiciones nuestros dientes, nuestra lengua, nuestras glándulas y nuestras mandíbulas. Es, admirablemente sintetizada, una proyección, una reproducción artificial, de ese complicadísimo taller de elaborar la vida, que tenemos en nuestro aparato digestivo. Y por lo mismo que su trabajo de comer por nosotros no es sólo de orden físico –ablandar, docilizar y comprimir materias-, sino también licuar o diluir sustancias, emulsionarlas y transformarlas, bien podemos tenerla, al mismo tiempo que como una simplificación de ese admirable taller, como el más fino y delicado laboratorio, imagen resumida de las químicas entrañables por las que el hombre transforma la tierra en movimiento de su cuerpo y vuelo de su espíritu.
La cocina le permitió al hombre compartir su existencia entre tiempo de vegetar y tiempo de vivir, reduciéndole a breves actos el cumplimiento a las demandas primordiales del subsistir; proporcionándole por consiguiente un margen de ocio y libertad, apto para emplear en otros afanes las horas de sus días. La parte de actividad que el hombre consume en su alimentación, se reduce a completar, tomándolo en su etapa de síntesis útil, un trabajo cuyos aspectos mecánicos y químicos simplificó para él la cocina. El tiempo que todas las demás especies debieron esclavizar inexorablemente al instinto de comer y al trabajo de digerir, se tradujo para las criaturas del mundo zoológico en acondicionamientos del organismo a las necesidades primarias y en acomodaciones al sistema natural de alimentación, que los dejaron definitivamente encadenados a la naturaleza. El hombre, al delegar en la cocina la parte más absorbente y morosa de su trabajo nutricio, pudo así diversificar su tiempo vital (...) Así lo que llamamos civilización y lo que llamamos cultura, se originó (...) con la invención de la cocina”.
El texto anterior no pertenece a la brillante profesora Anabel López, interesada, como todos saben en la UNEY, en repetir esos lugares comunes que tanto disgustan a cierta oligofrenia. Pertenece al admirable poeta venezolano Aquiles Nazoa, quien siempre supo decirnos con gracia “las cosas más sencillas”.
“La cocina: ¡qué invención tan ingeniosa y extraña, del ser humano! Bien visto lo que hacen para nosotros en la cocina los misteriosos oficios del fuego, puede decirse que cuando el hombre comparece ante su plato de humeante comida en la mesa, ya la parte más demorada y laboriosa del acto nutricio le ha sido realizada desde hace bastante rato por el trabajo del fogón.
La cocina nos facilita artificialmente el trabajo primario de nutrirnos y nos abrevia el tiempo de hacerlo; todo esto quiere decir que la cocina es una máquina. Es la más antigua de las máquinas inventadas por el hombre; es nuestra máquina de comer. Y es, como toda máquina, un instrumento de liberación del espíritu. El oficio de la cocina hace por nuestro cuerpo lo que sin su intervención tendrían que hacer en dificilísimas condiciones nuestros dientes, nuestra lengua, nuestras glándulas y nuestras mandíbulas. Es, admirablemente sintetizada, una proyección, una reproducción artificial, de ese complicadísimo taller de elaborar la vida, que tenemos en nuestro aparato digestivo. Y por lo mismo que su trabajo de comer por nosotros no es sólo de orden físico –ablandar, docilizar y comprimir materias-, sino también licuar o diluir sustancias, emulsionarlas y transformarlas, bien podemos tenerla, al mismo tiempo que como una simplificación de ese admirable taller, como el más fino y delicado laboratorio, imagen resumida de las químicas entrañables por las que el hombre transforma la tierra en movimiento de su cuerpo y vuelo de su espíritu.
La cocina le permitió al hombre compartir su existencia entre tiempo de vegetar y tiempo de vivir, reduciéndole a breves actos el cumplimiento a las demandas primordiales del subsistir; proporcionándole por consiguiente un margen de ocio y libertad, apto para emplear en otros afanes las horas de sus días. La parte de actividad que el hombre consume en su alimentación, se reduce a completar, tomándolo en su etapa de síntesis útil, un trabajo cuyos aspectos mecánicos y químicos simplificó para él la cocina. El tiempo que todas las demás especies debieron esclavizar inexorablemente al instinto de comer y al trabajo de digerir, se tradujo para las criaturas del mundo zoológico en acondicionamientos del organismo a las necesidades primarias y en acomodaciones al sistema natural de alimentación, que los dejaron definitivamente encadenados a la naturaleza. El hombre, al delegar en la cocina la parte más absorbente y morosa de su trabajo nutricio, pudo así diversificar su tiempo vital (...) Así lo que llamamos civilización y lo que llamamos cultura, se originó (...) con la invención de la cocina”.
El texto anterior no pertenece a la brillante profesora Anabel López, interesada, como todos saben en la UNEY, en repetir esos lugares comunes que tanto disgustan a cierta oligofrenia. Pertenece al admirable poeta venezolano Aquiles Nazoa, quien siempre supo decirnos con gracia “las cosas más sencillas”.
lunes, diciembre 05, 2005
Ayer salió la lancha Nueva Esparta
Y llegó hoy cargada de carites, lamparosas, corocoros, sierras, cazones, pargos y jureles. Y fue la fiesta. Habrá pescado “vivo” en la casa. Para el desayuno, corocoro frito y bollos. Hervido de jurel para el almuerzo, con ñame, mapuey, ocumo y yuca. Y para la cena, cuajado de cazón o lamparosa frita acompañada de arroz blanco y plátano asado. Y mucho casabe. Y mucha arepa. Y de postre, dulce de jobo de La India. Si estamos en Irapa o en Güiria, podríamos atrevernos con un pabellón donde el carite frito sustituye, como debe ser, a la carne mechada. Y así terminamos el día cantando lo que iniciamos cuando supimos la buena nueva de que había llegado la lancha Nueva Esparta: “salió confiada a recorrer los mares/ y encontró un pez de fuerzas, muy ligero,/ que agarra los anzuelos y revienta los guarales”.
Esa cotidiana realidad de los pueblos de pescadores es casi siempre un sueño para quienes vivimos lejos del mar y damos un ojo por un róbalo. Si estamos en San Felipe o en Barquisimeto y queremos pescado fresco de verdad y no esas piezas del pleistosceno que exhiben su vetustez sobre un engañoso hielo en las refrigeradoras de los supermercados citadinos, debemos trasladarnos temprano hasta Tucacas. Qué le vamos hacer. Aquí nos tocó. Lejos del pescado fresco y cerca de la especulación y del peligroso congelado. Si en Tucacas conseguimos carite y langostinos podemos llegar a la casa y prepararnos una moqueca. Cebolla, tomate, pimentones, leche de coco y ají picante, harán lo demás.
Germán Carrera Damas, eminente historiador y diplomático, cumanés criado por pescadores guaiqueríes, nos visitó recientemente y nos trajo su sabroso libro Elogio de la gula (Editorial Norma, agosto 2005). Allí encontré el material gastronómico del primer párrafo de este artículo, y sobre todo, estupendas recetas (no sólo de pescados) que harán las delicias de los lectores que disfrutan del don divino de la gula. Hoy quiero compartir con ustedes las instrucciones que Carrera Damas nos da para hacer empanadas de cazón:
EMPANADAS DE CAZON
“Se elaboran con la masa para arepas, pero añadiéndole un punto de dulce con raspadura de papelón, y el guiso de cazón (hervido en abundante agua, añadiendo cebolla, verde ajoporro y unos cuantos ajíes dulces reventados, para combatir el fuerte olor que se desprende se añade un pedazo de pan duro; después se prepara, en un caldero, un sofrito con cebolla, ajo, ají dulce y tomate, y onoto para darle color. Sal, comino y un poco de ají picante perfeccionan el sofrito. Se incorpora el cazón y se mezclan bien los componentes. Se monta a fuego lento, revolviéndolo con frecuencia, hasta quedar casi seco). Se les fríe nadando en manteca no demasiado caliente, de manera que se doren sin arrebatarse”.
Nos dejó también Germán Carrera Damas el grato recuerdo de unas opiniones oportunas y certeras acerca de la pertinencia de nuestro pregrado Ciencia y Cultura de la Alimentación, uno de los desafíos académicos más fascinantes que encontrarse pueda en la educación superior de Venezuela de hoy en día. Una apuesta contra la corriente y contra la mediocridad, que Carrera saludó de esta manera: “Para entender el amplio proceso de la alimentación hay que meterse en la cocina, de lo contrario se corre el riesgo de que la investigación se quede en documentos, sin vivenciar este fascinante arte”. Y remató con estas palabras generosas: “La UNEY asume al hombre como integralidad y no divorciando el intelecto de los sentimientos y de lo sensual. Es la primera vez que tengo noticias de una universidad que nace bajo ese vínculo, y si los aplausos pudieran escribirse, yo haría más de un párrafo de ovación”.
Esa cotidiana realidad de los pueblos de pescadores es casi siempre un sueño para quienes vivimos lejos del mar y damos un ojo por un róbalo. Si estamos en San Felipe o en Barquisimeto y queremos pescado fresco de verdad y no esas piezas del pleistosceno que exhiben su vetustez sobre un engañoso hielo en las refrigeradoras de los supermercados citadinos, debemos trasladarnos temprano hasta Tucacas. Qué le vamos hacer. Aquí nos tocó. Lejos del pescado fresco y cerca de la especulación y del peligroso congelado. Si en Tucacas conseguimos carite y langostinos podemos llegar a la casa y prepararnos una moqueca. Cebolla, tomate, pimentones, leche de coco y ají picante, harán lo demás.
Germán Carrera Damas, eminente historiador y diplomático, cumanés criado por pescadores guaiqueríes, nos visitó recientemente y nos trajo su sabroso libro Elogio de la gula (Editorial Norma, agosto 2005). Allí encontré el material gastronómico del primer párrafo de este artículo, y sobre todo, estupendas recetas (no sólo de pescados) que harán las delicias de los lectores que disfrutan del don divino de la gula. Hoy quiero compartir con ustedes las instrucciones que Carrera Damas nos da para hacer empanadas de cazón:
EMPANADAS DE CAZON
“Se elaboran con la masa para arepas, pero añadiéndole un punto de dulce con raspadura de papelón, y el guiso de cazón (hervido en abundante agua, añadiendo cebolla, verde ajoporro y unos cuantos ajíes dulces reventados, para combatir el fuerte olor que se desprende se añade un pedazo de pan duro; después se prepara, en un caldero, un sofrito con cebolla, ajo, ají dulce y tomate, y onoto para darle color. Sal, comino y un poco de ají picante perfeccionan el sofrito. Se incorpora el cazón y se mezclan bien los componentes. Se monta a fuego lento, revolviéndolo con frecuencia, hasta quedar casi seco). Se les fríe nadando en manteca no demasiado caliente, de manera que se doren sin arrebatarse”.
Nos dejó también Germán Carrera Damas el grato recuerdo de unas opiniones oportunas y certeras acerca de la pertinencia de nuestro pregrado Ciencia y Cultura de la Alimentación, uno de los desafíos académicos más fascinantes que encontrarse pueda en la educación superior de Venezuela de hoy en día. Una apuesta contra la corriente y contra la mediocridad, que Carrera saludó de esta manera: “Para entender el amplio proceso de la alimentación hay que meterse en la cocina, de lo contrario se corre el riesgo de que la investigación se quede en documentos, sin vivenciar este fascinante arte”. Y remató con estas palabras generosas: “La UNEY asume al hombre como integralidad y no divorciando el intelecto de los sentimientos y de lo sensual. Es la primera vez que tengo noticias de una universidad que nace bajo ese vínculo, y si los aplausos pudieran escribirse, yo haría más de un párrafo de ovación”.
lunes, noviembre 28, 2005
Elogio de la gula
Hoy tuvimos en la UNEY la grata visita de Germán Carrera Damas, con motivo de la presentación de su estupendo libro Elogio de la gula, pleno de saberes y sabores y que es, sin duda, un verdadero regalo para la literatura gastronómica venezolana.
De ese libro hablaré después. Por ahora sólo deseo consignar mi admiración por el autor, un eminente intelectual capaz de reunir con acierto la diplomacia y la cocina, así como la gran historia y la pequeña.
Copio el epígrafe que figura en la introducción de Elogio de la gula:
"Alguien dijo que hay dos clases de libros: los de cocina y los demás. Me permito añadir que los de cocina hablan al espíritu a través de la sensibilidad. Los demás hablan a la sensibilidad desde el intelecto. Los de cocina crean una comunión. Los demás establecen una comunicación"
(El glotón ilustrado)
De ese libro hablaré después. Por ahora sólo deseo consignar mi admiración por el autor, un eminente intelectual capaz de reunir con acierto la diplomacia y la cocina, así como la gran historia y la pequeña.
Copio el epígrafe que figura en la introducción de Elogio de la gula:
"Alguien dijo que hay dos clases de libros: los de cocina y los demás. Me permito añadir que los de cocina hablan al espíritu a través de la sensibilidad. Los demás hablan a la sensibilidad desde el intelecto. Los de cocina crean una comunión. Los demás establecen una comunicación"
(El glotón ilustrado)
lunes, noviembre 21, 2005
Con Chento y Cuchi a la mesa
Noviembre de 1958. Un hombre entra a su casa. Debería hacerlo cabizbajo, pero no. Es un maestro. Es un viejo maestro de escuela, probablemente el más importante de su tiempo. El no lo sabe. Nunca ha salido de su pueblo, salvo para ir una que otra vez a Coro. Tiene 59 años y acaba de ser jubilado, tras casi cuarenta de fecundo servicio continuo. Se llama Manuel Vicente Cuervo y todo el mundo lo conoce como Chento. Uno de sus muchos discípulos, ahora psiquiatra, le ha recomendado una labor-terapia para el ocio que hoy inicia. Chento acepta, cuelga el sombrero y se mete para siempre en su cocina.
Noviembre del 2005. Estamos en Coro, en una de las viejas casas de su centro histórico. Nos hemos congregado en ella para celebrar la aparición de un libro de recetas (en realidad, se trata de la importante antología de un libro) que al decir del profesor Juan Alonso Molina es la obra culinaria “más vasta escrita en nuestro país en todos los tiempos”. Sólo la afortunada reclusión culinaria de Chento Cuervo, un pedagogo innovador y riguroso, fue capaz de depararnos este libro increíble, lentamente escrito, con la bella caligrafía de un maestro empeñado en dejar testimonio veraz de su disciplinada práctica casera. Quienes lo conocieron no podían, quizá, esperar menos. Chento Cuervo fue un maestro excepcional, adelantado a su tiempo, curioso, apasionado y sereno, según las ocasiones lo dictaran. Con su indiscutible calidad magisterial ocupó durante varias décadas el espacio cimero de la vida educativa del Estado Falcón.
Para el acto festivo de esta noche, María Elvira Gómez, rectora de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda le pidió al Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY (co-editora del volumen) que elaborara una muestra de las recetas de ese libro casi milagroso. Y el Centro cumplió con creces.
Acá está hoy Cruz del Sur Morales (Cuchi) con su equipo (Ricardo, Osmany, María, Manzanilla). Pasaron varios días trabajando y procurando la mayor fidelidad a las indicaciones del maestro. Esta noche, con agua de un manantial de Puerto Cumarebo, estamos bautizando el libro de Chento Cuervo, hermosamente diseñado por Miguel Aguilar. Nos aprestamos, después de la intervención musical del ensamble “Cuadrivium”, a ir a la mesa con Chento y con Cuchi. Tres platos, dos contornos y un postre fue la selección de Cruz del Sur. Y esto comeremos: gallina blanca, pernil de cerdo a la criolla, torta de carne, arroz al horno, coliflor al horno y torta de auyama. Lo demás es alegría, memoria y homenaje al maestro universal de Puerto Cumarebo.
Coro, 18 de Noviembre del 2005
Noviembre del 2005. Estamos en Coro, en una de las viejas casas de su centro histórico. Nos hemos congregado en ella para celebrar la aparición de un libro de recetas (en realidad, se trata de la importante antología de un libro) que al decir del profesor Juan Alonso Molina es la obra culinaria “más vasta escrita en nuestro país en todos los tiempos”. Sólo la afortunada reclusión culinaria de Chento Cuervo, un pedagogo innovador y riguroso, fue capaz de depararnos este libro increíble, lentamente escrito, con la bella caligrafía de un maestro empeñado en dejar testimonio veraz de su disciplinada práctica casera. Quienes lo conocieron no podían, quizá, esperar menos. Chento Cuervo fue un maestro excepcional, adelantado a su tiempo, curioso, apasionado y sereno, según las ocasiones lo dictaran. Con su indiscutible calidad magisterial ocupó durante varias décadas el espacio cimero de la vida educativa del Estado Falcón.
Para el acto festivo de esta noche, María Elvira Gómez, rectora de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda le pidió al Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY (co-editora del volumen) que elaborara una muestra de las recetas de ese libro casi milagroso. Y el Centro cumplió con creces.
Acá está hoy Cruz del Sur Morales (Cuchi) con su equipo (Ricardo, Osmany, María, Manzanilla). Pasaron varios días trabajando y procurando la mayor fidelidad a las indicaciones del maestro. Esta noche, con agua de un manantial de Puerto Cumarebo, estamos bautizando el libro de Chento Cuervo, hermosamente diseñado por Miguel Aguilar. Nos aprestamos, después de la intervención musical del ensamble “Cuadrivium”, a ir a la mesa con Chento y con Cuchi. Tres platos, dos contornos y un postre fue la selección de Cruz del Sur. Y esto comeremos: gallina blanca, pernil de cerdo a la criolla, torta de carne, arroz al horno, coliflor al horno y torta de auyama. Lo demás es alegría, memoria y homenaje al maestro universal de Puerto Cumarebo.
Coro, 18 de Noviembre del 2005
lunes, noviembre 14, 2005
La alimentación curativa
Muchos años después ante una suculenta crema de brócoli, el capellán universitario Pionono Anzola había de recordar la tarde remota en que Toto de Lima, cargado de yerbas, irrumpió en la cocina de su casa con el propósito de realizar una práctica de alimentación terapéutica. Como para entonces carecía de interés en esos temas, el pequeño Pío captó sólo el juego de palabras de su abuela por la aparición intempestiva del visitante: “¡Con que el arbolario de Toto ahora es herbolario!”. Era ambas cosas, sin duda. Los brebajes y sopas que Toto de Lima preparó en esa ocasión tal vez hicieron el milagro de curar al tío enfermo, pero fue el médico Méndez quien se llevó los honores y para el pueblo Toto siguió siendo sólo el yerbatero.
Las cosas han mejorado, pero no lo suficiente. Hará unos veinte años un conocido y sabio naturista tuvo que soportar la fama de brujo que los universitarios le endilgaban. No entendían éstos el uso casero de las verduras para la curación del ser humano y persistían en el típico autismo de la ignorancia doctorada. Los más hábiles ejercían la falacia retórica y le atribuían al naturista lo que éste no había dicho seriamente nunca, para refutarlo a sus anchas. Así, se creían inteligentísimos cuando afirmaban que también la naturaleza produce venenos y que buena parte (o casi todos) de los llamados “alimentos naturales” han sido intervenidos por el hombre. Round de sombra. Ningún naturista que se respete dejaría esos flancos descubiertos para solaz de la echonería universitaria y pseudocientífica. El asunto es distinto. Es la existencia de otros saberes y de otras culturas, cercanas a los laboratorios milenarios de la naturaleza y muy distantes de la medicina gremializada que discurre, impune y soberbia, entre las aulas y las clínicas. Esa diversidad cultural es la que no termina de ser reconocida por el “saber” hegemónico, irritado y molesto porque hay quienes postulan a la cocina como el espacio ideal para proteger y mantener la salud.
Nada ganaremos con las investigaciones acerca de la inocuidad alimentaria si no hay cultura culinaria de por medio. La buena práctica agrícola, el cuidado riguroso del huerto orgánico, el cumplimiento de las normas más estrictas en la industria de los alimentos, la veracidad informativa de las etiquetas o el merecido y difícil sello de calidad de los productos; todo, todo eso puede estrellarse contra la vida cotidiana, tal como le pasó a la barca del amor de Maiakovski. Una incultura culinaria puede acabar en un segundo con los mayores esfuerzos en pro de la inocuidad de nuestros alimentos. Y eso puede ocurrir mucho antes de que éstos lleguen a la cocina. Así que no se trata de esperar la “mis en place”, la entrada a los fogones y menos aún, que la mesa esté servida, para reparar en la indispensable presencia de lo gastronómico en todos los estudios sobre la alimentación de seres humanos.
Vuelvo al recuerdo del capellán Anzola. Toto salvó a su tío de la disfagia, del cáncer y de la melancolía, después de varios días de tratamiento alimentario. Comenzó así:
Hizo un caldo con lagarto sin hueso, hervido, bien ablandado. Le agregó brócoli (pudo ser coliflor, zanahoria, auyama, berro o espinaca). Hirvió el brócoli por poco tiempo para preservar sus propiedades antioxidantes. Luego licuó muy poco a poco y finamente para evitar colar, de manera que se conservaran las fibras de la verdura. Al licuar le añadió dos cucharadas de semillas de ajonjolí tostadas y una de almendras (pueden ser también nueces o maní). Licuó muy bien porque las semillas no podían quedar enteras.
Eso fue todo.
Las cosas han mejorado, pero no lo suficiente. Hará unos veinte años un conocido y sabio naturista tuvo que soportar la fama de brujo que los universitarios le endilgaban. No entendían éstos el uso casero de las verduras para la curación del ser humano y persistían en el típico autismo de la ignorancia doctorada. Los más hábiles ejercían la falacia retórica y le atribuían al naturista lo que éste no había dicho seriamente nunca, para refutarlo a sus anchas. Así, se creían inteligentísimos cuando afirmaban que también la naturaleza produce venenos y que buena parte (o casi todos) de los llamados “alimentos naturales” han sido intervenidos por el hombre. Round de sombra. Ningún naturista que se respete dejaría esos flancos descubiertos para solaz de la echonería universitaria y pseudocientífica. El asunto es distinto. Es la existencia de otros saberes y de otras culturas, cercanas a los laboratorios milenarios de la naturaleza y muy distantes de la medicina gremializada que discurre, impune y soberbia, entre las aulas y las clínicas. Esa diversidad cultural es la que no termina de ser reconocida por el “saber” hegemónico, irritado y molesto porque hay quienes postulan a la cocina como el espacio ideal para proteger y mantener la salud.
Nada ganaremos con las investigaciones acerca de la inocuidad alimentaria si no hay cultura culinaria de por medio. La buena práctica agrícola, el cuidado riguroso del huerto orgánico, el cumplimiento de las normas más estrictas en la industria de los alimentos, la veracidad informativa de las etiquetas o el merecido y difícil sello de calidad de los productos; todo, todo eso puede estrellarse contra la vida cotidiana, tal como le pasó a la barca del amor de Maiakovski. Una incultura culinaria puede acabar en un segundo con los mayores esfuerzos en pro de la inocuidad de nuestros alimentos. Y eso puede ocurrir mucho antes de que éstos lleguen a la cocina. Así que no se trata de esperar la “mis en place”, la entrada a los fogones y menos aún, que la mesa esté servida, para reparar en la indispensable presencia de lo gastronómico en todos los estudios sobre la alimentación de seres humanos.
Vuelvo al recuerdo del capellán Anzola. Toto salvó a su tío de la disfagia, del cáncer y de la melancolía, después de varios días de tratamiento alimentario. Comenzó así:
Hizo un caldo con lagarto sin hueso, hervido, bien ablandado. Le agregó brócoli (pudo ser coliflor, zanahoria, auyama, berro o espinaca). Hirvió el brócoli por poco tiempo para preservar sus propiedades antioxidantes. Luego licuó muy poco a poco y finamente para evitar colar, de manera que se conservaran las fibras de la verdura. Al licuar le añadió dos cucharadas de semillas de ajonjolí tostadas y una de almendras (pueden ser también nueces o maní). Licuó muy bien porque las semillas no podían quedar enteras.
Eso fue todo.
domingo, noviembre 06, 2005
Cuchi Morales

Cuchi Morales y Cecilia Todd
Uno de los más gratos recuerdos que tengo de Medellín y de sus múltiples imágenes espléndidas es, sin duda, la alegría que nos dio el almuerzo preparado por Cuchi para todas las delegaciones que asistieron al Encuentro sobre el Patrimonio Cultural Intangible de los Países Andinos. Fue un día jueves y Medellín estaba más caliente que nunca. Los almuerzos anteriores habían tenido muchos contratiempos (correspondieron a Ecuador, Perú y Bolivia) y no había por qué pensar que el de Venezuela iba a escapar al sino. Pero los astros estaban de nuestra parte y la cocina de Cuchi pudo esa vez ser el amable regalo que todos merecían.
Conservo una imagen indeleble, gracias al minimalismo natural de la memoria, capaz de resumir lo que la palabra no puede:
Un antropólogo acaba de probar el postre de merey. Levanta la cucharilla y mientras lo hace, también levanta su cabeza. Algo quiere ese hombre que no se le escape. No sabe qué es y pregunta: "¿Qué cosa es esta maravilla?"
P.D: Cecilia Todd, en la foto, revela que sí lo sabía.
Guerín
domingo, octubre 30, 2005
¿En qué se parecen un cocinero y un escritor?
La metáfora culinaria es un viejo y noble tópico. Curtius la documenta en su libro clásico. Ahora que lo digo recuerdo la lista de los títulos imprescindibles que para nuestro oficio de lectores elaboramos un día en el taller de la Casa de las Letras. En ella no podía faltar el de Curtius sobre la Edad Media latina. Otros eran los de Albert Beguin, Hugo Friedrich y Mario Praz, suerte de estaciones obligatorias para un personal Curso Délfico que no ha concluido todavía. Curtius nos llevó hasta Píndaro para recordarnos que la poesía es alabada, precisamente, porque ofrece algo de comer. Nos recordó el saboreo del fruto prohibido para decirnos que la Biblia es la fuente principal de las metáforas de alimentos. Así, el día en que Rafael Arráiz Lucca me instó a que pensara en un cocinero y en un poeta y a que le dijera por qué razón esos seres eran tan semejantes, la analogía me pareció pertinente y respondí cuanto sigue:
“-Si pienso en Carême, por una parte, y en Rubén Darío, por la otra, o en uno de esos chefs esclavos del recetario de moda y en un aséptico cumplidor de preceptivas “literarias”, cuento ya con dos parejas contrapuestas para ilustrar tu pregunta aseverativa. En efecto, un auténtico poeta y un verdadero cocinero se parecen mucho. Carême poseía genio, arte y no sólo destreza artesanal. Fue capaz de transformar una tradición gastronómica apegada a los platos calientes y de introducir en ella la presencia de los guisos fríos, sin que perdieran suculencia alguna, aportándole elegancia a una mesa ahíta de tanto rococó cocido. Con imaginación, con gracia, con apertura a lo imprevisto, Carême inventó el volován (vol-au-vent) a la financiera y le dio al hojaldre un sabor distinto. Asimiló la enseñanza de muchos cocineros, empleó fórmulas coquinarias al uso, pero lo hizo con libertad, sin obsecuencia, recreando y reiventando ideas. Se me parece mucho a Rubén Darío, hasta en sus decorados, probablemente la parte de su obra menos duradera.
Como Carême, Darío se alimentó de una rica tradición y le imprimió un sello nuevo, le dio la vivacidad que había perdido. No inventó el alejandrino (recordemos a Berceo, para no hablar del Libro de Alexandre), pero en los sextetos de Sonatina, ese metro adquiere una sonoridad y una armonía impecables, una especie de mágica melodía inusitada. Rubén escribió con pasión, “amó su ritmo y rimó sus acciones”, oyó voces ocultas, convivió con el misterio y otorgó su gracia interior a las maneras del verso. Fue el fingidor de Pessoa: alguien que finge que siente, lo que en realidad siente.
Las fórmulas, como decía Huidobro del adjetivo, si no dan vida, matan. Carême y Darío las usaron, pero no fueron usados por ellas. Fórmulas que matan son las de los escrupulosos hacedores de recetas. Estos autómatas cumplen al pie de la letra la cartilla, con ingredientes y medidas exactos. A los “dómines” de la forma literaria no se les ocurre nada diferente. Jamás una especie de soneto de trece versos como el de Darío o un mole poblano con algún chile de menos de los que ordena la receta.
El cocinero incapaz de emplear la imaginación para suplir algún ingrediente, jamás podrá habérselas con la cocina “pobre” (mal llamada tal), que es una manifestación coquinaria del genio y del azar en tiempos de escasez. En cambio, el verdadero cocinero inventará y le dará nobleza a lo precario. El suele inventar platos mientras recorre el mercado; seduce y se deja seducir por los productos frescos; si está en su casa no se detendrá ante la pobreza de una nevera: algo se le va a ocurrir. No en balde, “poiesis” es creación, tanto para el cocinero como para el poeta.
Así como proliferan los cocineros de “librito”, hay poetas que no dan un paso sin el recetario de turno. Es la temporada del poema breve, “esencialista”, úsese, entonces, el recetario “Crespo” o el recetario “Pérez Só”. Que es la época del poema exteriorista, conversacional, empléese el modelo “Pacheco” o el molde “Cisneros”, o también el recetario “Valera Mora”, que es la versión callejera del modelo expresado.
En esos casos (tanto para el poeta como para el cocinero) el resultado puede ser perfecto respecto del modelo, pero, muy probablemente, será un resultado distinguido por su insipidez. Los poetas y cocineros que no se entregan con pasión a su oficio (uso el vocablo pensando en el acto de oficiar, no de desempeñar un trabajo) y que no asumen un riesgo, acumularán platos o poemas, menús o libros, cada uno con su etiqueta de estilo o de tendencia apropiada, pero alguien, tarde o temprano, terminará mal. Tanta insipidez enferma el alma.
No puedo abusar de la metáfora culinaria. Ella tiene sus límites: los que marca el carácter no utilitario de la verdadera poesía y la sagrada perennidad de su presencia en el mundo. Si bien a un poeta lo puede enaltecer la comparación con un artista de la cocina, extremar las semejanzas podría convertirse en un ejercicio de frivolidad y olvidar que sus quehaceres inciden sobre materias muy distintas. Sólo pidamos que ambos sean auténticos, que el primero se haga memorable en el segundo y que sus creaciones sigan viviendo en el reino de la imagen, después de disfrutadas.
Desde hace veinte años estoy casado con una excelente cocinera. A riesgo de incurrir en lo que los ingleses llaman “falacia patética”, déjame decirte, por último, que me enorgullece más cualquier plato elaborado por Cuchi que algún poema feliz que yo haya podido escribir. ¿Cómo compararlo con su insuperable versión de chiles en nogada? Me declaro en absoluta desventaja"
Esa fue mi respuesta a la pregunta que Rafael Arráiz Lucca me hizo hace diez años para uno de sus libros de entrevistas ("Venezuela y otras historias"). Hoy podría agregarle diversos ejemplos de creación gastronómica que he tenido la fortuna de presenciar y disfrutar, ya no sólo en la casa, sino también en el aula universitaria de Salsipuedes, donde la poesía y la cocina se hacen una sola manifestación del arte.
“-Si pienso en Carême, por una parte, y en Rubén Darío, por la otra, o en uno de esos chefs esclavos del recetario de moda y en un aséptico cumplidor de preceptivas “literarias”, cuento ya con dos parejas contrapuestas para ilustrar tu pregunta aseverativa. En efecto, un auténtico poeta y un verdadero cocinero se parecen mucho. Carême poseía genio, arte y no sólo destreza artesanal. Fue capaz de transformar una tradición gastronómica apegada a los platos calientes y de introducir en ella la presencia de los guisos fríos, sin que perdieran suculencia alguna, aportándole elegancia a una mesa ahíta de tanto rococó cocido. Con imaginación, con gracia, con apertura a lo imprevisto, Carême inventó el volován (vol-au-vent) a la financiera y le dio al hojaldre un sabor distinto. Asimiló la enseñanza de muchos cocineros, empleó fórmulas coquinarias al uso, pero lo hizo con libertad, sin obsecuencia, recreando y reiventando ideas. Se me parece mucho a Rubén Darío, hasta en sus decorados, probablemente la parte de su obra menos duradera.
Como Carême, Darío se alimentó de una rica tradición y le imprimió un sello nuevo, le dio la vivacidad que había perdido. No inventó el alejandrino (recordemos a Berceo, para no hablar del Libro de Alexandre), pero en los sextetos de Sonatina, ese metro adquiere una sonoridad y una armonía impecables, una especie de mágica melodía inusitada. Rubén escribió con pasión, “amó su ritmo y rimó sus acciones”, oyó voces ocultas, convivió con el misterio y otorgó su gracia interior a las maneras del verso. Fue el fingidor de Pessoa: alguien que finge que siente, lo que en realidad siente.
Las fórmulas, como decía Huidobro del adjetivo, si no dan vida, matan. Carême y Darío las usaron, pero no fueron usados por ellas. Fórmulas que matan son las de los escrupulosos hacedores de recetas. Estos autómatas cumplen al pie de la letra la cartilla, con ingredientes y medidas exactos. A los “dómines” de la forma literaria no se les ocurre nada diferente. Jamás una especie de soneto de trece versos como el de Darío o un mole poblano con algún chile de menos de los que ordena la receta.
El cocinero incapaz de emplear la imaginación para suplir algún ingrediente, jamás podrá habérselas con la cocina “pobre” (mal llamada tal), que es una manifestación coquinaria del genio y del azar en tiempos de escasez. En cambio, el verdadero cocinero inventará y le dará nobleza a lo precario. El suele inventar platos mientras recorre el mercado; seduce y se deja seducir por los productos frescos; si está en su casa no se detendrá ante la pobreza de una nevera: algo se le va a ocurrir. No en balde, “poiesis” es creación, tanto para el cocinero como para el poeta.
Así como proliferan los cocineros de “librito”, hay poetas que no dan un paso sin el recetario de turno. Es la temporada del poema breve, “esencialista”, úsese, entonces, el recetario “Crespo” o el recetario “Pérez Só”. Que es la época del poema exteriorista, conversacional, empléese el modelo “Pacheco” o el molde “Cisneros”, o también el recetario “Valera Mora”, que es la versión callejera del modelo expresado.
En esos casos (tanto para el poeta como para el cocinero) el resultado puede ser perfecto respecto del modelo, pero, muy probablemente, será un resultado distinguido por su insipidez. Los poetas y cocineros que no se entregan con pasión a su oficio (uso el vocablo pensando en el acto de oficiar, no de desempeñar un trabajo) y que no asumen un riesgo, acumularán platos o poemas, menús o libros, cada uno con su etiqueta de estilo o de tendencia apropiada, pero alguien, tarde o temprano, terminará mal. Tanta insipidez enferma el alma.
No puedo abusar de la metáfora culinaria. Ella tiene sus límites: los que marca el carácter no utilitario de la verdadera poesía y la sagrada perennidad de su presencia en el mundo. Si bien a un poeta lo puede enaltecer la comparación con un artista de la cocina, extremar las semejanzas podría convertirse en un ejercicio de frivolidad y olvidar que sus quehaceres inciden sobre materias muy distintas. Sólo pidamos que ambos sean auténticos, que el primero se haga memorable en el segundo y que sus creaciones sigan viviendo en el reino de la imagen, después de disfrutadas.
Desde hace veinte años estoy casado con una excelente cocinera. A riesgo de incurrir en lo que los ingleses llaman “falacia patética”, déjame decirte, por último, que me enorgullece más cualquier plato elaborado por Cuchi que algún poema feliz que yo haya podido escribir. ¿Cómo compararlo con su insuperable versión de chiles en nogada? Me declaro en absoluta desventaja"
Esa fue mi respuesta a la pregunta que Rafael Arráiz Lucca me hizo hace diez años para uno de sus libros de entrevistas ("Venezuela y otras historias"). Hoy podría agregarle diversos ejemplos de creación gastronómica que he tenido la fortuna de presenciar y disfrutar, ya no sólo en la casa, sino también en el aula universitaria de Salsipuedes, donde la poesía y la cocina se hacen una sola manifestación del arte.
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