Un puesto de chiles en el Mercado de la Merced. México D.F
Mariano Picón Salas
escribió un delicioso libro sobre su experiencia mexicana y lo llamó con
acierto “Gusto de México”. Recuerdo haber leído un artículo de Orlando
Araujo en el que éste prefería como título “Sentido de México”. Tal
vez desde alguna perspectiva tenga “sentido”, precisamente, esa variante, pero
hasta ahí. El título de Picón Salas es estupendo porque comporta, entre otras,
una arista del vocablo sugerido por Araujo. A México se le siente primero.
Después se le piensa. Y se le siente, mucho y bien, con el imborrable sentido
del gusto. México se nos mete por los ojos con su serpiente emplumada, nos
arrebata con sus sones de mariachi, nos deslumbra con la poesía de Octavio Paz,
pero comenzamos a comprenderlo mejor cuando lo saboreamos en sus infinitas
preparaciones culinarias. Nada más apropiado que hablar entonces de gusto de
México, como lo hizo hace sesenta años nuestro mejor ensayista.
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El gusto de México es
también para nosotros el gusto por su piedra de sol y su Tlaloc, por la más
brillante intelectual de su tiempo en el ámbito del español (Sor Juana Inés de
la Cruz), por el culto a la muerte sin fin de noviembre y de Gorostiza, por
Jorge Cuesta y su febril lucha con la vida, por Alfonso Reyes y su pluma
maliciosa, culta y bella, por los Revueltas (desde José, Fermín y Silvestre hasta
Olivia, sin olvidar a Rosaura, por supuesto), todos marcados por la dignidad;
por Comala y sus abismos, por Trotski y Malcolm Lowry, por aquellas pecosas
peras encontradas en la cesta verbal de Villaurrutia, por el Laberinto de la
Soledad y todo cuanto escribió su autor, por el genio literario de Hugo
Hiriart, por el agua de Jamaica y los chiles en nogada… También por ser amigos de
Yuri de Gortari y de Edmundo Escamilla, que tanto han hecho por la cultura
gastronómica de su asombroso y diverso país.
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Comparando la cocina
mexicana con la cocina india, Octavio Paz llegó a la conclusión de que ambas
constituían infracciones imaginativas y pasionales a dos grandes cánones del
gusto: el chino y el francés. Ocupando un espacio singular -que Paz llamó
“excéntrico”-, las cocinas de la India y México, duchas en combinaciones de
opuestos, se hermanan por el sabio y profuso empleo del picante. Así, el curry
y el mole son, sin duda, parientes cercanos por parte del ají. La planta
americana, que en México recibió un nombre de origen nahua: chile, debió llegar
a la India vía Filipinas. Se pregunta el poeta mexicano: “¿por Cochin o por
Goa?”, para luego comentar sin responderse, que en Travancore y en otras partes
del sur, a ciertos curries se les llama “mola”. ¿Deformación del vocablo
mexicano? Es posible. De “muli”, que en nahua significa salsa, vino la palabra
mole. Y en un convento de Puebla, en el siglo XVII, se la usó para bautizar un prodigio
gastronómico inventado por las monjas para honra y prez de la cultura barroca.
No terminan ahí las
semejanzas halladas por Paz en sus Vislumbres de la India. Así como son muchos
los tipos de moles, también lo son los de curry. Casi tantos como las numerosas
familias de chiles. Y algo más que maravilló al maestro: en lugar de pan, los
indios comen una tortilla muy parecida a la mexicana que denominan “chapati”.
Está hecha de trigo y sirve de cuchara, como la tortilla de México. Alimento y
utensilio a la vez, esas cucharas son, sin duda, otro logro del diseño
culinario de esas culturas admirables para las cuales la alquimia del gusto es
un ejercicio de placer y libertad.
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Volvamos al picante.
Muchas personas huyen despavoridos ante el picor de algunos platos. Las respeto,
pero no saben lo que se pierden. Privarse de un jalapeño, por ejemplo, es
amputarle a la vida una experiencia sublime. Se trata de algo más que un sabor.
Se trata de una emoción imponderable. He leído algunas teorías acerca del porqué
algunos pueblos adoptaron el picante como una presencia necesaria en su dieta,
a pesar de las reacciones sensoriales de quien lo consume por vez primera. La
llamada “gastronomía evolucionista” ha estudiado el tema y varios biólogos
vienen buscando respuestas que vayan más allá del carácter benéfico de los
ajíes. Probablemente las encuentren, más en la literatura que en los
laboratorios. Por mi parte, indago en la poesía y en viejas letras de canciones
populares. Leo ahora unos versos de Armando Tejada Gómez (¿se acuerdan? el de
Canción con todos) y ensayo respuestas al enigma:
Cuando muerdo el
ají, muerdo en la vida.
(…)
Ají del alto sol,
macho quitucho,
entrá a mi corazón
como a comerme
y pegame un balazo de
alegría!
Para terminar, convoco
a Chavela Vargas para que nos diga de una vez la verdad de este misterio:
Yo soy como el chile
verde, llorona, picante pero sabroso
Eso. Por sabroso es
que nos gustan el picante y México querido.
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