Nunca abrigó tantas esperanzas la madre de Marcel Proust como en aquella ocasión en que todo lo esperó de una ensalada. El invitado era uno de los embajadores más exigentes en cuanto a mesas exquisitas se tratara en el París de entonces. A pesar de la insatisfacción de Marcel, el silencio del honorable comensal después de engullirse toda la ensalada, fue el mejor elogio que pudo habérsele dispensado al exigido plato. Porque en verdad, hay platos que nos dejan mudos, platos deslumbrantes (también nos dejan ciegos), cuya elegancia gastronómica no nos permite emitir de inmediato nuestro agrado. Son elaboraciones tan sencillas que cualquier otro oropel culinario es capaz de desplazarlas por un momento. Pero sólo por algún momento. Siempre terminarán imponiendo esos platos su grandeza, su combinación milagrosa, su aparente displicencia en la puesta en escena de las mesas pagadas de sí.
El secreto de la ensalada proustiana no eran las trufas. Era la unión de las trufas con la piña. Y si me apuran un poco, el verdadero secreto eran la piña y la vinagreta con mostaza de Dijon. Eso era todo. Seguramente el plato principal fue alguna “creación” de moda que produjo –de seguro- un comentario entusiasta de los comensales, embajador incluido. Pero lo perdurable del menú de A la sombra de las muchachas en flor –ahora lo sé- no estuvo más que en la aparición exótica y afortunada de la piña. Y de la piña hablaremos hoy.
Si nada molesta más que una piña bajo el brazo, nada es, también, tan aprovechable como ella. Desde la piña barroca y confitada de Lezama Lima (corona de las frutas) hasta la piña del guarapo que cura muchos males, esa bromelia jugosa que otros llaman ananás, puede pasearse airosa por todos los momentos del convite: desde las frías entradas hasta las postres, pasando por las salsas, para no mencionar bebidas o sorbetes. La piña puede estar en todas partes, hasta de adorno. Y es universal. Y no sólo es alimento. Es también, como buen alimento, medicina. Y no sólo lo es su pulpa. También lo es su concha.
Compré una piña hace un momento. Es una piña larense, menos dulce que las andinas. La compré como me gustan las piñas, más redondas que alargadas. Pienso usarla para seguir un consejo de Keshava Bhat, es decir, una recomendación de la tradición cultural que el hindú conoce. Dejaré de lado, como deberíamos hacer en muchos casos, a la industria farmacéutica. Así, cortaré la piña en trocitos pequeños y la colocaré en un frasco de boca ancha. Derramaré miel de abejas, tanta miel de abejas como se necesite, para cubrir los trocitos de piña. Taparé el frasco y lo dejaré quieto durante una semana. Después lo abriré y empezaré a comerme dos veces al día una cucharadita de un dulce milagroso, para darle placer y salud a mi noble y castigado hígado.
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2 comentarios:
Esa de la piña con miel no la conocía, tu lo has hecho ya o vas a probarlo ahorita. De un modo u otro luego nos cuentas, para copiarnos!
Hace un tiempo leí en un Blog que si sumergimos la piña una vez pelada una media hora en agua con sal se pone bien dulcita, además de neutralizar la enzima que hace que a algunas personas le salgan llagas en la lengua al comer mucha piña.
Saludos,
Yo estoy tomando mucho jugo de piña porque me lo recomendaron como antinflamatorio...
Un abrazo
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