lunes, agosto 29, 2011

Cabello de ángel para la diosa fugitiva

Yolanda Oreamuno

Hostigar al “otro” es una bandera indeclinable de la mediocridad provinciana. Si algo no soporta la grisura cultural de ciertos lugares, es el insolente destello de la “diferencia”. Contra ella activará de manera automática la artillería de todas sus bajezas. Y es así, porque su objetivo será nada menos que el linchamiento de quienes -por distintos- desafían la tranquilidad de su “buena conciencia” y el lóbrego ritmo de sus tristes mezquindades.

La medianía no tolera el más mínimo acto de libertad intelectual que la cuestione, por más implícito y respetuoso que resulte ese cuestionamiento ético. Programados para defenderse, los “poderes” locales se confabulan casi espontáneamente, dejando a un lado sus querellas domésticas, con la finalidad de enfrentar juntos la enojosa “intromisión de lo nuevo”.  Cobardes, pero, sobre todo, infames, se escudan detrás de alguna barricada burocrática, para dar rienda suelta a sus impresentables temores, enconos o envidias. Estos trabucaires de segunda fila, se mueven en dos líneas. Mediante la primera, pugnan por invisibilizar la reconocible conducta creativa e innovadora de los “diferentes”. Por medio de la segunda, urden calumnias para “encochinarlos”.  Pero algo hay que no pueden, como diría Pere Gimferrer: escribir poesía. Y algo más irrefutable, dice uno: detener el tiempo que corre en su contra y a favor de lo “distinto”, cuando éste no se arredra,  y con temple natural,  espera a los destemplados de la comarca, con la muleta en la zurda y la frente en alto.   

He recordado estas oportunas enseñanzas de mi maestro Toto de Lima (a quien pertenece el tono de los párrafos anteriores), después de leer un libro que en verdad me ha conmovido. Me refiero a la más  reciente novela de Sergio Ramírez: La fugitiva. Son 310 diez páginas de voces femeninas sobre una mujer hostilizada por su entorno, de un modo feroz e inclemente. Tres de sus amigas cuentan la tragedia, cada una a su aire y basadas en su particular experiencia. Ellas también han tenido que habérselas con el mismo ambiente hostigante que expulsó a la amiga, pero  corriendo suertes distintas y, quizá, menos dolorosas. La historia es conocida por los costarricenses porque  está inspirada en la vida de Yolanda Oreamuno, una de las figuras más interesantes  de la literatura contemporánea que el resto de los latinoamericanos está por descubrir. Los nombres de Eunice Odio y de Chavela Vargas, también ticas y fugitivas como Yolanda, se encuentran indeleblemente adheridos a esta crónica magistral de Sergio Ramírez.  Así, una especie de alter ego de Chavela (la cantante Manuela Torres) cierra el libro con un monólogo fascinante donde se terminan de armar las piezas que integran el pavoroso periplo de Amanda Solano por este mundo  incapaz de comprenderla y horro de méritos para albergar su talento descomunal y su inimaginable belleza. La enigmática y alucinada poeta que en la novela tiene el nombre de Edith Mora y en cuya casa mexicana muere Amanda, posee los rasgos de la escritora Eunice Odio, a quien los venezolanos tuvimos la fortuna de conocer, gracias a Juan Liscano, primero en las páginas de su revista Zona Franca y un poco más tarde, en una muy buena antología publicada por Monte Avila. Ella también ha regresado con este libro estupendo de Sergio Ramírez.  

En las primeras páginas de la novela, una de las voces admirablemente transcritas por el excelente oído del autor, recuerda que Amanda no sólo era preciosa e inteligentísima, sino que también sabía coser y cocinar prodigios. Es la voz de Gloria Tinoco (alter ego de Vera Tinoco de Yglesias), quien le pregunta al autor si conoce el dulce de chiverri y se lamenta de no poder comerlo como antes lo hacía. El nombre que nosotros le damos a ese dulce mencionado por la amiga de Amanda, es el de cabello de ángel y me permite cerrar esta breve nota, porque su imagen se aviene a las mil maravillas con Yolanda Oreamuno, la diosa fugitiva de Costa Rica, cuya memoria terminó sobreviviendo secarrales y miserias.     

lunes, agosto 22, 2011

Emocionario de Paredes

Pedro Pablo Paredes

En primer plano hay un pavimento, sobre este pavimento se proyecta la luz. Si nos fijamos en él, vemos que ese pavimento era de ladrillos. Alzamos los ojos unos segundos y pensamos; recordamos: vemos los ladrillos rojos; los vemos brillantes por la acción de la limpieza; ¿no había, por delante, un sardinel también de ladrillos, pero donde estos estaban colocados de canto? Pensamos en esos ladrillos; pensamos en este sardinel: inevitablemente, vemos, también, un patio. Hacia uno de sus lados, un trozo de jardín; hacia el otro, la tierra desnuda. Sobre este patio cae el sol, o cae, en gruesos chorros, el agua de la lluvia que acopia el tejado. Tornamos los ojos a la fotografía. Al fondo se alza, del todo oscura ya, la pared. ¿Qué hay sobre este pavimento, a qué sirve de fondo esa pared –negra en la fotografía, pero que estuvo siempre enjalbegada, blanca-?// Una dama aparece, alta, erguida, solicitando nuestra mirada. Repetimos que es alta, alta, esta dama. ¿Cómo es y cómo va vestida? Ella sólo entrega a las caricias del aire la cara y las manos. El vestido de esta dama nos llama la atención (…) En su recato, en su sencillez, qué aire de tradición flota. Es oscuro. Consta de dos piezas. Una falda amplia, recta, sobria, bien ceñida a la cintura, baja hasta los pies; roza, sí, roza ligeramente el pavimento. Debajo de esta falda, asoman las puntas de los zapatos. La falda, arriba, aparece asegurada por ancho cinturón negro. Se destaca, sobre este cinturón negro, la blancura –cuatro líneas centrando un círculo-  de la hebilla. El busto de la dama está cubierto por una blusa del mismo color que la falda; esta blusa se abotona de arriba abajo; sus mangas avanzan hasta las muñecas; su cuello protege la garganta. De la garganta, blusa abajo, pende un collar. La dama, además, está tocada con un sombrero de fieltro, de anchas alas. // ¿Cómo es y qué actitud revela esta dama? (…) Por su actitud, por su indumento, parece estar a punto de salida. Acaso la espera, a la puerta, listo para la cabalgata, un manso caballo castaño. Sobre este caballo la dama recorrerá los vecindarios, observará la labor del campo, se extasiará largos minutos, viendo pasar, tumultuosa, el agua del río. Esta dama –lo sabemos- lee mucho…
He asaltado las páginas de un hermoso libro para que ustedes tuvieran la impresión de que por fin el autor de este blog ha comenzado a escribir con sorpresiva  gracia. En verdad, me habría gustado que se debiera a mi pluma el bellísimo texto anterior, pero, qué lo voy a hacer, no me pertenece el pulcro trazado de esas líneas. En un jesuítico canon de sobresalientes, los párrafos que anteceden figurarían con honores en el cuadro premiado de composiciones inspiradas en fotografías. Porque de eso se trata: de una ejemplar composición poética a partir de un retrato. Todo estaba en la foto, pero no todos podían verlo. Menos aún, escribirlo. El diálogo de imágenes entre el anónimo fotógrafo y el cronista, marca la elipse de una época, penetra en el centro de una nostalgia familiar, se detiene en un punto y explora sus detalles. Por hacerlo, terminará descubriendo que las líneas faciales de la dama son las de su propio rostro, mejor dicho, de Laín Sánchez, el heterónimo del escritor Pedro Pablo Paredes, fallecido en San Cristóbal la semana pasada, a los 94 años y autor de una joya literaria de la que he tomado la larga cita de este artículo.
Ese tesoro se llama, precisamente, Emocionario de Laín Sánchez y es un armonioso mapa espiritual de los Andes venezolanos. Vayamos a sus páginas o volvamos a ellas. Nos esperan paisajes, asombros, reflexiones… y  hasta un desayuno con arepa andina, huevos fritos, cuajada, papas cocidas en su concha y el incomparable mojo de San Rafael de Mucuchíes.

martes, agosto 16, 2011

Edgar Abreu Olivo en la UNEY


No es sólo la UNEY la que ha perdido a un investigador extraordinario. Lo ha perdido el país. Sin duda alguna, los estudios académicos de Edgar Abreu Olivo constituyen una invalorable fuente para el conocimiento de la alimentación en Venezuela. Por alguno de ellos recibió el Premio Nacional de Nutrición y por muchos otros,  el reconocimiento de la comunidad estudiosa del tema, tanto nacional como internacionalmente. Pero lo perdemos por algo mucho más sensible: lo perdemos por honesto, inteligente, libre y bueno. Lo dejo hasta ahí, para no abundar en lamentos… 

Quienes tuvieron la fortuna de conocerlo y trabajar con él, son testigos de su calidad profesional, de su indiscutible honradez, de su lucidez analítica y de su tesón investigativo. Jamás se detuvo en la acumulación de cifras o datos. Indagaba en la genealogía de los mismos y extraía de ellos fecundas lecciones para su uso práctico. Fue un técnico y un intelectual. No un tecnócrata ni un pragmático. Estudiaba para servir y disfrutaba de ese oficio porque lo sentía útil para muchos.

Universidades como la UCV y la ULA conocieron de la profundidad y rigor de sus trabajos. Asimismo, instituciones como la FUNDACION POLAR, INSTITUTO NACIONAL DE NUTRICION y FUDECO se nutrieron de su labor investigativa.  En todas ellas quedó la marca de su paso fructífero y amable.

A la UNEY le tocó en suerte ser la última y más querida de sus casas académicas. A ella brindó sus conocimientos de modo generoso y amplio. Llegó a nuestras aulas cuando ya era un consagrado experto en temas alimentarios. Nos ayudó a emprender la desafiante inserción de la heterodoxa carrera Ciencia y Cultura de la Alimentación en el ámbito universitario del país. También nos estimuló a dar inicio al Centro de Investigaciones Gastronómicas, donde no sólo deja un espacio vacío, sino la permanente presencia de un morador entrañable. Allí vivió, allí veló y descansó. Pobre de aquel que se atreva a desordenar la “habitación del profe”. Los custodios de Salsipuedes (así se llama la casa del citado Centro) la defienden como si se tratara de un lugar especialísimo. Y lo es. 

Edgar Abreu Olivo fue el primer investigador de planta de la UNEY. Lo fue desde el año 2002, cuando aceptó nuestra invitación a integrarse a este intento de afrontar la comprensión de Venezuela de una manera libre y creativa. Poco tiempo después tuvimos el honor de incorporarlo como miembro ordinario de nuestro personal docente, por sus méritos y por su larga trayectoria científica y académica. Usamos para ello la norma reglamentaria de ingreso al personal docente, conocida por nosotros como “Cláusula Julio Miranda”, precepto sabio que nos libera de la necedad de examinar las cualidades de quienes deben más bien examinarnos a nosotros. 

Con inmensa satisfacción podemos afirmar que Edgar Abreu Olivo encontró en la UNEY un sitio adecuado para prodigar saberes y dispensar a jóvenes investigadores el arte de la Ciencia de los Alimentos. El llamado grupo GUIA, en Guama, es un elocuente ejemplo de lo que decimos. En una vieja casa de ese pueblo yaracuyano, Edgar fue preparando un equipo que hoy en día puede dar fe (y pruebas) de que su esfuerzo no fue estéril. Desde allí emprendió y dirigió, entre otros, el apasionante estudio acerca del comportamiento de la nutrición en países miembros de la OPEP. Los resultados de ese trabajo están actualmente en proceso de edición…

Los egresados de las primeras cohortes, así como muchos de los jóvenes profesores de la UNEY, son los mejores testigos de la noble y rica labor que en sus últimos años de vida realizó Edgar Abreu Olivo. Con su nombre fue bautizada nuestra segunda promoción de licenciados en Ciencia y Cultura de la Alimentación. En ese acto de grado, en julio del año 2006, Edgar, con la claridad y sencillez que siempre tuvo, dijo algo que hoy podemos recordar, poniendo su vida como ejemplo. Aconsejó a sus ahijados: "Sean buenas personas y crezcan todos los días".

Eso fue y eso hizo EDGAR ABREU OLIVO, a quien Dios –estamos seguros- tiene ya en la gloria.


lunes, agosto 15, 2011

Cultura y barbarie

Soto en el Museo Soto
La Edad Media entró al galope por la Puerta Salaria, al mando de Alarico. Era el 24 de agosto del año 410. De inmediato comenzó el saqueo que habría de prolongarse durante tres interminables días. Incendiadas sus casas y asaltados sus templos, Roma era una inmensa antorcha mientras Alarico exhibía su más preciado botín: la estatua de oro  que la burocracia imperial le había obsequiado a Estilicón, el ahora derrotado jefe del ejército romano, por una de sus muchas victorias “definitivas”. Una escena similar le sirvió a Borges para trazar el brillante inicio de su cruel y eficaz relato Los teólogos.  Recordemos que “arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron”. La historia se repite, como enseña, por cierto, el libro duodécimo de la Civitas Dei, citado por Borges en su magistral relato de herejías. No solamente Platón volverá a enseñar en Atenas, al cabo de los siglos, su doctrina del regreso al estado anterior de las cosas, sino que también volverá la barbarie a quemar libros o a devastar museos y lugares sagrados. Hace apenas siete meses presenciamos atónitos las imágenes del ataque al Museo Egipcio de El Cairo, que tuvo la fortuna de contar con la ignorancia de los asaltantes, quienes confundieron la tienda de souvenirs con una sala de tesoros. El despiadado bombardeo a Bagdad en el año 2003 es otro de los crímenes que “enriquece” esta historia universal de la infamia.  Ensañarse contra una ciudad ha sido uno de los juegos favoritos del furor bélico.  Cuando los nazis entraron a París querían quemarla toda. Se acercaban a la Venus de Milo, esperando la orden de destruirla, sin saber que era una simple réplica. Finalmente, no se atrevieron ni con la una ni con la otra. Ni siquiera sospecharon que la auténtica escultura estaba a buen resguardo, como también lo estaban las valiosas piezas del palacio de los reyes y los muchos cuadros que hoy podemos seguir apreciando en el Museo de Louvre, para orgullo de la humanidad.  Los sarcófagos romanos y los colosos asirios, que sí se encontraban a merced de las huestes hitlerianas, no despertaron el ánimo destructivo de los bárbaros. Milagrosamente pudimos seguir diciendo con Bogart en Casablanca: “Siempre nos quedará París”, porque siempre habrá un rescoldo para el arte, en Cocorote o en Venecia. Poco más tarde tendría lugar la inclemente saña de la fuerza aérea aliada contra Dresde, Colonia y Hamburgo, para rubricar con brutal compensación las salvajadas.
El Derecho Internacional Humanitario se ha venido ocupando de este asunto, atendiendo, especialmente, a las medidas de protección previa, porque en realidad es muy poco lo que puede hacerse cuando ya han estallado los atavismos y se han desatado los demonios. Estos, cuando oyen hablar de cultura, enseguida se llevan la mano a la pistola. Y si les hablan de diversidad cultural, peor todavía. Apelan a la metralleta, como suele decir el embajador Baena Soares en nuestras reuniones del Comité Jurídico Interamericano cuando abordamos estos temas y nos da por el sentido figurado, porque bien sabemos  que hoy en día son otras las armas letales contra la cultura. Y no sólo en tiempos de guerra. También en los de paz.
Y ya que dije lo último, pensemos nada más en lo que viene ocurriendo con el Museo Soto de Ciudad Bolívar. Creo que no ha habido una reacción vigorosa contra el atropello de que ha sido objeto, por parte de la gobernación del Estado Bolívar. Al parecer, ya el horror no causa horror. El país ha ido perdiendo su capacidad para indignarse y actuar. Que el Secretario General de un gobierno regional decida asaltar con gente armada las instalaciones de un Museo que alberga una importantísima colección de arte contemporáneo, no debería ser un simple motivo de queja. Debería despertar una unánime y organizada protesta de los hombres y mujeres de la cultura. Pero no. La barbarie ha ido ganando espacios hasta hacerse banal y cotidiana:  una simple raya adicional del tigre.

lunes, agosto 08, 2011

La casa encarnada en la memoria


Casa Mariana, en Ouro Preto

La víspera de mi partida lo compré. Me refiero al número de agosto de la revista Piauí. Ya se me ha hecho costumbre leerla cuando estoy en esta ciudad que siempre me depara una amable y oportuna aparición literaria. Esta vez la visita inesperada me aguardaba en las páginas del conocido magazine cultural. Por cierto, esta edición  trae una polémica entrevista que resultó fatal para un importante ministro de Dilma: fue destituido por esas declaraciones. Pienso que la referida entrevista debe haber sido la gota que rebasó el vaso y no la causa verdadera que tuvo la híspida Dilma para remover a su ministro de la Defensa, Nelson Jobim. Ese hecho provocó, desde luego, una polvareda mediática que la presidenta rubricó con habilidad al designar como sustituto del gaúcho, nada menos que a Celso Amorim, el apreciado canciller de Lula. Piauí aumentó sus lectores estos días y los cambios ministeriales no se redujeron a uno, ni a la corrupción (caso de Transporte), como motivo de los mismos.

Si bien las discordias o los rifirrafes políticos del Brasil son temas entretenidos, ninguno de ellos es hoy el de este artículo. Así que retomo el hilo de las epifanías literarias y sus diversos avatares. Decía que compré el sábado pasado la revista, mirando solamente el inmenso simio de la portada. Ya en el hotel, me fijé que entre los contenidos anunciados en la indiscreta tapa, figuraba un reportaje sobre la casa de Elizabeth Bishop en Ouro Preto. De nuevo Piauí incitaba mi curiosidad por la extensa (e intensa) vida brasileña de la gran poeta bostoniana. Recordé que hará unos cuatro años unas páginas dedicadas a su relación con Lota de Macedo Soares, me alentaron a indagar más sobre ambas y, en particular, acerca del imponderable aporte que, de consuno con Roberto Burle Marx, Lota le hizo a Río de Janeiro: el increíble Aterro de Flamengo, un enorme y verde paseo ganado al mar para el infinito solaz de los cariocas. Busqué y compré libros que me hablaran de ellas. Obtuve información en otras revistas, fatigué google con sus nombres y comprobé que una especie de culto parecía estar aflorando en el Brasil, centrado, especialmente, en la figura fascinante de Elizabeth Bishop. El fervor que algunas veces me proporcionan ciertos personajes me convierte en un “fiebroso” que busca en todo momento darle desahogo a sus manías. De ese modo, no sé cuántas veces le conté a Cuchi y a Martín algunos pasajes de la historia de Elizabeth y Lota, viniera o no viniera al caso, sólo para compartir mi efusión de entonces. Hoy la impudicia me lleva más lejos: celebro en público mi primer acercamiento a la casa que Elizabeth Bishop tuvo en Ouro Preto, “la casa más bonita del mundo”, según le aseguró ella a su entrañable amigo Robert Lowell.   

El escritor y periodista Roberto Pompeu de Toledo visitó la casa para entrevistar a sus actuales propietarios y armar su excelente reportaje publicado en Piauí.  Descubrió que allí habita aún el alma de  Elizabéti, como dirían los brasileños. Ella la llamó Casa Mariana, en homenaje a su admirada Marianne Moore, lo que ya es decir. El jardín, que Lota no tuvo tiempo de diseñar y sembrar (se suicidó en el 67) debe ser  hoy el albergue de algún duende jocundo.

Además de versos y murmullos, en sus espacios se alojan recuerdos de algunos tesoros, perdidos con la sabiduría del arte que sólo ella conoció de veras: un reino, dos ríos y un continente, por citar apenas tres referencias de su célebre poema Un arte. En la cocina perdura la ordenada gracia de su amor por la buena comida y el rastro de que allí se prepararon muchas veces calabacines al horno, lomos de cerdo con manzana verde y espléndidos bolos de fubá. Persiste, igualmente, la balanza que la poeta usaba para pesar los ingredientes, celosa como era de la exactitud culinaria y de la precisa composición de sus platos preferidos. Los dueños de la Casa Mariana la muestran ahora con orgullo y  hablan amorosamente de su vieja amiga. Saben, quizá, que poseen un tesoro imperdible: la memoria encarnada en la casa, que es,  asimismo, la casa encarnada en la memoria. De allí su formidable persistencia.

lunes, agosto 01, 2011

Tatiana de Maekelt y la amable firmeza del Derecho

Tatiana de Maekelt

En mi primera jornada de esta semana me correspondió el inmenso honor de representar al Comité Jurídico Interamericano en el homenaje a una de las figuras más notables del Derecho Internacional Privado en las Américas: la profesora venezolana Tatiana de Maelket, muy apreciada acá, en Río de Janeiro, por haber sido directora del célebre Curso de Derecho Internacional que tiene lugar todos los años en “a cidade maravilhosa”. Antes de referirme a su fecunda trayectoria y al significado e importancia de su notable obra jurídica, quise  compartir con el auditorio una breve reflexión acerca del sentido que posee ese tipo de celebraciones. Ahora la comparto con ustedes.

Estimo que el viejo y hermoso ejercicio del elogio es uno de los logros más amables del ser humano. Enfatizar con alegría todo cuanto nos enaltece, es mucho más edificante que la práctica del menosprecio o de la displicencia ante los grandes, para no hablar de eso que los mexicanos, duchos en la acuñación de palabras exactas, llaman con insustituible nitidez, “el ninguneo”. Hemos vivido épocas en las cuales el elogio válido y legítimo parece despreciarse. La “guerra civil de los nacidos”, que decía Quevedo,  de vez en cuando impone su agenda de descreimiento entre los seres humanos y nos intenta vedar -a ratos con éxito-  la exaltación de los valores que algunos hombres y mujeres encarnan cotidianamente para hacer más habitable este complicado mundo que nos ha tocado en suerte. Así, las alabanzas quedan restringidas a las exequias, tornándose algunas en una mecánica hilvanación de lugares comunes y no en un estímulo para el estudio de las cualidades o para el examen cálido de una vida o de una obra, que suelen contener algo más que títulos y fechas.

Uno de los filósofos de la política más importantes del siglo XX fue Isaiah Berlin. Entre sus libros imprescindibles incluyo su adorable colección de semblanzas sobre personajes admirables. Allí Berlin nos enseña el oficio del elogio y nos recuerda que conocer a un gran hombre o a una gran mujer es un elevado modo de ayudarnos a ser mejores seres humanos. Nos enseña, además, que nada de esto se obtendría si quien alaba lo hace de una manera convencional o vaga, limitándose a la lisonja post mortem de una obra y desaprovechando las diversas aristas registrables en toda vida humana, máxime si ésta se encuentra cruzada de desafíos y tropiezos.

Por eso festejé ayer la costumbre del Comité Jurídico Interamericano de dar inicio al Curso de Derecho Internacional con el homenaje a algún jurista ejemplar. Así pude, entonces, hablar de Tatiana de Maekelt, una insigne docente e investigadora del Derecho, de quien ningún abogado venezolano debería sentirse ajeno. Recordé su presencia en la Facultad de Derecho de la UCV, donde era admirada por todos. Mi recuerdo data de los primeros años setentas del pasado siglo y preserva la imagen de una profesora que ya acumulaba muchos estudios, pero que aún era joven y concitaba una adhesión intelectual unánime, así como –todo hay que decirlo- respetuosos y tímidos requiebros por su legendaria belleza física. De ella supe que provenía de lejanos lugares y de otras lenguas y que dictaduras y guerras la habían traído a Venezuela en 1948. Encarnó, de algún modo, la imagen de la extraterritorialidad  (en el sentido que George Steiner da al término), pero los mejores frutos para la ciencia jurídica los produjo en nuestra Patria. Y eso, no sólo se celebra. Se agradece.

Esta página es hoy para Tatiana. Por eso pensemos en un suculento borsch que Cuchi puede preparar con excelencia y sin las contrariedades de la Maga en la rayuela de Cortázar.

lunes, julio 25, 2011

La cocina tradicional


1. Entiendo acá por “tradición” las diversas expresiones culturales que recibimos del pasado. Muchas de ellas están en nosotros sin que nos hayamos percatado del todo. Somos, en rigor, un conjunto de tradiciones que incluye hábitos, ideas, técnicas, lugares y recuerdos.  Algunas, de tanto sabidas, las hemos olvidado. Por eso, de vez en  cuando las redescubrimos o creemos estar inventándolas. Son los riesgos habituales de la desmemoria.

Hablo de una tradición viva, no de un ámbito de piezas arqueológicas o museísticas,  montado exclusivamente para la contemplación y el orgullo de la Patria. Hablo, además, de unos saberes aptos para ser enriquecidos o mejorados. Incluyo, asimismo, todo cuanto nos duele de ese pasado, como sus frustraciones y miserias. Una herencia cultural no la podemos recibir a beneficio de inventario. Se la recibe toda o siempre quedará algo pendiente por resolver, con las onerosas consecuencias de los intereses acumulados. Por eso, Mariano Picón Salas, nuestro lúcido ensayista, hablaba de “soportar la Historia con sus ejemplos estimulantes y su adversidad aleccionadoras”.

Si le somos fieles al sentido etimológico del vocablo “tradición”, no tenemos  por qué andar explicando esto. “Tradir” es transmitir y todo acto de transmisión de cultura demanda un destinatario capaz de recibirla, mantenerla, reformarla e incrementarla. Así, la expresión “cocina tradicional”, que da título a estas notas, comprende no solamente la que se hizo antes, sino también la que seguimos haciendo después de recibir múltiples influencias en el decurso del tiempo.  Algunas modas maltratan ese acervo  o lo ocluyen, simplemente, lo que termina siendo tan lesivo como lo primero. Cuando esto ocurre, no se trata nada más de estar dispuesto a aceptar un legado, sino de ir a buscarlo donde éste se encuentre,  y de defenderlo, con pasión y sensatez.

2. El dilema de “cocina tradicional o invención culinaria” es un falso dilema. Los enunciados de esa supuesta dicotomía no contienen conceptos que se excluyan entre sí. Forman parte de un proceso vivo que armoniza lo viejo con lo nuevo. Decía Jean François Revel que “el arte del cocinero consiste en saber qué es lo que se puede rescatar de las viejas tradiciones sin traicionarlas”. Claro, es un arte y no todos los cocineros lo alcanzan. Una cosa es la mezcla sin cohesión o las fantasías delirantes de ciertas fusiones y otra la combinación imaginativa y amable que realizan los buenos cocineros, tanto los de la mesa pública como los de la doméstica. Estos saben cruzar la gramática de la tradición culinaria con la de una sabia experimentación. No podemos afirmar lo  mismo de ciertas prácticas a las que algunos son dados, con más afán de teatro etnográfico que de gastronomía y haciendo siempre abstracción de los contextos. La cocina de las etnias que ocupan las tierras amazónicas ha sido, por cierto, una de las más socorridas por este interés circense.  

3. La cocina tradicional es también un efectivo instrumento para acompañar políticas de soberanía en materia alimentaria. Frente a la cocina basura, globalizada a más no poder, puede apelarse a nuestras cocinas caseras, familiares y campesinas. Apelar a ellas en modo alguno debe comportar el cerrarse a cambios o el vedarnos la interculturalidad gastronómica, siempre vigente, efectiva y beneficiosa y cuya impronta favorable la hemos sentido los venezolanos desde hace muchas décadas. Un pueblo que conozca y estime su tradición culinaria tiene ganada buena parte de su batalla por la soberanía. Basta recordar los viejos olores y sabores para que se active en nosotros la identidad de un paisaje que nos pertenece y al que pertenecemos.

lunes, julio 18, 2011

La comida de Platón

Platón. Detalle de La Escuela de Atenas, famoso cuadro de Rafael

La más bella obra filosófica de lo que antes se llamó "la cultura occidental" tiene como escenario una especie de sobremesa bien provista de bebidas (simposio, le decían), que tuvo lugar una noche ateniense durante la primavera del año 416 a.C. Me refiero, desde luego, al Banquete de Platón, sin duda, uno de sus Diálogos más influyentes y admirados. A Sócrates, sin desdorar las obras de Jenofonte, lo conocemos por lo que en ellos dijo y por la nítida imagen que de él se nos ofrece en esas fértiles páginas de su discípulo. Por los Diálogos también sabemos el modo de discurrir de los sofistas: unos, como Protágoras y Gorgias, con una enorme intención educadora; otros, como Trasímaco y Dionisodoro, con un afán retórico de embrollo. Por El banquete de Platón, concretamente,  podemos sentir la amabilidad de la filosofía. Eugenio Trías, el gran filósofo español del límite, lo recomienda como lectura inicial a quienes aspiran dedicarse en serio a esa vieja disciplina del pensamiento.

Como famosamente se sabe, en El banquete se habla del amor. Se bebe, sí, pero con la contención que siempre requiere el tema, tanto para hacerlo como para discutirlo. Los hombres que participan en ese simposio platónico se dedican sólo a lo segundo. Convocan, de alguna manera, lo dionisíaco, pero saben domeñarlo con lo apolíneo. Unos más que otros, por supuesto. El único que en él está verdaderamente borracho es Alcibíades, pero se trata de una borrachera consciente, tanto, que pide se le disculpe por no exponer en un orden muy exacto su estupendo elogio a Sócrates. Alcibíades llegó al simposio tarde (más tarde que Sócrates, quien también se retrasó) y muy pasado de tragos. Pidió más vino para que sus contertulios se aproximaran a su estado. Advino, entonces, la etílica elocuencia de un enamorado, la fervorosa confesión de un joven (Alcibíades), que se moría por Sócrates. Poco a poco, el “banquete” (repito: en rigor, era un simposio) fue cayendo en la modorra. Al cabo de un tiempo, todos dormían. Sólo Sócrates y Aristodemos se mantuvieron de pie. Ya de día, salieron de la casa de Agatón y Sócrates se dirigió al Liceo para ocuparse, como si nada, de sus actividades cotidianas.

El conocido discurso de Diotima que refiere Sócrates, acerca del recorrido del alma poseída por el Amor, ha sido pasto de numerosas interpretaciones y análisis. Allí se nos habla de la búsqueda de la Belleza o, mejor dicho, de  la  idea de Belleza, como deseo acuciante de los enamorados  poseídos por Eros. A partir del Banquete platónico se han erigido diversas teorías estéticas y psicológicas. Y no era para menos. También los poetas han sabido aprovecharlo. La distinción que Pausanias hizo en el convite ateniense,  de Venus (la belleza), como imprescindible elemento del amor, fue recreada magistralmente por Jaime Gil de Biedma en su imprescindible Pandémica y Celeste. La agonística protagonizada por la Venus del cielo y la Venus carnal, fue quizá resuelta por el autor barcelonés en tres versos memorables que incluyen, por cierto, un homenaje a Shakespeare: “Aunque sepa que nada me valdrían/ trabajos de amor disperso/ si no existiese el verdadero amor”. Pero hasta aquí con las tentaciones líricas. Mi intención era hoy especular sobre lo que comieron los contertulios platónicos y algo diré al respecto, a pesar del poco espacio disponible.

Se conoce que la prolongada ingesta de vino mezclado con agua fue precedida de una comida. Supongo que fue una buena comida. “Buena”, dentro de los cánones culinarios griegos, muy inclinados a la dieta de leguminosas o cereales, como es sabido. Por tratarse de una celebración (recordemos que Agatón había sido premiado en un concurso teatral), es probable que el convivio incluyera una preparación de liebre, plato de caza altamente estimado por los atenienses. La mesa tenía, seguramente, quesos, panes, tortas de trigo o cebada y gachas con lechuga, amasadas con miel.  Podríamos fantasear, asimismo, con la presencia de un caldo elaborado a base de carne salada, cocida en agua, vino y vinagre, con cilantro seco, tomillo, hinojo, anís y comino, receta procedente del Egipto conquistado por los helenos, pero sería demasiada irresponsabilidad de mi parte y se me vería la caprichosa intención de asignarle al paloapique apureño un ilustre antecedente griego. De modo que terminemos en paz estas digresiones, antes de que llegue Aristóteles a tratar de ponernos los pies en la tierra.

lunes, julio 11, 2011

Pan de horno y poesía

Estero de Camaguán

Habíamos pasado por su pueblo un domingo de abril. Esa vez apenas nos detuvimos para contemplar el río y adquirir el producto más estimado de la granjería local: el delicioso pan de horno. Dos orihuelos entretuvieron nuestra breve parada.  En silencio me dije unos versos suyos (“Hoy he amado a grandes voces/ todo lo que tenía: el río,/ la calle,/el aire”). Poco después pronuncié su nombre en voz alta para compartir con mis compañeros de viaje el íntimo homenaje: Arnaldo Acosta Bello. Miramos una lancha que bajaba por el Portuguesa y seguimos nuestra ruta. Pendiente había quedado la visita a las calles donde transcurrió la infancia del poeta amigo. Algún día será, me prometí. Como lo saben ya ciertos lectores, estoy hablando de Camaguán, la capital de los míticos esteros.

El azar concurrente siempre hace de las suyas. Al retornar en esa ocasión de San Fernando de Apure, hicimos la inmancable parada en La Negra, para desayunar cachapas con mantequilla llanera y aprovisionarnos suficientemente de quesos, naiboa y casabe. Mientras curioseábamos en los diversos puestos de comida, Edgar Colmenares del Valle, nuestro muy especial guía de entonces, fue abordado de repente por alguien que lo conocía y que se alegraba por haber tenido la fortuna de encontrárselo y ratificarle personalmente  una invitación. Era Jesús Ramón Ortiz, presidente de la Sociedad Bolivariana de Camaguán, quien había incluido a Edgar entre los conferencistas convocados para celebrar en su pueblo el bicentenario de la Independencia. El acto tendría lugar el 1º. de julio y asistirían, además de Edgar, los historiadores Ildefonso Leal y Adolfo Rodríguez. Edgar no podía confirmarle en ese momento su participación por no haber precisado aún la fecha de un compromiso familiar que debía cumplir en Canadá a finales de junio. Una vez presentados, Ortiz y yo iniciamos un breve diálogo a partir de una pregunta que le hice sobre Acosta Bello. “Esa familia se fue hace mucho tiempo de Camaguán”, me dijo, pero recordó al padre del poeta y a sus hermanos Aurora y Octavio. Le manifesté mi interés por saber más de la primera, suicida, y autora de un diario que Arnaldo deseaba publicar. Respondió que ella había sido directora de la escuela de Camaguán. Nada más. La conversación volvió al tema del evento del primero de julio. Para mi sorpresa, Ortiz sabía de la UNEY y de nuestro diplomado de crónica y cronistas. Se había enterado por la televisión y no por Edgar, como pude creer, de no haberme anticipado su fuente. Al despedirnos, quien suscribe ya era otro de los ponentes en el foro sobre la independencia, gracias a la generosidad de Ortiz.  Así que mi anhelada visita a Camaguán tenía fecha cierta.

Ir a ese pueblo en tiempos de lluvia es garantía de esteros imponentes. Y así fue. Nada más bello que el palmar de Santa Rosa en esta época del año. Pudimos disfrutarlo a plenitud al regreso, pues la llegada fue de noche y bajo un tenaz aguacero que me hizo recordar la palabra “mandilata” y sus resonancias florentinas.  Al día siguiente fue el evento. Cálido y alegre, son vocablos que pueden calzarle bien a esa jornada del pasado primero de julio en Camaguán. También valdría calificarlo de enjundioso, si consideramos las excelentes intervenciones de Ildefonso Leal y Adolfo Rodríguez, llenas de buenos datos y agudas reflexiones.  Pero faltaría a mi emoción del momento, si no comparto con ustedes mi reencuentro con un Arnaldo Acosta Bello poco conocido: el de su canto elemental. Creí verlo en el Charco, en la plaza, en las calles, en mi imaginada casa de la Placidera (donde vivía la abuela), en la invasiva bora del río, en la voz de Roquelina evocando a Aurora, la hermana grande, “de dolor poblada”. También lo percibí en el suave sabor del  pan de horno maravilloso que Cuchi halló en el hogar de Pedro López y Verónica Rivero, en una mañana que también fue de recorrido gastronómico y que tuvo su inicio sublime con el desayuno incomparable del “Simoncito” que dirige la Nena. Allí, jóvenes cocineras le hablaron a Cuchi con gusto y humildad de su arte sagrado.

Vuelvo al pan de horno. Maíz cariaco, azúcar, mantequilla, yemas de huevo y especias dulces, transformados en un regalo de los dioses. Nada menos. Es el milagro cotidiano de una tradición de Camaguán que no anda buscando ingresar a santoral alguno, sino en la memoria de quienes lo prueban. Es también el tiempo encarnado de la poesía, que esta vez adquirió para mí un nombre menos socorrido: el de mi entrañable Arnaldo Acosta Bello (Camaguán, 1927 - Barquisimeto, 1996), a cuya memoria acudo para festejar este paisaje. Y el pan de horno.

lunes, julio 04, 2011

Pequeña alma mía, efímera y amable

Adriano

He vuelto a las páginas de un admirable libro de Marguerite Yourcenar. Me refiero a Memorias de Adriano. Confieso que lo hice después de escucharle al presidente Chávez su intensa y breve alocución desde La Habana el pasado jueves. En ese momento se me agolparon varias imágenes literarias, pero la de Adriano destacó por encima de todas. La memoria es un laberinto que ilumina ad libitum cuanto pasadizo se le ocurre. Al retornar a mi casa fui de inmediato a la biblioteca (otro laberinto) y busqué el ejemplar, ya descuadernado, que compré en agosto de 1981. De las dos ediciones que tengo de ese libro, es esa la que prefiero por los subrayados que en ella hice durante la primera lectura. Algo de lo que uno fue hace 30 años está presente en esas íntimas marcas de lector. Una de ellas me revela ahora una constancia. En efecto, hoy volvería a subrayar esta frase fulgurante de Adriano: “Mis primeras patrias fueron los libros”.

El genial emperador fue un esteta y la escritora belga supo perfilarlo con hermosa nitidez, en una larga epístola que merece y demanda varias visitas. En esta oportunidad quise buscar al enfermo que desde el poder revisa su pasado y dialoga con su achacoso cuerpo. La anatomía del poderoso es también la anatomía de cualquier ser humano, por más aura divina que le adjudique su entorno. Así, el emperador también puede enfermarse de hidropesía, como Adriano, pese a ostentar lo que en lenguaje teológico se llama “carisma”, término que a partir de Weber le sirve a la ciencia política para afrontar la misteriosa fascinación que algunos líderes ejercen sobre el pueblo.  Estos jefes poseen, al igual que todos los mortales, un cuerpo destinado al deterioro. Muchos abusan de él y fallan en su cuidado. Cuando la intrusa (la enfermedad) lo toma en silencio, sus alarmas demoran en encenderse. Al ocurrir la primera señal, puede ser tarde. En todo caso, a tiempo o no de la cura, el enfermo se convierte en un prisionero, como lo dice Adriano al observar a su alrededor la solícita presencia de médicos y amigos, en severo ejercicio de una constante vigilancia. Adriano asume “el perfil de su muerte” y se dedica a contarle su vida al sobrino que habrá de sucederle: nada menos que a Marco Aurelio. Entretanto, la intrusa avanza, pero el emperador se ha hecho más sabio y lúcido. Durante los momentos de mejoría gobierna mejor y se concentra en las obligaciones principales. Prefiere la verdad al engaño, porque la primera sana y el segundo es tóxico. Finalmente, saluda a su alma y le pide que entre con él a la muerte, abiertos los ojos y reconciliado con sus recuerdos.

Buscando el ars moriendi del más griego de los emperadores de Roma, reencontré viejas enseñanzas sobre el poder y sus enfermos (entiéndase esta frase en cualquiera de sus sentidos). Asimismo me hallé de nuevo con algunas formidables lecciones gastronómicas. Adriano estaba reñido con las pitanzas que hicieron las delicias de otros emperadores, atiborrados de hortelanos, inundados de salsas y envenenados de especias. Prefería, helenista como era, “la carne pura de la hermosa ave”, el vino resinoso, el pan salpicado de sésamo, el pescado a la parrilla y al borde del mar y, sobre todo, la fresca insipidez del agua sobre los labios. Consideraba que “comer demasiado es un vicio romano”. Por eso optó a favor de la “sobria voluptuosidad”, lo que le permitió hacer más llevaderos los inevitables efectos de la intrusa.

Bellamente escribió su despedida: “Animula blandula vagula”, que traducido significa pequeña alma mía, tierna y flotante.

lunes, junio 27, 2011

La purísima manteca de cerdo

Max Aub

Si bien cultivó el oficio de los laberintos, retruécanos  y emblemas, este valenciano nacido en París, a diferencia del Gracián de Borges, alojó abundante música en su alma. Veneró astucias y ejerció con gracia y picardía el ingenio de las falsificaciones, pero su gran laberinto terminó siendo el del destierro. Hablo, por supuesto, de Max Aub, polígrafo e indiscutible artista de la lengua. Perseguido por el franquismo y después de una pasantía por dos campos de concentración, se instaló en México, donde escribió casi todas sus obras cimeras. Lo he recordado hoy porque un amigo me hizo una pregunta acerca de los heterónimos de Eugenio Montejo y aunque Aub no ejerció del mismo modo la otredad imaginaria, tiene en su haber la invención de un famoso pintor, para el cual hizo algunos cuadros y de quien escribió una rigurosa biografía. Tan verosímil es su Jusep Torres Campalans que todavía hay quienes buscan sus obras en los museos de Europa o de Estados Unidos. Leí en algún lado que un conocido crítico de arte francés afirmó haberlo visto un día junto a Picasso. Sin duda, mayor éxito no es posible obtener en el arte de la heteronimia. Pero no evocaré esta vez al autor de esa monumental y rigurosa broma. Tampoco al escritor de diarios, de teatro, de novelas y cuentos fabulosos. Hoy me mueve el Max Aub hedonista que supo ensalzar la buena mesa y la cocina, en artículos de prensa o en las crónicas fantásticas de su Geografía.

Para la revista mexicana Diógenes, Moral y Luz, el 15 de agosto de 1952, publicó Aub con su pseudónimo El Escolástico, un elocuente elogio a la comida. Comienza citando a su admirado Quevedo, para decirnos que el acto de comer no es otra cosa que meternos el mundo en las entrañas. Recomienda hacerlo con parsimonia, sin caer en “el abismo de la glotonería”. También nos previene sobre el peligro de “nuevos y costosos platos”. No da razones, pero pienso que podríamos sustentar su consejo en aquellas palabras que Alvaro Cunqueiro le atribuyó al Caballero del Verde Gabán: “No innovéis, hermanos, en cocina, porque corréis el riesgo de mezclar”. Pasada esta fugaz defensa de la tradición y tras una irónica mención a los místicos que  adversan los placeres de la mesa (“no por eso dejan de comer, así sea poco y preferir las verdolagas a las perdices”), Aub se despliega en un recorrido sensorial, destacando los olores. Mejor dicho,  concentrado casi en el olfato,  especie de brújula orientadora de los demás sentidos. “¿A qué huele? ¿Qué se guisa? ¿Qué se ruste? ¿Qué se sancocha? ¿Qué se estofa o sofríe? Algo se chamusca o ahuma. ¡Cómo viene el olor despertando apetencias! ¡Qué ganas! La lengua sale a relucir, puntera, a remojar levemente los dientes y los labios”. Esta descripción de la boca hecha agua después de la información suministrada por la nariz, es para Max Aub (¿para quién no?) “un manantial celeste”.  

Podría seguir citando, pero quiero detenerme en una referencia que el autor hará  más adelante. Ya ha hablado de los olores sencillos, que preservan lo fundamental, a diferencia de los menjurjes. Menciona una sartén y es entonces cuando bellamente dice: “la purísima manteca de cerdo”. La frase es redonda y certera. Desmiente agravios contra la divina grasa que, usada con mesura, le otorga sabor inigualable a las quesadillas de Max Aub o a la masa de nuestras hallacas, por ejemplo. No sé por qué, quizá por prejuicio o ignorancia, algunos abominan de lo bueno.

Para concluir y agregar otro de los cinco sentidos, transcribo una pregunta del gran escritor valenciano: “¿De verdad es más hermosa la granada que el melón y la sandía?”. Tienen ustedes la palabra.

lunes, junio 20, 2011

Sambrano Urdaneta y la sopa rellena de Boconó

Oscar Sambrano Urdaneta
Tengo en mis manos la bellísima primera edición de Paisano. La busqué en mi biblioteca hace unos minutos para releer su formidable prólogo. Lo hice con el gusto de siempre y recordé la emoción de la primera lectura, en el ejemplar que pedí prestado en la “Pío Tamayo” de Barquisimeto, en 1966. Las palabras de Oscar Sambrano Urdaneta me encantaron, me sonaron tan bien que llegué a repetir de memoria algunos de sus párrafos espléndidos. Sabía que ellos no me explicaban el mundo asombroso que habitaba -y habita- la poesía de Ramón Palomares, pero me aproximaban a él con la iluminación adecuada. Sigo creyendo que en el prólogo a Paisano, Sambrano Urdaneta dio con la clave para entrar en esa comarca fabulosa: “dejarse arrebatar” por ella y sus espectros. Así, “me metí por el canto del borococo” y escuché la música de Boconó adentro. Supe desde entonces que esos poemas sólo se parecían a sí mismos. Ahí están, vivos e inimitables, transmitiendo, como dijo el prologuista, la “profunda voz de la tierra americana”.  
Para recordar a Oscar Sambrano Urdaneta, fallecido en Caracas la semana pasada, a los 82 años de edad, he querido que mi memoria proceda por su cuenta, convocando con la arbitrariedad que le es característica, las imágenes que quiera. De esa manera, al libro de Palomares, que adquirí en una librería de viejo hace mucho tiempo, le sigue ahora la voz del propio Sambrano una noche en la Biblioteca “Pío Tamayo”, hablando de Julio Garmendia. Lo habíamos invitado los responsables de la recién creada Fundacultura para rendirle homenaje al autor de La tuna de oro. Esa vez el deleite literario fue total. Nadie podía disertar mejor que Sambrano sobre un autor cuya obra y vida conocía plenamente. De la Biblioteca nos fuimos a cenar al restaurante Da Guido, en la azotea de la Torre Lara, en la avenida 20. Allí continuó la animada charla. Yo tenía presente aún los relatos de mi madre sobre el intercambio que en los años 40 estudiantes de Boconó hacían con estudiantes de El Tocuyo. Ella recordaba entre los primeros a Oscar Sambrano. En esa ocasión le pregunté a Sambrano por esos encuentros. Se le iluminó el rostro y comenzó a hablarnos con efusión de la Ciudad Madre. Evocó sus calles empedradas y sus viejas casas. También a las muchachas de entonces. Me pidió razón de la Nena Suárez y no escatimó adjetivos para su legendaria belleza. Puedo decir que esa noche la tertulia fue un tributo boconés al desaparecido esplendor de El Tocuyo.  
Debería referirme a la gestión de Sambrano Urdaneta al frente de la Casa Bello y del CONAC, por haber sido un oportuno ejemplo de equilibrio y sensatez. Asimismo, podría añadir alguna reflexión acerca de su inmenso trabajo de investigador literario y a su valioso legado bellista y juliogarmendiano, pero el espacio es poco y no debo escatimarle al “sabor en el aula”, la presencia del Sambrano cocinero, cuya imagen persiste en mí con una receta de la mítica sopa rellena al estilo boconés.  Los lectores pueden hallarla en la página 125 del libro Diez menús bien pensados (Monte Avila, 1991). Allí se toparán con el barroquismo de un plato suculento y con el amor por la cocina de un escritor que hizo de la decencia una estética de vida.
Ojalá los venezolanos sepamos valorar a Oscar Sambrano Urdaneta…  Por ahora, quienes le fueron cercanos, seguramente podrán decir con Borges que “suyo fue el ejercicio generoso de la amistad genial”.
P.D: Excelente el artículo de Elías Pino Iturrieta publicado en El Universal el domingo pasado: Sambrano con “s”

lunes, junio 13, 2011

Come en casa Borges

Borges
Tiene mil seiscientas sesenta y tres páginas. Cuando lo vi por vez primera, pensé en un facistol. Lo compré en Buenos Aires, pero no me lo traje por falta de espacio en la maleta. Allá estuvo en la casa de mi hijo Martín varios meses, esperando el momento en que alguien viniera a Venezuela ligero de equipaje y pudiera cargar con el tocho.  Eso ocurrió hará unos tres años. Desde entonces ha estado entre mi oficina y mi mesa de noche, permitiéndome la práctica de la lectura oracular.  Hace poco me propuse dejar los saltos y lo afronté desde el inicio.  Fue una experiencia fascinante. Seguir entrada por entrada los cuarenta años que, con algunos baches, abarcan las anotaciones de Adolfo Bioy Casares sobre sus conversaciones con Borges, es asistir a la intimidad de dos amigos y a la descarnada puesta en escena de sus juicios privados. Y algo más: es presenciar debates intelectuales sobre Argentina y conocer el trasfondo de ciertas leyendas contemporáneas. Es también apreciar grandezas y miserias, maledicencias y genialidades, caprichos y reflexiones, alegrías,  malos y buenos humores. El libro se llama Borges y su edición estuvo al cuidado de Daniel Martino, secretario de Bioy Casares, acucioso y amable anotador.
Borges es un testimonio imprescindible para el estudio de la literatura argentina del siglo XX. Horacio González en su Historia de la Biblioteca Nacional demostró, además, que los diarios de Bioy Casares constituyen una valiosa fuente para precisar los años borgeanos de esa importante institución de la cultura. El bibliotecario de Babel y su inmediato colaborador, José Edmundo Clemente, son allí los personajes de una crónica en la que no faltaron las amenazas del poder y de la ominosa “modernización”.  Borges se oponía a la mudanza para el norte porque prefería el sur.  Clemente, sin violencia, asentía al cambio. Borges ejercía la incorrección política y Clemente intentaba amainar los efectos de la misma.  Varias anécdotas dan cuenta de esas tensiones en el voluminoso libro de Bioy Casares. Horacio González las aprovecha para ilustrar buena parte del debate que generó el demoradísimo traslado de la Biblioteca de la calle México al lugar donde se encuentra actualmente.  
En las conversaciones interminables de Borges y Bioy solían participar algunos amigos y amigas. A veces alguno de ellos servía de sparring a Borges. Es el caso de Wilcock, permanentemente refutado e interrumpido por el autor de Ficciones. Notable es el intercambio de burlas acerca de algunos escritores que no formaban parte de la exclusiva tertulia. Eduardo Mallea y Ricardo Molinari eran los predilectos para ese cruel ejercicio de invectivas literarias. Borges, en especial, no dejaba títere con gorra en esa sobremesa de denuestos. Vistos por encima del hombro, algunos “figurones” de la literatura argentina eran fusilados cena tras cena con una poderosa carga de acrimonias borgeanas. Pero, ojo, lo más suculento del libro de Bioy, está en las maravillosas observaciones de Borges acerca de los buenos poetas. Son numerosas sus agudas precisiones sobre un verso o una palabra que malsuena en una frase feliz. Para Borges sólo los buenos versos pueden ser mejorados.  Abundan las enseñanzas de lectura inteligente y crítica a lo largo de este gran volumen. Asimismo son frecuentes los achaques de sorna que provocaban en los dos amigos las “metidas de pata” de Susana Bombal y, sobre todo, las frases “memorables” de la señora Bibiloni de Bullrich. Recuerdo una: “Inútil que me hables, Georgie. Tengo la cabeza puesta en sombreros”.
Casi todas las entradas del diario de Bioy Casares comienzan con esta frase: “Come en casa Borges”.  En ellas el autor refiere lo que se habla, pero no lo que se come. Presumo fiambres, arroz, ñoquis, quesos, agua y vino. Nadie es perfecto.  
Todo lo anterior se debe a que mañana, 14 de junio, se estarán cumpliendo 25 años de la muerte del más grande escritor latinoamericano de todos los tiempos. Ahora descansa en una tumba de Plainpalais, en Ginebra, una de sus patrias.

lunes, junio 06, 2011

Las codornices de un caballero andante

 Hugo Hiriart


Amanece. Ya la luz ha penetrado la casa y el caballero andante está dando voces de alegría.  Así, el alma dormida de un anciano ha vuelto a recordar. Sentado ahora sobre pieles de zorro, el viejo ve al sonriente hermano de Amadís de Gaula y se percata de otra presencia: “una mujer de pie en el vano de la puerta”. El príncipe le informa que ella ha venido a cocinarles, a guisar para ellos “deliciosos pájaros”.  Allí están el fuego y las ollas esperándola.

La escena corresponde al capítulo 32 de la primera novela de Hugo Hiriart, una maravilla que se adelantó al despliegue de parodias y retornos a lo clásico que cundió en las postrimerías del pasado siglo. Galaor, que así se llama esa pequeña obra maestra, fue publicada en junio de 1972, exactamente hace 39 años. Su autor es uno de los más inteligentes escritores mexicanos contemporáneos. Recuerdo la insistencia con que Octavio Paz le pedía en 1982 a Pere Gimferrer que escribiera una reseña para Vuelta sobre una novela de Hiriart (pienso que se trataba de Cuadernos de Gofa) que al Premio Nobel le parecía estupenda. Le decía: “No es ni novela realista ni novela experimental, sino literatura pura, aunque no simple…/ (Hiriart) es  un joven escritor de aquí que tiene, a mi modo ver, verdadero talento”.  Creo que Gimferrer no llegó a hacer la nota solicitada por su amigo y maestro. En las cartas de Paz publicadas por el catalán no apareció más el asunto. Sin embargo, acerca de Hiriart no faltaría después quien escribiera, pero no en la proporción que demanda su obra singular y brillante, que incluye ensayos originales e ingeniosos, así como obras teatrales llenas de gracia y picardía.  

Ayer soñé que Hugo Hiriart entraba a mi biblioteca disertando sobre las telarañas y dejando entrever lúcidas reflexiones acerca de los sueños, mientras silbaba su arte poética. Buscó con urgencia un estante para colocar los libros que casi se le caían de las manos. Le indiqué el lugar exacto. Los ordenó y abrió de inmediato uno de ellos. Era una novela de caballería. Leyó para mí estas líneas: “…celebra, Dama de las Palabras, en buenas imágenes, las lealtades, los amores y trabajos de quienes supieron batallar y ser gentiles”. Lo escuché con deleite y  me dije que este espacio de hoy lo dedicaría a Galaor. En otra ocasión me ocuparé de su deslumbrante libro sobre los sueños, a ver si encuentro allí la explicación de este suceso. Y ahora volvamos a la escena del amanecer.

Mientras Ana cocina, el viejo Mamurra le está hablando a Galaor. Le habla de sueños, precisamente, como adelantándose a mi propósito. Refiérele la tesis griega de los sueños colectivos, de ese mundo que todos comparten cuando duermen y que rigen leyes tan extravagantes como las de nuestra vigilia. Soñamos masivamente por nostalgia, por quedarnos solos y no poder acompañar a la amada en sus pesadillas o compartir con ella la alegría de las fábulas oníricas. Trato de reproducir, invita Minerva, el esplendor de sus palabras, pero sé que así no podré hacerlo. Por fortuna, el aroma suntuoso de la carne asada está llamando. Es “el más preciado de los perfumes”, dice Galaor. Volátiles recién cazados, como debe ser, son ahora un olor esparcido por todo el pabellón de los halcones.

Las codornices pueblan los momentos del mejor condumio en Galaor. Una nieta de Ortega y Gasset recomienda  flamearlas con alcohol para quitarles la pelusa, vaciarlas y salarlas. “Según sean de gruesas se calculan una o dos por persona”, afirma Inés Ortega en su libro sobre aves.

Galaor sale en este instante a “la luz incorrupta de la mañana”. Sonríe y mastica un ala de codorniz.

lunes, mayo 30, 2011

Lección de cocina


Rosario Castellanos

Había leído y estudiado libros. Probablemente, también había intentado escribirlos. Era una joven profesional recién casada que se enfrentaba ahora a la límpida soledad de la cocina. El miedo a manchar esa blancura atravesó con frío metafísico su cuerpo. Se sintió inerme, vacía y sin discurso. No sabía qué hacer en ese lugar de su nueva vida. La escena es vieja. Ocurrió y sigue ocurriendo. Recuerdo un estupendo relato de Rosario Castellanos titulado Lección de cocina. En él la gran escritora mexicana narra sabiamente ese trance. Creo que se trata de una historia de desencuentros. Desde luego, también de imposiciones, lastimosamente perdurables.

Convertir un símbolo amable de la cultura en un espacio para ilustrar discriminaciones, es, desde luego, una perversión que no debió nunca producirse. Sor Juana Inés de la Cruz, quien jamás tuvo a menos la cocina, lo dijo con redondez (no en redondillas): “Si Aristóteles hubiera cocinado, mucho más hubiera escrito”. Ahí está todo. En esta época de liberaciones, nos ha tocado también liberar, no a las cocineras, sino a las cocinas mismas. Hacer oficio en ellas es hacer algo más que una tarea doméstica. Lo podemos decir con una aparente tautología: es, en verdad, oficiar, porque alrededor de los fogones se renueva diariamente la vida. Si la cocina ha sido metáfora de algo, lo ha sido de la comunión, no de la esclavitud. La cocina es albergue, no prisión. Es un espacio para crear y componer. Su velada gramática está hecha de fibras para el goce, no de cilicios. El disfrute del cocinero no es menor que el del comensal, por más goloso que éste sea. Por eso es extraño que algunos “chefs” o pretendidos tales, cocinen a regañadientes en sus casas o deleguen siempre en otros lo que en realidad es intransferible: el regodeo de preparar la comida propia y de los suyos. Hace poco recordaba acá un hermoso testimonio de Santi Santamaria para celebrar ese don supremo del cocinero: el ocio compartido. Porque se trata de eso. Cocinar en casa es ocio creador, no negocio productivo, aunque esto último eventualmente también pueda hacerse, pero eso es harina de otro costal... 

Podríamos decirle a la recién casada del cuento de Rosario Castellanos, que no se aflija, que la cocina también es placer. Que algunas se lo hayan perdido, es otra cosa. Claro, debe ir aprendiendo poco a poco, con la parsimonia que requiere el arte. Tal vez no sea su vocación (porque también esto requiere vocación), pero puede llegar a comprenderla y a sospechar su grandeza, por encima de prejuicios y mitos mal curados. Eso ya es bastante. Vaya a la biblioteca, por lo pronto y busque algún libro en el que la cocina esté presente. Baje a Proust, por nombrarle uno que seguramente tiene en sus estantes. Lea cualquier página, no importa que no sea la de los platos de Francisca, con su deliciosa crema de chocolate. Como todo libro es mágico, allí encontrará una señal luminosa. Ya provista de algún encantamiento, salga de la casa y vaya al mercado. Contemple los puestos de verdura. Respire los aromas. Oiga los pregones. No hay apuro. Puede emporrarse todo lo que quiera. Ya atisbará con precisión alguna maravilla. Ha logrado lo importante: buscar por sí misma. Así se empieza.

lunes, mayo 23, 2011

Geógrafos y cocineros


No sé si a ellos les calce el pedante término de gastronómadas, acuñado por Curnonsky. Lo cierto es que también van por el mundo husmeando en los fogones. Ante lo desconocido, los guía el olfato y la intuición. Ayer descubrieron una extraña nuez y hoy se maravillan con una bebida deliciosa. Aciertan casi siempre y cuando retornan a sus casas traen consigo la alegría de los sabores nuevos. En una época reñida con el asombro, ellos conforman una especie en extinción. No hablo, por supuesto, de turistas ni de buscadores de sitios de moda. Hablo de curiosos y de aficionados de verdad. Sin ser etnólogos, son ellos quienes pueden enriquecer los estudios gastronómicos. Estos exigen vocación y afecto, más que técnicas o trucos. Los gastronómadas que digo, comen y viajan con deleite. Su memoria sensorial registra lo que vale la pena y si son cocineros (casi siempre lo son), ensayan prudentes recreaciones. Con parsimonia dan forma a una experiencia. Así, el viaje no va a languidecer en unas fotos. Va a cobrar vida en una mesa. La imagen de esos viajeros se me impone como la más apropiada para acometer la geografía gastronómica de Venezuela, porque hay algo más que no he dicho: para ellos primero está la tierra y su gente. Ir sin prisa por las cocinas, supone ir por los ríos, los puertos, las calles, los mercados y las casas. No los legitima un título o una autoridad. Los legitima la conversación y el relato, la observación atenta y el don supremo de escuchar al otro.

Pienso estas cosas en voz alta para acompañar el diseño de un diplomado del Centro de Investigaciones Gastronómicas de la UNEY sobre cocina tradicional venezolana. En él Cuchi ha incluido geografía, lo que me parece un indudable acierto y un llamado de atención. Creo que debemos revisitar nuestras regiones, orientados por su historia y sus paisajes, no por sus límites político-territoriales. Admiro el trabajo pionero que Ramón David León hizo a comienzos de los cincuenta, pero estimo que ya es hora de que avancemos más en relación con ese tema, tan grato y necesario. Empecemos por la geografía a secas, muy olvidada en los ámbitos académicos del país. A ella podemos acercarnos por los caminos más amables. Uno es el literario, ya trazado por Cruz del Sur Morales de la mano de Rómulo Gallegos y sus novelas llaneras. Hace poco recordaba a Ramón Díaz Sánchez,  por Cumboto, y se me antojaba que allí podría estar el inicio de una ruta hacia las comarcas del cacao, que bien  podríamos empalmar con puertos más cercanos a Guillermo Meneses o a Juan Pablo Sojo y hacer así un recorrido por la costa, hasta llegar a Güiria en los cuentos precisos de Gustavo Díaz Solís, sin omitir el paso por los espacios míticos de Armas Alfonzo y las salinas fabulosas de Carrera…

En todos los ejemplos anteriores, evocados  sin orden ni concierto,  hay cocina y de la buena. Sin ningún desdoro por las contribuciones de la llamada Geografía Humana, creo que los aportes de nuestra literatura pueden ser un excelente faro para esa morosa navegación gastronómica. Ver, leer y visitar el país como si lo viéramos, leyéramos y visitáramos por vez primera, es una aventura que no podemos seguir negándonos, máxime ahora cuando nos agobia la vacuidad de lo virtual y vemos, con más congoja que burla, cómo algunos pretenden diplomar  “gastrónomos” sin conocer el mapa de Venezuela.   

lunes, mayo 16, 2011

Domingo Aponte Barrios, in memoriam

Domingo Aponte Barrios, cronista de San Felipe

Apenas cuatro meses le faltaron a Domingo Aponte Barrios para vivir noventa años de dignidad.  Su amigo Israel Jiménez Emán, quien tuvo la fortuna de  conversar largamente con él hace poco, me refirió la alegría que le produjo al maestro pasear por  la parte alta de Jobito y encontrar el sitio donde estuvo la casa de Leonor Bernabó, de la que sólo quedan los vestigios de unas baldosas que alguna vez fueron coloridas. Este detalle, precisamente, fue lo que le permitió al cronista afirmar la veracidad del lugar señalado. Israel apreció en su rostro la emoción inquebrantable del conocedor, que si tenía algunos achaques, los tenía por la historia de su ciudad natal, preterida por muchos y manipulada recientemente por algunos. Esa grata visita, que seguramente fue una de las últimas que Domingo Aponte Barrios hizo al parque y sus aledaños, gravitará en mí como imagen indeleble de dos cronistas y un mismo paisaje: el maestro, el discípulo y el río. Decirle adiós al Yurubí ese día pudo haber sido una vivencia secreta del primero. No sé, pero cierta es la luz que emana de esa anécdota.

Las virtudes de un cronista se van modelando con el tiempo. Si el cronista es maestro, el rasgo principal de su labor será la capacidad de aportar y difundir. El maestro da y recibe, pero sobre todo da. Y se da, que es lo difícil. No sólo entrega. Se entrega, que es lo valiente. Domingo Aponte Barrios fue de esos cronistas que no abundan, de los que unen a sus conocimientos históricos y a su conexión entrañable con el pueblo, una vocación educativa insobornable. Ejerció cargos públicos de importancia local y regional, sin sectarismo y con decoro. Bien sabemos que la política, como máquina devoradora de virtudes, tiene en la amplitud y en la honradez sus primeras víctimas. Significar, entonces, la valía de quien sale cívicamente airoso de esas lides, es un acto indispensable y terapéutico: alivia conocer la viabilidad de la decencia. Además de buen funcionario, estaba dotado de agudeza analítica. Lo recuerdo como primer alcalde electo de San Felipe. Era una reunión  organizada por FUDECO. Allí destacó por maestro y por conocedor de asuntos urbanos que le son esquivos a los técnicos. Yo aprendí de él esa mañana y usé después sus enseñanzas para explicar las nuevas leyes en diversos escenarios académicos.

En la UNEY  lo tuvimos como profesor en el Diplomado de Cronistas. Allí todos pudieron percibir su amor por la ciudad, su respeto por la historia y su ponderación reflexiva. También en la UNEY supimos de su amistad. No se nos puede olvidar un bello artículo suyo acerca del trabajo del Centro de Investigaciones Gastronómicas, dedicado a su directora Cruz del Sur Morales. En él nuestro gran cronista recordaba la cocina de su infancia y celebraba que la universidad se ocupase de saberes ancestrales. Entendimos, asimismo, que Domingo Aponte Barrios en esa página nos extendía su mano amiga, sin miedo ni aspavientos.  

Si nuestras ciudades fuesen de verdad ciudades y no campamentos, el oficio de cronista se tendría como el más eximio de todos, pero estamos lejos de ese elevado estadio humanístico. No sólo ignoramos el trabajo de quienes se dedican a enriquecer la memoria de su pueblo, sino que exaltamos con impudicia la banalidad e incultura de otros hombres públicos. Lo relevante suele ser desplazado por la mediocridad de los poderes efímeros. Por eso, enfatizar el dolor que nos produce la pérdida de un noble y culto sanfelipeño, como Domingo Aponte Barrios, es también interpelar las carencias intelectuales de nuestro entorno. Discúlpeseme el desahogo, pero la ocasión de la pena puede ser igualmente el momento de la autocrítica. ¿Por qué no nos detenemos un instante a oír a nuestros hombres sabios y humildes? ¿Por qué no atendemos a su sentido de la historia, a su brújula afinada en la experiencia? ¿Por qué nos limitamos al mecánico ritual de despedirlos hoy y olvidarlos enseguida? Esta vez esas preguntas no son retóricas, aunque lo parezcan. Son una angustia.

Que la memoria de Domingo Aponte Barrios nos serene.