lunes, marzo 22, 2010

Memorial de la cocina

Gloria Hinostroza
Primero fue la Casa Grande, de la infancia, por supuesto. No hay otra casa para los poetas cuando tratan de buscar infinitamente en sus espacios la gracia primigenia. Esta es peruana y la encuentro abierta de par en par a la entrada de un poema narrativo donde el sol ha penetrado hasta en las alcobas más ocultas y olvidadas. Está en el centro de Huaraz, en la calle Comercio y la habitan multitudes. Tiene 42 dormitorios, salón, comedor, biblioteca, cocina, despensa, cuarto de amasar, 3 patios, huerto con árboles frutales, corral y caballeriza. Es una especie de pueblito donde discurre gente “durante todo el día/ yendo del huerto a la cocina, de la cocina al comedor” y del comedor hasta el salón de billar. Entre sus muros se pasa la vida “divirtiéndose en grande/ con todo un ejército de primos,/ tíos, amigos, servidores, adjuntos, meritorios/ de aquella infancia y épocas doradas”.

La Casa posee también su teatrín para las zarzuelas y el Bel Canto. Allí los niños disfrazados con trajes marineros cantaban el coro de Los Marineritos (como alguna vez también lo hicieran en una Casa Grande de San Felipe, en Venezuela, los nietos de la señora “Misia Aída”). Después, en la debacle, vendrán las casas chicas de Lima y sus resquicios para el juego, en La Victoria y en Barranco, con “el Art Deco de tiempos de Leguía”. Suele ocurrir con los desplazamientos que las familias se dispersan, pero los miembros de algunas, como ésta, venidos de la Cordillera Blanca, se visitan diariamente/ frente al parque de la Ermita/ (donde habitaba El Cura sin Cabeza)/ y al costado del Funicular/ que bajaba a la playa/ o sea a Los Baños Municipales de Barranco/ que eran preciosos” para que Lima frente a las olas del Pacífico Sur, los hiciera bailar “hasta un tango arrabalero/ pero adecentado, no faltaba más, como Garufa”.

La Casa Grande fue devastada por el terremoto del ´70 “que provocó 70.000 víctimas. Demás está decir que Huaraz también desapareció y que “fue reconstruido de cualquier manera/ como salta a la vista de cualquiera”. Se cuenta que unos primos rescataron “misteriosamente” de la Casa el vitral del comedor de los abuelos. Parece que lo llevaron a un hostal de Monterrey, “por los baños termales/ saliendo de Huaraz”, donde debe lucir su imponencia como el último vestigio de una fábula.

He glosado caprichosamente algunos fragmentos de un libro espléndido que marcó el retorno de su autor, no sólo a la mítica casa de la infancia, sino también a la poesía. Llevaba varios años dedicado a la narrativa, a la ensayística, a los astros, a la gastronomía y al teatro, hasta que un día el admirado escritor sorprendió a todos sus lectores con el poema de su genealogía, un texto que se deslinda de su anterior poética para darle entrada libre a la historia sentimental de sus recuerdos. Hablo de Rodolfo Hinostroza y de su Memorial de Casa Grande (2005), en cuyas páginas cobra vida una cultura preterida.

Dejé para el final lo que me resulta más amable: la imagen perenne de una cocinera que iba a ser monja y que aprendió de novicia los secretos de la cocina francesa, y luego en casa, la sabiduría de la cocina peruana: locros, shacuis, lawas, cuchicanca, tamales, charqui, oca, aloja de maíz negro, chicha de jora, choclo con queso Curpay y conejo en punto de maní. Es la imagen de la tía Lucha, una lección de amor prodigada a su familia y a su pueblo, a través de la comida. ¡Con qué gusto leo ahora los versos de su sobrino Rodolfo! Ahora descubro de dónde viene la sazón imperial de Gloria Hinostroza! En estos versos todo está dicho:

Y así fue que nos formó el paladar, a mi hermana y a mí,
en los cinco sabores que distingue
un paladar peruano:
salado, dulce, ácido, amargo, y picante.
(…)
Y al filo de los años mi hermana Gloria terminó por ser chef
pues heredó la mano santa de la tía Luchita
y es hoy una de las grandes cocineras del Perú.
Y yo salí gourmet, y escribí un libro de Cocina Peruana
que la hizo conocer en todo el mundo (así lo espero)
dedicado a mi tía”.

Memorial de Casa Grande es la expresión hermosa de una resistencia cultural que lleva siglos afirmándose.

lunes, marzo 15, 2010

Lima

El poeta Antonio Cisneros

Amanece en el reino del gran oso hormiguero. Trato de adivinar el paisaje y me imagino que el mar no está tan lejos y que en los parques el silencio está a punto de ser interrumpido por los pájaros. Sé que la iglesia del Pilar se encuentra al lado. Nada más. Estoy en San Isidro y mi memoria busca como puede una página de Mario Vargas Llosa para orientarse. No encuentro mejor mapa que la literatura cuando uno visita una ciudad apenas entrevista o desconocida totalmente. La Habana de Lezama me sirvió un día para guiar al taxista que me llevaba a Trocadero y la de Cabrera Infante para encontrar el sitio exacto donde estuvo alguna vez un solar de la calle Agramonte. A Buenos Aires lo recorrí con Borges hacia todos los puntos cardinales, aunque gozosamente me demorara en el Sur (donde persiste la ominosa presencia del manicomio de Vieytes) y encontrara más placas borgianas en el Norte. Leopoldo Marechal me condujo una mañana entera en Villa Crespo y con Cortázar me asomé a un edificio alucinante de la calle Florida. Ahora estoy en Lima, a quien César Moro, el gran poeta surrealista de La tortuga ecuestre (también fue el profesor de francés de La ciudad y los perros), llamó “la horrible”, en frase que Sebastián Salazar Bondy terminó de hacer famosa y que, en lo personal, espero no me sea dable repetir.

Si bien siempre me da por la literatura y sus fetiches urbanos, esta vez creo que será otro el acicate. Quiero perderme en la ruta de las cevicherías e ir descubriendo esos tesoros con que sueña el vicio nada impune de la gula. La razón es imponente: Lima es una meca gastronómica y por más Eguren y Martín Adán leídos o Vargas Llosa y Bryce Echenique disfrutados, mi “causa” en esta ocasión es la limeña y también la de Chiclayo. Tanta riqueza culinaria no es de balde. La cultura de un país reside también en su cocina y en el caso de la peruana ese alojamiento singular se ha hecho con honores milenarios. Hoy en día son celebradas en todas partes, con razón, las diversas cocinas del Perú. Sé que un movimiento de vanguardia ha tenido mucho que ver en el asunto, pero también sé que una tradición vigorosa que se sustenta en una cultura indígena riquísima, es la base insustituible de ese auge afortunado. Sin las papas que la magia y la tecnología americanas hicieron posibles hace siglos, no habría cultura literaria ni gastronómica en estas tierras de Ayacucho.

Por más que se contradiga a sí mismo, el escorpión termina haciendo uso de su arma letal. Así, antes de emprender el camino trazado (si es que mi trabajo en el Comité Jurídico me lo permite hoy mismo), ya estoy indagando en los poetas peruanos acerca de sus entrañables conexiones con la mesa. Acudo a uno, viejo visitado en sus sextinas: Carlos Germán Belli y a sus versos crudos que hablan del bolo alimenticio. O a Rodolfo Hinostroza (hermano de una de las mejores cocineras del Perú, lo que ya es afirmar), más en los ensayos que en la poesía. Y encuentro otro, cuyo nombre conocí por Gonzalo Ramírez, tan infatigable lector como insigne tragaldabas, todo hay que decirlo. Me refiero al deslumbrante Maurizio Medo (Lima, 1965), quien en un poema titulado Almuerzo familiar recrea minuciosamente la comida de los domingos en su casa de la infancia y avizora, ominoso, lo que a muchos les pasará después: “…comer y dormir solo, sólo contigo, Soledad”. Pero no nos pongamos vallejianos y pensemos más bien en los condumios que nos permiten, como diría Antonio Cisneros, vencer en el combate “a la serpiente,/ al puma, a la gorgona,/ al soldado más fuerte de ese reino/ del gran oso hormiguero”. Y así, termino como empecé, porque ya hay luz en la ciudad de arena.

lunes, marzo 08, 2010

Pan y lluvia


Escribo estas líneas a las cinco de la mañana. Llueve menudamente, pero llueve. Debería estar dando gracias a Dios por ese regalo sorpresivo. Detengo la escritura y se las doy, como debe ser. ¡Hemos esperado más de un año esta lluvia! La deseábamos torrencial, pero ahora nos conformamos con la prolongación de su leve caída. Recuerdo un cuento de Uslar Pietri en el que la lluvia se convierte en una presencia salvadora y genésica. Esta de ahora lo es también, aunque sin tanto ruido. Llegó casi en silencio. No quiso despertarnos como otras veces, pero al abrir los ojos mis oídos supieron que estaba ahí y me asomé a mirarla. Saqué la mano y la sentí. Es la misma lluvia, la de siempre, pero es otra. Es La Lluvia. Trae olor a pan porque sencillamente es pan. Del pan, justo, iba a escribir. Mejor dicho, de la palabra pan. El agua de arriba me distrae y empieza a convocar otros tiempos. Me invaden lluvias suaves que cayeron sobre el parque Ayacucho en el 63 e irrumpen versos de Saint John Perse pidiéndole a las lluvias del Caribe que laven las penurias. Me gustaría que esta lluvia durase toda la mañana. Me gustaría quedarme en ella, disfrutar la brisa fresca que la acompaña y leer páginas espléndidas de Proust, mientras la lluvia borra la mugre acumulada, deletrea lentamente sus augurios y nos vuelve a decir todas esas cosas que ella sabe. Pero no. Debo seguir con este artículo y hablar de un monosílabo trilítero indispensable para la vida.

Santiago Key-Ayala tuvo el acierto de dedicarle un libro a las palabras que, como su primer apellido, constituyen un territorio mágico de la lengua. Tres letras bastan para formar con ellas un cosmos. Así, la palabra “pan”, con la que el autor abre su deliciosa obra publicada en 1952. Ella integra el catálogo mayor de esos vocablos, es decir, los constituidos por una vocal atrapada por dos consonantes. Ella es como Vid, como Col, como Sal y como Ron. Key-Ayala, fascinado por la estructura de tales monosílabos, los llama “átomos del idioma”: la vocal hace de protón y las consonantes de electrones. Su analogía le permite afirmar que la consonante inicial posee una carga eléctrica diferente a la final, lo que aprecia como una “especie de sexualidad” o de feliz ayuntamiento que tiene su centro en la vocal y es determinante del sonido. En esto del sexo de las letras, Key-Ayala no duda en sostener que en español prevalece el femenino. Sin embargo, algunas consonantes –dice- hacen gala de varonía. Indica como ejemplo la P, a la que atribuye la facultad de empujar y hasta de atropellar a la vocal que acosa. Nos llama la atención acerca de que la referida consonante está siempre al comienzo, nunca al final. Con ella disparamos: “¡pam! ¡pum! y llenamos la sala de pólvora.

Es curioso que al hablar específicamente de la palabra “Pan” el autor no haya reiterado la comparación sexual. Nos había dicho en el prólogo que así como la “P” se las da de macho, la “N” es absolutamente femenina. Y coqueta, agregaría yo. Nada mejor entonces que los extremos para conformar con la primera letra del alfabeto ese alimento imprescindible, antonomásico y milenario que en América hacemos de maíz y sin el cual no hay pueblos ni culturas. Pan de los elegidos, pan de los niños, pan de la esperanza, pan de la vida, pan de los constantes y pan dulce que llegó esta mañana como lluvia.

Lo dice Key: tres letras y un mundo en la palabra mágica: Pan!

Y por hoy, pun-to.

lunes, marzo 01, 2010

Sitios de interés

Chiles en nogada para Gil de Biedma

Jaime Gil de Biedma

1. En el libro de un escritor porteño leí esta noticia: las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein fueron llevadas al teatro. La rareza tuvo lugar en Oxford y le correspondió dirigirla al catalán Llorenç Riber. El insólito hecho se estrenó en algún verano de los años setenta, después de que su director superó la ardua selección del fondo musical, que, contra todo pronóstico, no recayó en Webern sino en Beethoven, quien suena durante toda la obra, a excepción del momento del prólogo, reservado por Riber para un aria de La Creación de Haydn. Algunos avisados recordarán que el prólogo del libro de Wittgenstein es el famoso fragmento de San Agustín acerca de las palabras y de los objetos que ellas designan. Concluirán, entonces, que la selección sonora de Riber fue la más apropiada.

El autor de la reseña se dice conocedor de algunas experiencias que por su facilidad no merecen ser tenidas como antecedentes de esta avilantez escénica. Recuerda haber asistido a la adaptación teatral de los Diálogos de Platón (que más obvia no puede ser) en la Universidad de Bogotá, así como a la de las Ennéadas de Plotino y a otra del famoso libro de Schopenhauer llamado El mundo como voluntad y representación. Ninguna de ellas, por supuesto, se le acerca en atrevimiento y desafío a la hazaña teatral de Llorenç Riber. Como se sabe, Investigaciones Filosóficas es uno de los textos fundamentales de la filosofía del siglo XX y fue escrito por un genio que pensó y repensó el lenguaje como juego. Alguien dijo una vez, a partir de Wittgenstein: el lenguaje es sólo juegos de lenguaje. Nada mejor entonces que el teatro para demostrar esa tesis.

Pero como todo debe decirse, no creo que sea impertinente agregar que el genial director Llorenç Riber no existe ni existió nunca. Es una invención de otro genio: el escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock, en cuyo libro La sinagoga de los iconoclastas podemos encontrar la explicación de la maravilla que ahora cuento. Puedo asegurarles que Wilcock sí existió. No es una invención de Borges, ni menos aún, de algún ocasional borgeano de la carrera 17 de Barquisimeto, con ínfulas literarias de falsificador.

2. He fantaseado muchas veces con una película basada en Las personas del verbo, el volumen que reúne la admirable y breve obra poética de Jaime Gil de Biedma. Mi fantasía incluye una condición: que la película sea dirigida por mi hija Luisana, cuyo buen gusto se aviene con la idea propuesta (el poema filmado) y cuya imaginación y delicadeza pueden depararnos una obra bella, amable y profunda. Una primera escena podría mostrar a los padres de Gil de Biedma en Montjuich, con las imágenes de uno de sus mejores poemas (Barcelona ja no es bona o mi paseo solitario en primavera). Sería la primavera del año 29. Ellos bajarían del Chrysler amarillo y negro y caminarían lentamente por la avenida de los tilos. El padre examinaría las características de un vehículo mucho más caro que el suyo: un Duesemberg sport con doble parabrisas, “bello como una máquina de guerra”. Me conformaría con que la película nos diera una buena pista para saber por fin quién duerme en las afueras, vale decir, en “Las afueras”.

Nacho Valcárcel, quizá, prepararía la música. Y no digo más porque no me corresponde. Luisana hará con Las personas del verbo lo que su talento artístico le indique, incluida la maravillosa y fructífera posibilidad estética, filosófica o personal de no hacer nada.

¡Ah!, se me olvidaba: celebraríamos el estreno con los chiles en nogada que Cuchi le prepara a Luisana el día de su cumpleaños y que constituyen la descarada excusa de este artículo.

lunes, febrero 22, 2010

El caballo del Brigadier


Desde su corazón podía dominarse el universo. Su corazón era un río incontenible y soberbio, tanto, que fue (y es aún) el albergue de todas las aguas. Por sus vastísimos predios se hallaba la mítica ruta del Dorado. En sus fluviales territorios el creador había sido torrencialmente generoso y pródigo en metales. Su selva era un espeso laberinto y su suelo inconmovible permitía edificar la eternidad. Guayana, que así se llama aún ese prodigio, era también el mayor objetivo estratégico, así en la paz como en la guerra. Poseerla era adquirir la llave maestra para todos los preciados umbrales. Manuel Piar lo supo muy temprano y Simón Bolívar poco después. Ambos la convirtieron en la niña de sus ojos. Allí, en sus “inmensas soledades”, en su Angostura singular, habrían de establecer los patriotas el definitivo cuartel de la victoria.

Pero no todo era un paraíso. Corría el año 1817 y Morillo, sabedor de la importancia de Guayana, había ordenado al Brigadier La Torre la defensa de Angostura, porque el indomable Piar ya se había apoderado de las opulentas misiones del Caroní. Manuel Cedeño desde hace varios meses tenía sitiada la ciudad casi por completo. En ella predominaba el hambre, el hambre terrible de la guerra que va siempre acompañada por la peste. Entre treinta y cuarenta personas fallecían diariamente. Cuando La Torre logra romper a duras penas el sitio, ya era tarde. La hambruna había hecho de las suyas y después de la toma total de la ciudad por parte de Bermúdez, en ella se desatan otros morbos. Una especie de maldición se había ensañado contra los sobrevivientes. Bermúdez quiso ayudarlos y les suministró carne. Más vale que no. La carne estaba descompuesta y desencadenó diarreas y gastroenteritis. Al revés del refrán, “no hubo bien que por mal no viniera”. Por otra parte, el paludismo y la fiebre amarilla se hicieron galopantes y epidémicos. Angostura vivió tiempos de desolación y no sólo los paisanos, sino también los integrantes de la tropa, fueron las víctimas de estos flagelos.

En los fecundos dominios del merey, de la sapoara y del lau lau, el hostigante verano de la guerra nacional de independencia fue implacable ese año 17. Un testimonio de la sordidez así lo expresa. Me refiero a las palabras llenas de tensión que dejó escritas el oficial Rafael Sevilla, quien sirvió al Rey, a las órdenes de La Torre. Su relato no tiene desperdicio y es de enorme utilidad para quienes estudian el tema de la alimentación en esos históricos momentos. Helo aquí:

“El bloqueo era ya completo…y a medida que pasaban los días aumentaba el hambre de un modo espantoso (…). En tan suprema angustia el Brigadier mandó reunir en el almacén militar todas las pocas provisiones que había en poder de los particulares, y a partir del 25 (mayo), desde el General hasta el último soldado, desde el acaudalado comerciante hasta el más infeliz particular, todos fuimos reducidos a una ración igual. Empezó por distribuirse un pedazo de tasajo y cuatro onzas de pan por persona mayor; concluidos estos artículos a los cinco días, vivimos otros ocho con fideos, garbanzos y vino; agotado esto, se nos distribuyó puñados de maíz en grano y algún pescado, cuando lo había, pero los peces se ahuyentaron de aquella parte del río en que tan perseguidos eran y el maíz se acabó. Matóse pues el caballo del brigadier, y el otro día el del contador Tomaseti; después los demás, los mulos y los burros que había; todo esto no duró más que dos días. Concluido el ganado caballar, nos repartimos unas raciones de cacao y azúcar primero, y de cacao solo después y dos dedos de ron. No quedó en la plaza ni gato ni rata que no nos comiéramos…”.

Como vemos, pasar del racionamiento de lo poco a la abrupta necesidad de devorar cualquier cosa, también tiene sus lógicas (y culturales) escalas gustativas.

Por perversión literaria, termino con una exclamación inevitable:

-Sevilla, ¡olé!

lunes, febrero 15, 2010

Hambre bicentenaria


La masacre fue seguida de un incendio minucioso, vale decir, de otra matanza. Fue el 11 de diciembre de 1814 y la que hasta ese día representara la plaza más importante de los patriotas, cayó de modo estrepitoso. La Emigración a Oriente había convertido a Maturín en el sólido refugio de los caraqueños, así como de numerosas personas que, provenientes de otras ciudades del país, huyeron despavoridas del horror desatado por Boves a lo largo y ancho de la “Patria Boba”. En Maturín, como alguien lo afirmó entonces, se había asilado la mitad del mantuanaje, con sus alhajas y esclavos, además de sus armas y municiones.
Seis días después de la muerte de Boves en Urica (batalla que representó una derrota espantosa para Ribas), Francisco Tomás Morales, luego de atacar por sorpresa todos los puntos de defensa de la ciudad, entró por la calle real de Maturín y no dejó títere con gorra. Mató ancianos, mujeres, niños, blancos, indios y negros. De esa carnicería dieron testimonios tirios y troyanos. Uno de ellos, el comandante de expedición Salvador Gorrín informaría lo sucedido de la siguiente manera: “Después de tomada la plaza de Maturín, y a los tres días de conseguida esta gloriosa acción, me dediqué con cuatro escuadrones de caballería a registrar los montes que llaman del Tigre, con el objeto de perseguir y destruir a los que pudiesen escapar por aquellos lugares, y trabajé con tanto celo que logré limpiarlo enteramente de malvados, en términos que quedaron tranquilos y pacíficos; pero como no faltaron muchos que marchasen huyendo para los pueblos del Caris, Aribí y demás del Orinoco, me vi precisado a dirigirme hacia estos lugares con los expresados escuadrones, y en poco más de un mes logré destruir y exterminar casi todas las cortas reliquias de los que pudieron escapar de Maturín. Todo quedó tranquilo”. La versión de este matarife no podía ser más elocuente: había logrado la paz de los sepulcros en la ciudad del Guarapiche y en todos sus alrededores. Poco más tarde, la cabeza de Ribas sería exhibida en Caracas en una horca custodiada por dos escuadrones de caballería. La historia de una tragedia, llena de errores y de voluntarismos -y no sólo de heroicidades-, quedaría estampada en la impudicia de ese terror innoble.

El inacabable libro de Pedro Cunill Grau, Geografía del poblamiento venezolano en el siglo XIX, nos dirá que Maturín iría lentamente renaciendo de sus cenizas, en medio de un paisaje ruinoso y disminuido. Y así, Venezuela toda, hambreada, famélica, pobrísima, enferma, picada de viruela y despoblada, tendría que reponerse para seguir batallando en su guerra nacional de independencia, a expensas de muchísimas vidas devoradas por el horror y la miseria.
Valdría la pena que en estos tiempos de celebración de los Bicentenarios, estudiáramos mejor esos momentos terribles de nuestra historia, poniendo la mirada en el pueblo más que en los próceres, tan llenos de estatuas y de fanfarrias. Un pueblo que muchísimas veces se envenenó con inmundicias e integró con estoicismo una tropa a la que no podía asegurársele ni la comida ni el triunfo. Recordemos ahora que la mala vida cotidiana de la guerra también está cumpliendo doscientos años.

Una carta de Pablo Morillo en el año 1819, refiriéndose a las mujeres de Guayana, golpea la fibra del más insensible de los patriotas. Al leerla, una mezcla de rabia y dolor nos derriba. Cito un párrafo, para dejarlo hasta aquí, con más ira que aflicción. Ya volveremos de mejor ánimo:

Entre más de 200 mujeres que hasta la fecha tenemos a la vista, no hay ni una sola jojotilla de pecho parado que haya podido animar al señor mayor de 25 años. Todas están pandas, lazarinas, bubosas, puercas, feas y miserables, en términos de espantar hasta la lujuria de tres meses que nos acompaña”.

lunes, febrero 08, 2010

Mi mesa es mi invitada

Luis Alberto Crespo


1. Tan errante como el poeta es el gastrónomo. Por eso el español Víctor de la Serna se llamó a sí mismo gastronómada, y entre nosotros, José Rafael Lovera gastronauta. El gastrónomo viaja para probarlo todo y es capaz de las ingestas más extrañas, por la pasión con que se entrega a su oficio. Poseedores de paladares que saben diferenciar, asociar y reconocer sabores, estos viajeros del gusto son tan nómadas como la cocina. O más que ella, desde luego. Bien sabemos que no toda la cocina viaja, y si lo hace, corre el riesgo de perder parte de su autenticidad primaria, de su frescura y de su encanto. No significa esto que no se deba hacer el intento de la trashumancia, pero estando siempre conscientes del indicado albur y tomando todas las precauciones necesarias. El buen cocinero también es ducho en aproximaciones más o menos fieles y nunca pretende la reproducción mecánica del original o la elaboración de distantes e impresentables remedos. Esta facultad no es otra cosa que la base indispensable para la interculturalidad culinaria. La misma requiere de una efectiva capacidad para el diálogo y para la aceptación de lo otro sin la negación de lo nuestro. Nuestro gusto se acostumbra a unos sabores y puede vivir toda la vida limitado a ellos, pero no debemos olvidar que también es apto para lo diverso y para cualquier aventura más allá de sus fronteras habituales. Cultivar esa virtud es una parte fundamental de toda educación gastronómica que se pretenda abierta hacia todos los puntos cardinales. Sin desconocer el peso de la cultura y de la religión, de las costumbres y la historia, de la geografía y los prejuicios, la cocina puede seguir creando sus propios espacios de encuentro, sin incurrir en la amalgama arbitraria o en la fusión que sólo termina en confusión.

2. Los venezolanos todavía no hemos hecho el viaje gastronómico interior o la exploración firme de nuestra pluriculturalidad culinaria. Seguimos llamando “cocina tradicional venezolana” a la de una pequeña parte del país, abstracción hecha de su hegemonía político-territorial. Es más. Esa “cocina tradicional” podría ser más restringida aún: la de una sola ciudad o la de los grupos sociales que la han canonizado mediante idóneos y exitosos mecanismos de legitimación (recetarios “emblemáticos” o publicaciones de diverso tipo, entre otros). Lo recomendable para una comprensión cabal de las diversas cocinas del país, es viajar por ellas y desprenderse de rótulos y dogmas que paralizan el conocimiento gastronómico. Es conveniente dejarse llevar por los aromas de tierra adentro y por la curiosidad de penetrar en una memoria arcaica que convive, invisibilizada todavía, con nuestro vertiginoso discurrir.

3. Hay más cosas entre el cielo y la tierra de Venezuela, que las enmarcadas dentro del estrecho territorio de una cartografía de ocasión, por más valiosa que ésta haya sido en su momento. Leyendo ahora los dos inagotables tomos de Pedro Cunill Grau sobre la historia de la geosensibilidad de Venezuela, me vuelvo a maravillar con la infinita riqueza de la patria y me amotino contra los esquemas en los que una historia convencional ha venido aprisionándonos.

4. El pasado domingo se presentó Tierramenta, el más reciente libro de Luis Alberto Crespo. En su desierto de Carora o de Caracas, el poeta Crespo sigue errando. No hay mejor metáfora que la de la errancia cuando se trata de trazar el curso de un destino. Su desierto deserta de la ingrimitud y procura el diálogo con los seres que se fueron quedando atrás: en los armarios, en las laderas, en la cuesta de los cardones, o para ser más precisos, en Pie de Cuesta, simplemente. Ese diálogo será a la hora de comer:

Mi mesa es mi invitada”.

lunes, febrero 01, 2010

La tierra dio a los hombres estas frutas

Chirimoyas

Cuando Toto de Lima preguntó “¿Quién ha visto un pájaro con apendicitis?” no estaba haciendo un verso surrealista, sino dando respuesta a alguien que alertaba sobre el peligro que para el cuerpo humano tiene la ingesta de las pepitas de las frutas. Desconozco la etiología de la infección del apéndice, pero sé que Amparo Hernández cuando produjo su afirmación en la visita que le hacía a mi padre -a quien acababan de operar de esa ramificación del intestino grueso-, estaba expresando una popular creencia alimentaria, que incluye especialmente a las pepitas del tomate. Además de los pájaros invocados por Toto de Lima en ese mes de agosto de 1961, yo incluiría como contraejemplo idóneo de la prevención mencionada, a todas las personas que llevamos muchos años consumiendo tomates enteros con sus correspondientes pepas, sin que hayamos sufrido jamás ningún tipo de cólico miserere. Pero no debemos generalizar, ni en uno ni en otro sentido. Así como la moderación en los consumos, el equilibrio en la determinación de las causas siempre es el mejor acompañante de la ciencia médica y la mejor orientación para la salud de los cuerpos y las almas.

Más que avisos de precaución, sobre las frutas lo que debe haber es loas. No es para menos. Aparte de ser portadoras de abundantes vitaminas y micronutrientes, las frutas constituyen una valiosísima fuente de fibras y de azúcares. No hay dieta que se respete que no las incluya, porque, en verdad, son interminables sus virtudes. Y algo más: son un regalo para la estética, por sus formas y cualidades sensoriales. Que lo diga la piña y su corona, ejemplo del mejor barroco natural. Abramos de nuevo una granada y contemplemos allí mismo, en nuestra mano, la fastuosa transparencia del color. Busquemos pitahayas amarillas y mostremos atónitos la limpidez de su diseño. Imitemos a Rufino Tamayo y volvamos a la patilla abierta para aguarnos la boca y deleitar nuestra mirada. Agregue el lector su fruta predilecta y convoque así pomarrosas, guanábanas, naranjas, limones, martinicas, cambures, mereyes, jobos, semerucos, uvitas, lechosas, moras, parchitas, guayabas, mangos de jardín, ciruelas de huesito y nísperos, muchos nísperos, para recibir de éstos una lección de textura en la pulpa y de brillantez en las semillas. Son numerosas las que conocemos y quizá más las que ignoramos. Nuestra selva las atesora y nuestros campos las prodigan, pero no hemos dado todavía pie con bola en su producción adecuada y en un consumo más idóneo y extendido. Casi todos nuestros planes frutícolas se han quedado a mitad de camino y no hemos pasado de masificar algunos derivados como mermeladas, jugos y compotas. Se sabe que un batido de lechosa pierde un altísimo porcentaje del contenido vitamínico de la fruta y no se diga de cualquiera de esos pseudos jugos de naranja pasteurizados que se expenden en todas partes, como si fuesen un alimento genuino.

Hace poco, con motivo de la elaboración de un menú basado en la obra literaria de Andrés Bello, Cruz del Sur Morales verificó la casi desaparición doméstica de un árbol legendario de nuestras casas: el granado. En los hogares venezolanos siempre había uno. Ahora no. Ni limoneros hay. Hemos exiliado de nuestros territorios cotidianos a esos nobles seres que nos daban vida y alegría.
Hoy en día se habla de “soberanía alimentaria” más que antes. Pienso que esa prédica se realiza con más afán publicitario que veracidad en la comunicación de ejecutorias concretas. Sería deseable que al pasar de la retórica a los hechos, se arbitre una política agrícola que nos permita conocer, recuperar y disfrutar la inmensa variedad de las frutas nacionales, incluidas aquellas que han sido olvidadas como la deliciosa chirimoya o el digno y persistente semeruco.

Por nuestras frutas nos conocerán, y quizá por ellas nos salvaremos.

P. D: En su portentoso libro El corazón de Venezuela, Alí Lameda inicia una bellísima estrofa con un verso del que me he valido para el título de esta entrada: "La tierra dio a los hombres estos frutos" 

lunes, enero 25, 2010

Marxismo gastronómico


Leer a Marx de manera directa, sacándolo del nicho religioso donde por mucho tiempo lo incrustó el brutal dogmatismo estalinista, fue la noble tarea que entre nosotros realizó Ludovico Silva, con inteligencia y lucidez. Nos recordó que fue el mismo Marx quien declaró en una ocasión, ante las copiosas desviaciones de que era objeto su obra por parte de algunos exégetas, que si algo sabía él, era, precisamente, que no era “marxista”. Demostró Ludovico que las tergiversaciones acerca de la obra filosófica del gran judío de Tréveris no concluyeron después de esa suerte de admonición negativa y que el propio Engels se encargó de alimentar alguna de ellas. Antes de referirnos al punto específico que Ludovico Silva destaca en el equívoco de Engels, digamos algo más del marxista (esta vez sin comillas) venezolano.

Hay un libro de Ludovico titulado La alienación como sistema que es una obra verdaderamente descomunal. Por circunstancias que alguna vez su autor calificó de “dolorosas” o por la explicable fatiga de habérselas con volúmenes de Marx en varios idiomas, esa obra significó para Silva un prolongado y arduo desafío. Tardó años en escribirla. Felizmente todos sus libros filosóficos anteriores confluyeron en ese volumen que podríamos llamar "su Libro". Superar limitaciones bibliográficas para enlazar lecturas y traducciones, deshacer entuertos interpretativos, enmendar planas de autorizados autores, nadar contra las corrientes catequísticas, indagar la genealogía de desdibujados conceptos marxistas e hilvanarlo todo de manera impecable y prístina, tuvo, sin duda, los rasgos de una proeza intelectual, cuyo trayecto puede palparse en las páginas vivas de La alienación como sistema.

Además de haber demostrado cómo Marx fue construyendo su teoría de la alienación, Ludovico Silva nos quiso -marxista como era- devolver la imagen íntegra del autor de El Capital, sin fisuras, invicta, sobreviviente a todas las desgracias epistemológicas y a todas las crisis del pensamiento. Marxista hasta en sus maneras argumentales, Ludovico siempre partía de ideas que aparentaban ser correctas, pero de las que no podíamos confiar del todo. Poco a poco nos iba enganchando, siguiendo un periplo analítico que concluía con la certeza "probada" de su tesis. Tesis que tenía por cierta y evidente, pero nunca irrefutable ni definitiva, porque su deslumbrante recorrido reflexivo nos invitaba también al cuestionamiento permanente, que tanta falta nos hace en estos tiempos complejos y difusos en los cuales algunos se atreven a pedirnos lealtades ciegas e incondicionales adhesiones. Por cierto, nada sería menos marxista (a la manera de Ludovico Silva) que la exigencia de respaldos mecánicos y acríticos. Tal vez eso tenga que ver más con cierto cristianismo medieval (“Creo porque es absurdo”) o con las afanes personalistas que siempre están gravitando en las altas esferas del poder, para provecho de cúpulas o para exarcebar ciertos narcisismos.

También fue convincente Ludovico cuando nos habló de las llamadas “leyes de la dialéctica” como una infeliz ocurrencia de Federico Engels y no como la auténtica formulación marxista que repetían a voz en cuello los comunistas caletreros. Para Marx la dialéctica fue un método y punto. Una vía para explorar las contradicciones de la sociedad. Nunca un sistema filosófico. Así, sus supuestas leyes no sirven para nada. Error. Una de ellas sí sirve, pero ni siquiera la inventó Engels. La inventó (y no como ley dialéctica, ni siquiera como ley culinaria) el sentido común de los cocineros. Es la "ley" de “la conversión de la cantidad en cualidad”, conforme a la cual si te pasas de sal o de pimienta puedes acabar con un plato. Los cocineros, sin echonerías “marxistas”, manejan esa “ley” a su antojo y hasta se permiten formularlas con expresiones como “una pizquita”, “un chorrito” o “un puntico”, sin que se vulnere para nada la gustosa exactitud de su sazón.
Sería deseable que los antiguos saberes coquinarios pudieran tener una mínima influencia en quienes suelen elaborar y vendernos con gran boato el producto de sus "ensaladas" conceptuales. Tal vez de ese modo podamos evitar ciertas indigestiones ideológicas...
Hagámosle caso al sibilino Alfonso Reyes y digamos para concluir:

"Dejémoslo así, como metáfora".

lunes, enero 18, 2010

Haití en el infierno de este mundo

Henri Chrispothe

Nuevamente la naturaleza se ha ensañado contra Haití. Lo ha hecho esta vez batiendo todas las marcas de su feroz inclemencia. Ya no podía ser más cruel, pero lo fue. Mató la culebra por la cabeza y golpeó en la capital, en el mero centro del palacio de gobierno, un monumento de la cultura, pero también de todas las inepcias y devastaciones públicas que en el lado occidental de La Española han sido. Como siempre, los condenados de la tierra, se llevaron la peor parte. La escenografía de la injusticia social está montada, precisamente, para que ellos sean los primeros en caer. Los cuarterones, tercerones o mamelucos que han usufructuado los desmanes políticos también fueron blanco de este zarpazo fulminante. No se salvaron ni las misiones humanitarias ni los miembros de la negligente “ayuda” internacional, que tiene décadas tratando de buscarle solución al sino haitiano con curitas de mercurocromo. Pero, repito, son los olvidados de Dios, los parias de siempre, los que conforman la gran legión de insepultos o de sobrevivientes desesperados que ahora pueblan las calles derruidas de Puerto Príncipe, a la espera de otra desgracia habitual: la consabida intervención extranjera, incapaz de no hacer otra cosa que satisfacer intereses distintos a los del pueblo haitiano, incluido el de sentirse “solidaria” y “bondadosa”.

Haití ha marchado a contracorriente y eso se paga. Al parecer, desde el momento en que sus esclavos decidieron ser libres de verdad y lograron derrotar a tres imperios blancos y “civilizados”, no ha encontrado la manera de escapar a los castigos “bíblicos”. Pero no podemos resignarnos a esa lógica aciaga para explicar lo que en términos históricos y políticos se resiste a ser comprendido por esquemas y estadísticas que abundan en ominosas realidades y dan pábulo a recurrentes proyectos de “desarrollo”. Por ahí no va ni puede ir mi aproximación al doloroso tema. Pienso que debemos repensar a Haití, lo que significa repensarnos como seres humanos. Intentemos por algún instante bajarnos de nuestras nubes “institucionales” y no salir corriendo a llevarle a Haití visiones y planes que seguramente lo hundirán más o lo alejarán definitivamente de sus antiguos sueños de libertad. Callemos alguna vez ante Haití y seamos discretamente colaboradores. Enviemos alimentos y no creencias ni “ideas”, ni menos aún, militares, como lo están haciendo los Estados Unidos, “salvador” permanente de esas tierras que ha querido dominar a su antojo.

Lo “real maravilloso” es literatura por ser verdad y por suplir y mejorar con creces la imaginación de poetas y escritores. Lo “real maravilloso” también es terrible, como la belleza de Rimbaud y los ángeles de Rilke. Un día lo descubrió en Haití Alejo Carpentier y nos dejó la estampa barroca de un cocinero que abandonó los fogones y se fue a la lucha, para hacerse después monarca delirante de su pueblo. Hoy quiero recordar sus tiempos en la hostería premonitoriamente llamada “La Corona”. Dominaba el arte culinario, así como los secretos para complacer a los diversos clientes: olla podrida para los vecinos y volován de tortuga para los franceses. Era ducho en tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque, para deleite de quienes visitaban esa tacita de oro, en la calle de los Españoles del Cabo, una movida ciudad del Caribe colonial.

Varios años después, Henri Christophe, que así se llamaba el cocinero, ya monarca caricaturesco y apopléjico, se levantaría de su lecho para meterse un tiro, al cerciorarse de que sus granaderos estaban tocando “el manducumán”, una inequívoca señal de insurrección.

Haití: un tabú permanente, un interdicto cultural, un castigo racista, una palabra taína que significa “montañoso”, necesita hoy que su gente toque como pueda “el manducumán”.

domingo, enero 10, 2010

¿Quién mira de frente a Miranda en La Carraca?

Arturo Michelena. Miranda en la Carraca

La primera república fue, sin duda alguna, un soberano desastre y una fatalidad engendrada por las contradicciones. No podía ser de otra manera. Los mantuanos que protagonizaron el 19 de abril de 1810 mal podían contribuir a la consolidación de la independencia que se declararía el 5 de julio del año siguiente. Así, desde el primer momento, los falsos patriotas adversaron con odio visceral a Francisco de Miranda, a quien tenían, con razón, como un peligroso enemigo de sus privilegios coloniales. Activaron en su contra la máquina infernal de producir dicterios, infamias y calumnias. No le dieron paz ni cuartel y quisieron comérselo vivo, con la saña de la que sólo es capaz una jauría sedienta. Por cierto, ninguna de las “repúblicas” venezolanas posteriores (ni la “quinta”, que ya es decir) le ha pedido disculpas verdaderas al Precursor, por el maltrato y por la criminal incomprensión que entonces (y todavía) le han dispensado todos, incluidos los insurrectos de la esquina de Sociedad, quienes poco después serían llamados -algunos con justicia- Libertadores de esta Patria. Hecha la imponente salvedad de Arturo Michelena, nadie ha podido hasta hoy mirar de frente a Miranda en La Carraca.

El devastador terremoto de 1812 y la sanguinaria invasión española comandada por Monteverde (un ser tan mediocre como mostrenco e iletrado), representaron para el cerril pragmatismo de los traidores el sello triunfal y supersticioso de una alianza chapucera. Ella daría al traste con nuestro primer intento civilizado -y mirandino- de independencia. Los “nobles” del Toro y Casa León hicieron de las suyas, para honra y gloria de las dobleces. El primero tendría más tarde la avilantez de reclamar honores de Panteón Nacional (y nosotros, el inconfesable desvarío de otorgárselos), a sabiendas de su inocultable monarquismo. Al segundo, con todas sus miserias, lo retrataría goyescamente don Mario Briceño Iragorry. Ambos quedaron como expresión indeleble de un pequeño sector que pretendió usufructuar para sí la independencia. Lastimosamente, no creo que a la larga fracasaran en ese empeño. Pero hoy no será el día en que ese duelo histórico nos ocupe. Vayamos cabizbajos a la mesa.

Rosete era un monstruo, pero no un mentecato. Quiso acabar con las haciendas. Su estrategia bélica era elemental: había que atacar con denuedo todas las fuentes alimentarias. Rosete sabía que en una guerra el hambre es el más cruel de los enemigos y que a los adversarios criollos no había que cederles ni el sabroso dulce llamado papelón. Pero algo más (o algo menos) sabía ese realista desalmado. Por alguna causa asolaba los grandes fundos y no los conucos. Quemaba y destrozaba los sembradíos de los amos, mientras los esclavos en sus chozas observaban atónitos e inmunes. Lo que no se podían llevar los soldados de Rosete, lo arrojaban, impávidos, al río. Nada se salvaba, excepción hecha del huerto minúsculo y casero. Tal vez por eso, en plena hostilidad, un testimonio que leo ahora gracias a Pedro Cunill Grau en su Geografía del Poblamiento Venezolano en el Siglo XIX, pudo transmitirnos esta maravillosa evidencia: “Yo no sé de dónde sale tanto maíz, arroz, frijoles, puercos y gallinas. Yo creía esto absolutamente desolado, y sin recurso alguno, después de las dos irrupciones del perverso Rosete”.

Más de cien años después el gran historiador Laureano Vallenilla Lanz hablaría, sin rubor alguno, de guerra civil, para referirse a las “patrióticas” acciones de nuestra ya bicentenaria Independencia. Comparto su opinión. Que Dios nos perdone.

lunes, enero 04, 2010

Las mesas bicentenarias

Juan Lovera. 19 de abril de 1810

Comienza ahora la esperada celebración de los bicentenarios. Ojalá esta vez tengamos la ocasión de estudiar mejor, no sólo la gesta, sino también el gusto de nuestros libertadores. Y sobre todo, analizar con sentido (auto)crítico la importancia de la alimentación en la construcción de una patria soberana. Lastimosamente, no contamos con suficiente material reflexivo sobre el tema, pero ello no es excusa para obviar un punto donde estamos lejos de haber alcanzado libertad. Ya basta de dejar en barbecho un asunto tan crucial o de continuar abordándolo de modo reductivo y negligente. Seguimos hablando de “soberanía alimentaria” como si la misma fuese la capacidad de importar y distribuir comida entre la población y no una condición de autonomía republicana que incluye producir lo que necesitamos y lo que deseamos comer. Pronto volveremos sobre esta incuria que nos (pre)ocupará buena parte del año…

Vayamos ahora hasta la mesa del más grande de nuestros próceres, para comenzar la indagación sobre sus gustos. Nuestro guía en esta primera visita será el padre Carlos Borges, el famoso prelado que combinaba, para escándalo de la beatería, liturgia con bohemia y a quien debemos el extraordinario discurso inaugural de la Casa del Libertador, en uno de cuyos párrafos podemos leer la espléndida descripción de este condumio: “…Pero entremos al comedor. Llegamos a buen tiempo, pues ya el almuerzo está servido, y a fe que huele bien. Preside la madre, por ausencia de su marido, casi siempre en Aragua. A su derecha y a su izquierda, María Antonia y Juana María; más allá Juan Vicente, y en la cola, Simoncito, el más tuno y travieso de la camada. Van y vienen, solícitos, los criados. Humea el sancocho suculento, multicoloro y multisápido; síguenlo fresco pargo recién traído de la Guaira, rosada pulpa de ternera, gordas hallacas navideñas, y de postre, piñas más dulces que las de la Esmeralda el día de Casacoima, y sabrosas cuajadas y ricos alfandoques de San Mateo. Luego el cacao y la siesta”.

No sé cuánto debemos a la imaginación de Carlos Borges en ese menú, pero lo cierto es que nada en él parece literariamente inverosímil. Si bien echamos de menos las arepas y algún carato, nos parece deliciosa la mención final del cacao y de la siesta, como solemnes referencias cotidianas. Pero me voy a detener en los alfondoques (“alfandoques”, como también se les dice y como escribe el célebre levita) porque allí está la presencia del nobilísimo papelón, hoy arrinconado por la desidia gastronómica que prefiere endulzar de otras maneras o simplemente suprimir las golosinas primordiales. El papelón permitió que la dulcería criolla fuese variada y prodigiosa, llena de alfeñiques, pandehornos, conservas y melcochas. Del caldo de la caña de azúcar, caña criolla, caña de Batavia o caña de Othaity, esta última llegada desde la isla de Trinidad a finales del siglo XVIII, surgió esa generosa manufactura que llegó a la mesa de los Bolívar transformada en alfondoques sobre hojas de plátano, debidamente acompañados de cuajadas, para el deleite de todos los comensales, que según dicen algunos, también fueron grandes aficionados a la torta bejarana.

Muchos banquetes se harían después en honor a quien será el Padre de la Patria, pero de acuerdo con los testimonios de sus edecanes, fue la mesura la característica fundamental que mostró en el momento de afrontarlos. Conocedor de la buena mesa, aunque sobrio en sus ingestas, también Bolívar habría de asumir, junto a los soldados, la lucha por el pan durante los años terribles de la guerra nacional de independencia.

Otro día seguiremos con esta historia. Concluyo ahora, porque, por razones de espacio, mis palabras están ya como papelón en petaca.

¡Y gloria al papelón!

jueves, diciembre 31, 2009

¡Feliz año!


"La Poesía se adelanta y sus agujas marcan el vuelo de las aves"

(Gonzalo Rojas):


"Por eso yo declaro

que lo maravilloso, la inocencia,

esa felicidad que a veces somos,

la hermosura extendiendo su luz sobre la tierra,

todo lo que soñamos

sucederá algún día,

porque nosotros hemos sucedido"

(Juan Antonio González Iglesias)


Reciban todos un abrazo de año nuevo y los mejores deseos de


Freddy Castillo Castellanos

lunes, diciembre 28, 2009

Delante de la luz cantan los pájaros


Las voces del paisaje entran y salen, displicentes, por el balcón. He venido a ver en esta parte abierta de la casa el final del año y a contemplar cómo se pasa la vida y cómo cambia todo tan callando. Quisiera hacer memoria y balance, pero también trazar expectativas y propósitos, porque hay un camino que se abre y no sólo uno que se cierra. Podría hacer el catálogo de las lecciones que nos dejó el 2009 y también el de los proyectos o los sueños para el año que habrá de comenzar dentro de poco, pero hay otro ánimo en mi espíritu, más proclive ahora a la contemplación y al silencio, que al arte racional de los recuentos y los planes. Delante de la luz cantan los pájaros y el viento sopla con su armonía secreta. Y así, se me va imponiendo el tono que un verso de Marco Antonio Montes de Oca asoma como amable intertexto en esta página y me dejo llevar por las voces del paisaje que entran y salen, displicentes, por el balcón.

La primera voz del coro es la del cedro, una voz que casi no se oye, pero que se te mete por los ojos llena de amarillo y verde. Tengo años oyéndola brillar y sé que ahora es distinta, quizá un tanto lenta y taciturna, pero, sin duda, sigue siendo el centro majestuoso del jardín. Ella es la serenidad y el punto de equilibrio, que tanta falta hacen en este valle habitado por algunas desmesuras. Mirar el ramaje de donde procede esa voz sagrada inmuniza contra el amok o nos da fuerzas para soportar a quienes andan poseídos por ese morbo fatal en otros lares. Hoy irradia poderosos destellos contra el desamparo y aloja en su tronco escrituras apacibles con versos de Cintio Vitier, que anda preguntando en qué rama por fin está posado Juan de la Cruz y de Yepes.

La segunda voz del coro es, por supuesto, la que pronuncian unánimes los pájaros. Sin estridencia, hoy ella es capaz de revelarnos el secreto de nuestras vidas, pero una vez más sabremos que esa revelación es efímera e inmemorable. Olvidarla es su destino. También lo es quedar como morriña, como radiante ausencia, como recuerdo que no recuerda nada y que según Giorgio Agamben, “es el más fuerte” de todos los recuerdos. Porque, claro, es la presencia de Mnemosina en su diálogo infinito con Hesíodo. Ayer, por cierto, estuvo esa voz tratando de traducir al ayamán poemas de Idea Vilariño y de Mario Benedetti y hoy vuelve con los versos de Montes de Oca para despedirse diciéndonos: “La voz, la pluma, la despierta inteligencia/ vanse a callar y a dormir,/ con la conciencia del deber no cumplido/ pues el deber de cantar/ nunca termina”.

La tercera voz del coro es la del viento que está en todas partes, que puede buscar albergue en los rincones o desparramarse con fuerza por las extensas sabanas. Ella se aquieta o se desborda, pero no cesa, acaso sólo descansa. Portadora del verbo oracular, la voz del viento es hoy “la brisita nupcial de la metáfora” que Cintio nos trajo para refrescar este abandono grato o esta encantada suspensión de lo cotidiano y hacer después, en la cocina, el café más sabroso del mundo y bebérselo con galletas de Angelina, recitando versos espléndidos de los poetas grandes que se fueron este año de este mundo. Nombré a cuatro de ellos para sentir –como sentí- que ahora están más cerca de nosotros.

Cierro este post de hoy dándole las gracias a los lectores que me han acompañado durante todo el año. Les deseo un 2010 pleno de dicha y les pido me acepten esta rosa blanca que martianamente cultivo para mis amigos sinceros…Para los otros, también va una rosa blanca, porque no cultivo cardo ni ortiga para nadie. Paz y felicidad para todos.

lunes, diciembre 21, 2009

Poesía de diciembre

Luis Alberto Crespo en una clase de Biscuter

Ya es costumbre para mí, sobre todo cuando se acerca la nochebuena, leer sólo poesía. Busco páginas, navideñas o no, de los poetas que me gustan o incursiono por libros menos familiares o desconocidos, con el deseo, casi siempre satisfecho, de encontrarme alguna imagen que me haga compañía. La ceremonia comienza el mismo primero de diciembre cuando anoto en mi diario estos versos de Israel Peña que memoricé hará unos cuarenta y siete años: “Diciembre, barbas de frío/ sobre la veste del campo,/ curvo cinturón de cerros/ y zapatillas de prado”. Los recuerdo en la voz gallega y bien timbrada de mi profesor Daniel Gómez Ferreiro. Me los digo y cumplo con el íntimo ritual de transcribirlos, para sentir que, en verdad, diciembre ha comenzado. Después fatigo un soneto melodioso de Aquiles Nazoa y me imagino que soy yo quien le está hablando a Avelina Duarte de este modo: “Avelina, Avelina, amiga mía,/ hermana de mi novia y mi pañuelo… Sabrás que es navidad, que de agua fría/ nos pone el clima flores en el pelo,/ mientras envuelto en su gabán de yelo/ pasa diciembre en troika de alegría”.

Y así van entrando y saliendo los poetas. Ayer nomás, cuando leía que los restos de Lorca no aparecen y que su búsqueda ha sido, más que infructuosa, una verdadera pesadilla, pasaron por aquí Miguel Hernández y Pablo Neruda y el segundo nos dijo estos versos: “Si pudiera llorar de miedo en una casa sola,/ si pudiera sacarme los ojos y comérmelos,/ lo haría por tu voz de naranjo enlutado/ y por tu poesía que sale dando gritos”. Y sentí que los buenos poetas no se dejan exhumar tan fácilmente y que su voz no está al alcance de quien se acerca a ellos sin respeto. La poesía, como diría Gimferrer, supremamente se niega al abyecto. Ella viene de la memoria y del mito y está hecha de sustancias inasibles. Se vuelve hija del limo, hoja de muérdago, pan de los elegidos, letra de Octavio Paz o mirada vespertina de José Antonio Ramos Sucre, cuando quiere. No avisa ni tiene hora fija, pero sé que podemos atraerla con un conjuro que alguien supo hacer en Aquitania o tal vez en las sequedades de Atarigua.

Entregarse a la lectura de la poesía es acceder a un territorio que la razón jamás ha podido alinderar. Sus (im)precisiones sacan de quicio a quienes, alambre en mano, buscan cercarla con el rigor de una doctrina o con arduas explicaciones acerca de su sentido escurridizo. Ignoran que ella se nutre también del exilio, del misterio y del silencio. Ella es como la soledad del poeta Juan Luis Martínez (Chile, 1942-1993): “Muchas veces me ha sucedido pelearme con ella y echarla.. Mas, pronto está lejos la ruego, la conjuro a volver. Pero nada pasa. Ni mis súplicas un poco ridículas, ni mis amenazas un poco pasadas de moda. Y luego un día, sin que yo lo espere ella regresa más enigmática y flotante que nunca. Más envolvente, sobre todo…”.

Sigo leyendo a Juan Luis Martínez, una revelación para mí en sus Poemas del Otro, libro póstumo, que se sumó al único que publicó en vida (La nueva novela) formando un extraño díptico dictado por las voces distintas que lo habitaban y que lo convirtieron en un caso único en la abundante y prodigiosa poesía chilena. Metatextual en el primero y lírico en el segundo, este poeta de Valparaíso fomentó la poesía como pre-texto para el alma de los signos errantes.

Además de Martínez, diciembre me ha deparado la lectura gozosa de un hermosísimo libro de Luis Alberto Crespo: Tierramenta (Lumen, 2009). Lo he ido paladeando con la parsimonia a la que su lenguaje y sus paisajes me invitan. Todo ha sido nombrado de nuevo en ese libro. Los viejos parajes, los fantasmas, las alcobas y los pájaros de Luis Alberto nacieron otra vez en las páginas sin límites de Tierramenta.

Aprovecho, por cierto, para desearles feliz navidad a todos con unos versos de Crespo que marcan ahora la inevitable despedida de este artículo:

Enseguida vuelvo,
voy a envejecer en ese cuarto.

lunes, diciembre 14, 2009

Palabras para Julia (y para Julie)


Como en el de Beatriz Viterbo -alta y muy ligeramente inclinada-, en el andar de Meryl Streep también hay “una como graciosa torpeza”, que en este caso se la impone el género (el de la película, por supuesto). Si además hay en él “un principio de éxtasis”, no lo sé ni me importa, pues no pretendo hacer hoy analogías borgeanas. De lo que sí estoy seguro es que ese principio aparece cuando la célebre actriz se dispone a comer cualquier plato parisino. Deslumbrada por las maravillas de la cocina, la Julia Child que encarna Meryl Streep en esta comedia, saborea con deleite infinito los lugares comunes de la gastronomía de Francia, tanto la de restauración clásica como la de algunas tradiciones regionales. Literalmente, se babea por todos ellos. Ha sentido en esa comida la cima del gusto. Nada la iguala. Por eso resultará inexorable que, no encontrando otra cosa para cubrir sus ocios y después de algunos intentos fallidos, se entregue por entero al aprendizaje febril de la cocina francesa.

Que Meryl Streep haya sobreactuado o no, ahora me es indiferente. Tampoco me va ni me viene que al modelo especular de la directora le falte misterio o que los hombres de la película luzcan disminuidos. No pretendo hacer crítica de cine ni exégesis de género. En este momento sólo me interesa destacar el inmenso amor a la cocina que se desprende de las dos historias que nos cuenta Nora Ephron en su película Julie y Julia. Ella nos sirve de excusa para hablar de la importancia que posee el oficio de cocinero, así como para alimentar nuestro interés por el tema de la divulgación culinaria. En especial, por los recetarios. Recordemos que no se trata sólo de alguien que cocina. Julia Child es la comunicadora (a través de los libros y de la televisión) de un arte en el que te cortas y te quemas los dedos, pero en el que puedes encontrar el más sublime asidero espiritual para tu vida.

Entender la cocina como camino, no para el estrellato, sino para la satisfacción plena del alma y el cuerpo, puede ser una de los modos de abordar el tema de este filme (y ¿por qué no el filme mismo?). Algunas frases de Julie Powell, admiradora hasta el fanatismo de Julia Child y de su legendario libro sobre cocina francesa, expresan el vigoroso valor inmaterial de los fogones. Para ella el “boeuf bourgignon” es también un poema y no sólo aquel plato estupendo de Borgoña que Juan sin Miedo engullía con voracidad de Duque y con grandes cantidades del mejor vino tinto de su tierra. Hacer correctamente ese plato es como escribir bien la página que queremos leerle a alguien para agradarlo y agradarnos. ¿No decía García Márquez que él escribía para que lo quisieran más? También las cocineras y los cocineros realizan su trabajo, para mayor deleite de sus parejas, no siempre comprensivas. Muchos parasitamos morosamente en los espacios espléndidos que abonan y cultivan los buenos oficiantes de la creación culinaria. Y así, escribimos algún blog, sin cocinarlo previamente como Julie, y nos damos a la tarea de fabular en el territorio infinito de la gastronomía, que -como se sabe- también es letra minuciosa y memoria plena de sabores. Otros lo hacen todo: cocinan, sirven la mesa, enseñan, escriben la receta, la publican en la tele, en el libro o en el blog y siguen tan campantes en su labor porque ésta es su integral y fecundo modo de vida.

Más efusivo que crítico, este acercamiento a una película que pretende recrear el diálogo alrededor de la cocina, entre un blog del año 2002 (el de Julie Powell) y un libro de Julia Child (de los años cincuenta) fue sólo una treta retórica para decirles lo de siempre: la cocina es el universo. Y el resto es literatura.

lunes, diciembre 07, 2009

Viaje al amanecer

Francisco Abenante, Cuchi Morales y Sumito Estévez

No por socorrida me voy a inhibir de citar una famosa frase de Rilke, que se aviene plenamente con lo que hoy quiero comentarles: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Quizá por eso, cuando el ineludible “nostos” nos apremia, emprendemos el retorno a nuestros viejos territorios. Hacemos lo que nuestro más grande ensayista llamó un “viaje al amanecer”. Buscamos albergue en la memoria y recreamos un espacio que sentimos como una genuina pertenencia. El recodo de un jardín reaparece como escondite oportuno y el pregón de los dulces nos vuelve a hacer agua la boca. El gran reloj del comedor comienza a marcar sus horas lentas y una taza de humeante y espeso chocolate llega puntual a la mesa. Penetramos así en el laberinto de imágenes que nuestra infancia atesoró y constatamos en su centro que hemos regresado de un larguísimo exilio.

La experiencia es sencilla. Basta con dejarse llevar por algún olor o por el susurro del agua, simplemente. Proust sólo necesitó mojar la magdalena en el té y llevársela a la boca. Lo demás, ya lo sabemos, fue el tiempo recobrado. Sé de cocineros que recuperan sabores preteridos porque le siguieron la pista a un aroma que les llegó como vestigio en pena. Y así, van a la cocina y lo disponen todo para cocinar de nuevo como Petra o como la abuela, la madre o la tía, en los tiempos de Maricastaña, que, por cierto, ahora no suelen ser tan remotos como antes.

La semana pasada en Barquisimeto asistimos a una experiencia de ese tipo. Un cocinero profesional, ducho en diversidades culinarias, se remontó a su niñez para entregarnos los platos que su madre preparaba cotidianamente. Viajó hasta La India, la que habita en su memoria, y concibió un amplio menú que forma parte entrañable de su historia personal. Sin duda, sus enormes conocimientos y destrezas de hoy en día jugaron un rol estelar en los buenos resultados, pero más pesó la circunstancia de que cocinó con el gusto esencial que le otorgan la sangre y la cultura propias. Cuando se cocina lo que se ama desde la infancia, hay algo más que una buena comida. Hay una ofrenda.

Hasta el más despistado sabe que me estoy refiriendo a Sumito Estévez, quien volvió a los fogones barquisimetanos de Francisco Abenante, para trasladarnos esta vez al Punjab familiar de su infancia merideña. Además del basmati, varios platos regionales de La India, sin desdoro alguno de las técnicas empleadas para su elaboración, fueron preparados y servidos con la alegría ritual de quien comparte algo de sí mismo. Y ese es, por supuesto, el sello intransferible de un buen trabajo culinario. La excelente sopa de arveja amarilla, con yogur y pepino, el sabrosísimo pollo tandoori, el opulento cordero con salsa de tamarindo, los camarones con leche de coco, los estupendos garbanzos guisados en salsa de tomate, los vegetales con cúrcuma y un postre inolvidable constituido por halvá de zanahoria y bolas de sémola, fueron esa noche en El Círculo las señas de la noble tradición gastronómica que lleva en su segundo apellido el famoso cocinero Sumito Estévez Singh.

domingo, noviembre 29, 2009

Chile en el corazón

La embajadora Urbaneja entrega reconocimiento a Cruz del Sur Morales y a Damaris Loyo

Escribo estas líneas en Santiago de Chile, con la emoción aún intacta de una clausura espléndida. Hace pocas horas concluimos con una hermosísima actividad musical y gastronómica una programación en homenaje a Andrés Bello, compatriota común de venezolanos y chilenos. Fue una fiesta inolvidable. Una fiesta que se merecían todos los que participaron e hicieron posible el brillo y la calidez de las jornadas bellistas que, desde el 23 de noviembre hasta el sábado 28, se realizaron en diversos espacios académicos y culturales de la capital de Chile. Hoy Bello está de cumpleaños. Venimos de celebrarlo con los aguinaldos de Cecilia Todd y con el panorama culinario de la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida que Cruz del Sur Morales diseñó para la imponderable comida de anoche. Cecilia estuvo como nunca, desplegando su encanto mediante una preciosa selección navideña que incluyó composiciones y poemas de los juglares Otilio Galíndez y Aquiles Nazoa. Fue el feliz inicio del ágape. Después le rendiríamos tributo al paisaje gastronómico de Andrés Bello.

Durante una semana la Embajada de Venezuela en Chile llevó a lugares emblemáticos de la academia y la educación una lectura diversa (pero integral) de Andrés Bello. Nos correspondió a nosotros, gente de la UNEY, el inmenso honor de conducirla. Así, pudimos compartir reflexiones, dudas y conocimientos con destacados intelectuales y juristas chilenos, acerca de la vigencia intelectual del gran caraqueño. Con Miguel Rojas-Mix, el lunes, en la Universidad de Chile, convocamos el carácter fundacional de la obra de Bello. Carmen Norambuena, decana de Humanidades de esa institución y su equipo, fueron nuestros anfitriones. El martes nos recibió la Biblioteca Nacional y pudimos alternar Luis Rubilar Solís y yo acerca del imaginario pedagógico de Bello, ante un público plural que tuvo una participación fecunda. Allí estaban, desde un hijo de Radomiro Tomic hasta una representación mapuche, pasando por estudiantes, académicos, periodistas, poetas y dirigentes sociales. El miércoles la sede de la Embajada venezolana sirvió de escenario para un Taller de Formación Docente que tuvo como resultado la formulación de una propuesta de Cátedra Permanente Andrés Bello. Maestros y profesores universitarios analizaron junto a nosotros diversas vías para fortalecer nuestros sistemas educativos. Allí compartí nuevamente con el profesor Rubilar Solís. Esta vez fueron cuatro horas de sesión ininterrumpida, premiada luego con un almuerzo elaborado por Cuchi y Damaris, con una deliciosa crema de caraotas, seguida por un opulento tarcarí de ovejo que dio paso al increíble y nunca bien ponderado manjar de coco (esta vez con parchita y no con guayaba) que, por cierto, Cruz del Sur Morales debería patentar algún día por su excelencia milagrosa. La Academia Diplomática, con sus directores, embajadores, profesores y estudiantes nos recibió el jueves. En esa noble casa tuve la satisfacción (y el compromiso) de dar una conferencia al alimón con mi amigo y excompañero del Comité Jurídico Interamericano, Eduardo Vio Grossi, uno de los mejores internacionalistas de América Latina. Hablamos de los aportes de Bello a esa rama del Derecho y de su vigencia en nuestras movidas diplomacias americanas. El viernes fue la Universidad de Chile, la Casa de Bello, que le dicen, el lugar donde nos dimos cita para conversar sobre varios aspectos de la obra humanística del fundador y primer rector de esa institución. No voy a reseñar lo sucedido, pero en verdad, fue memorable. Homenaje y profanación. Discursos contrapuestos. En fin, una sesión plural, como debe ser en estos casos (y en otros) en los que cualquier unanimidad resultaría patológica.

Anoche cerramos con deleite y placer esta incursión bellista de la UNEY en Chile. Digo deleite y placer para quienes comimos solamente, gracias al inmenso trabajo de las dos representantes yaracuyanas que hicieron lo más importante del convite. Para ellas el reconocimiento de nuestra eficiente y entusiasta embajadora María de Lourdes Urbaneja, no se hizo esperar. Nos interpretó a todos en sus palabras de gratitud. La ensalada de piña, la fosforera que recordó el amor de Bello por la hermana del Mariscal Sucre, la polenta, la naiboa, el cocuy con aroma de sarrapia, todo ello y la apoteosis de un postre que fue como una hallaca dulce, por lo armoniosamente multisápido del mismo: torta de chocolate y merey con crema inglesa y cambures en almíbar de Sauvignon Blanc y tabasca, todo eso, digo, sirvió para darle sabor y gusto a un encuentro chileno-venezolano que debería tener continuidad. Por eso, Cruz del Sur Morales, quien concibió totalmente el menú, y Damaris Loyo, con quien lo elaboró para 150 personas, recibieron la ovación de un público alborozado que incluía músicos, rectores, embajadores, poetas, científicos y hasta a un polémico candidato presidencial.

A Cuchi: ¡chapeau!

lunes, noviembre 23, 2009

Andrés Bello y la soberanía alimentaria

Afiche de las jornadas en homenaje a Andrés Bello organizadas por la
Embajada de Venezuela en Chile y la UNEY

Fundar nuestra América después de la independencia lograda en Ayacucho, no fue sólo una actividad política. Fue, básicamentente, un enorme esfuerzo cultural. Lo entendió así nuestro principal e indiscutible emancipador en ese ámbito: Andrés Bello. Por esa razón, evocar su nombre y situarlo en el lugar cimero que le corresponde, es algo que no podemos obviar a la hora de celebrar el Bicentenario de las gestas libertarias en estas tierras que conforman lo que José Martí llamó con sencillez y sabiduría: “Nuestra América”.

Andrés Bello fue un genio de la creación y la mediación cultural. Hizo lo que pudo -y lo que le dejaron hacer-, superando dificultades, envidias e incomprensiones. Su labor intelectual en Chile tiene las características de un heroísmo jamás cantado por la épica y que alguien llamó alguna vez con acierto, heroísmo secreto. Poner orden civil en el caos inicial de los pueblos de América no es poca cosa. Bello lo alcanzó en la naciente república chilena, donde hoy ocupa el sitial histórico que merece, a pesar de algunos tiempos de desmemoria o de incuria. Merced a su inmensa preparación, ese orden se convirtió en un sólido soporte republicano que permitió la formulación de una política exterior idónea basada en el principio de la solidaridad y en la elaboración de normas adecuadas de Derecho Civil para hacer propicia y pacífica la vida cotidiana.

Pero no fue sólo eso. El copioso bagaje humanístico de Andrés Bello, puesto al servicio de la identidad latinoamericana, lo llevó a diseñar -mediante una amplia visión de la lengua española y un talento gramatical inusitado- un uso lingüístico propio de estas tierras. Recordemos esta afirmación suya: “Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Castilla y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias”. Y así, pudo el español nuestro ser español de América y luego, español de Chile o español de Venezuela. “No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano América”, dijo una vez. Y en efecto, para nosotros escribió su prodigiosa Gramática, por la cual Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña lo llamaron “el más genial de los gramáticos de lengua española y uno de los más perspicaces y certeros del mundo”. A partir de un orden, exaltó nuestras peculiaridades idiomáticas y le dio cauce ordenado a la diversidad, facilitando la evolución y transformación de la lengua, con aportes nacionales y regionales, hasta conformar lo que Ernesto Sábato (citado por Edgar Colmenares del Valle) llamó “una sola y magna patria”, es decir, esa fecunda patria verbal que sin Andrés Bello nos hubiese costado muchísimo tener.

Algo más hizo Bello por la emanciación cultural de América: reivindicó nuestros lugares. Lo hizo con su poesía, clásica y europea en sus formas y absolutamente americana en sus motivos y en su espíritu. Los cronistas viajaron a estas regiones equinocciales y se asombraron con sus riquezas. Nos dejaron páginas espléndidas y también el relato de una mirada europea que siempre pensó en conquistar y dominar. Algunos nos vieron con desdén. Otros sólo fueron elogiosos con la naturaleza, y unos pocos, piadosos con los pueblos autóctonos. En fin, se construyó un discurso exterior, a veces “buensalvajista” y otras muchas demonizador. Por eso, para fundar repúblicas necesitábamos otro discurso o un mensaje donde nos nombrásemos a nosotros mismos y nos sintiéramos entrañablemente expresados. Andrés Bello, desde Londres, fue el primero en hacerlo. No le bastó con la enumeración idílica de quien siente nostalgia por su paisaje. Forjó un proyecto de fundación. Recordó que la cultura es también agricultura y trabajo.

Si hoy, con tantas asignaturas pendientes aún, volvemos a leer con atención su Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida, veríamos con claridad el proyecto de Bello y nos diríamos que eso de la soberanía alimentaria no lo estamos inventando ahora, ni nosotros ni los compañeros europeos o canadienses de Vía Campesina y que en la Silva está la mejor vindicación de nuestro paisaje agrícola, una vindicación que nunca como antes necesitamos más.

lunes, noviembre 16, 2009

El paisaje gastronómico de Bello


Un joven de veinticinco años, para entonces oficial segundo de la Capitanía General de Venezuela, llamado Andrés de Jesús, María y José, hijo mayor de una familia huérfana de padre (Bartolomé Bello había fallecido en Cumaná en 1804) “arrancó hierbas, cortó ramas y esparció tierra” en Fila de Mariches. Era el 16 de diciembre de 1806. El joven dio así cumplimiento a un ritual previsto en el derecho indiano: tomar posesión de un terreno que su familia había recibido en arrendamiento perpetuo, con el propósito de fundar una pequeña plantación de café. Le debemos a la acuciosidad de Pedro Grases la recuperación de esa importante escena campestre en la vida de Andrés Bello. Y algo más: la imagen vitalmente agrícola de quien años después cantaría en Londres las maravillas de nuestros frutos campesinos. Bello llamaría la finca “El Helechal” y, según la amable hipótesis de Grases, allí estuvo ubicada su visión primigenia y personal del cultivo del “arbusto sabeo”, vestido de jazmines y perfumado por la fecunda zona, cuya ladera “adorna el cafetal”. En pos de un cafecito de Andrés Bello, intentemos un breve y parcial recorrido por el paisaje gastronómico de su Silva inagotable.

El menú se abre con una ensalada de piña y granada, recordando estos versos: “Para tus hijos la procera palma,/ su vario feudo cría,/ y el ananás sazona su ambrosía”. La fruta más hermosa de la tierra, sazón de la ambrosía y ambrosía ella misma, nos saluda en las mesas americanas, con el esplendor barroco de su forma y de sus jugos. La acompañan esta vez las legendarias granadas del Paraíso, que eran también las del patio de la casa caraqueña de los Bello López, nunca olvidadas por el maestro. “¡Aquellos granados!”, escribió, nostálgico, en una carta dirigida a su hermano Carlos. Aquellas granadas y sus granitos, están acá, haciéndole alegre compañía a la piña en esta fiesta de la entrada.

País de peces y mariscos varios, Chile le recordó muchas veces a Bello la antigua Cumaná donde vivió y murió su padre. Una fosforera oriental será entonces el siguiente plato, con el cual emprenderemos un diálogo bellista del Caribe con el Pacífico y con el “…pueblo también, cuyos hogares/ a sus orillas mira el Manzanares”. Suculenta, la fosforera, es fama que levanta muertos y no estamos acá para desperdiciar la vida. Así que habrá en esta ocasión fosforera en abundancia para todos.

El “jefe altanero de la espigada tribu” no puede faltar en nuestro paseo. Una polenta, no sé todavía si de cochino o de gallina, hará su aparición en el convite. Para Bello el maíz era algo más que un alimento. Era un dios de estas tierras. Era una seña de la sagrada identidad americana. Era (y es) una forma de resistencia. Pese al trigo sembrado por los españoles, los criollos nos hicimos grandes comedores de arepas, como nuestros padres antiguos y le dimos diversos usos al maíz, impidiendo que dejara de depararnos uno de nuestros panes de cada día. Convertido en polenta, el maíz es la ufanía central de este condumio.

Pertenezco a la golosa estirpe de los “postreros”, esos seres que suelen guardar espacio adecuado y suficiente para el disfrute final de las comidas. Por esa razón ya la boca se me está haciendo agua. Sé que está anunciada una torta de chocolate y merey que será servida con cambures en almíbar, vale decir, la apoteosis bellista de la zona tórrida. La consagración del cacao como auténtico manjar de los dioses. Andrés Bello, quien halagó la necesaria protección de su cultivo (“…ampare/ a la tierna teobroma en la ribera/ la sombra maternal de su bucare”), no habría dejado de festejar su destino en esta mesa, al lado del cambur. Símbolo de cierta pureza agrícola porque “escasa industria bástale”, el banano “desmaya el peso de su dulce carga” para prodigarse como uno de los mayores regalos que la Providencia concedió “con manos largas” a los habitantes de la felicidad ecuatorial. No conformes con rubricar de modo tan sabroso esta incursión al paisaje gastronómico de Andrés Bello, podemos agregar la presencia de la naiboa, para darle paso también al casabe (“…su blanco pan la yuca”) y al persistente papelón que viene de “la caña hermosa,/ de do la miel se acendra”.

¿Bebidas? Andrés Bello tuvo la precaución de preverlo todo en la Silva cimera. Así, nos dijo: “El vino es tuyo, que la herida agave”. Por eso, además de café, habrá cocuy de Lara, que es la mejor bebida de estas tierras sedientas.

lunes, noviembre 09, 2009

Bello en tres tiempos


1. Antes del desayuno el joven poeta tomó la pluma para escribir los versos pendientes del poema de anoche. Quiso estampar en ellos su conciencia del paisaje y su amorosa visión de la heredad auténtica. Pronto habría de leerlos en la concurrida casa de Javier. Tal vez se los dedique al visitante alemán que tanto fervor había mostrado por Caracas. Tal vez. Lo cierto es que el poeta ya ha encontrado la forma para expresarse: la oda. Sus lecturas abundantes y fecundas, le permiten ahora ser diestro en clásicas composiciones. Su Horacio y su Fray Luis están bien asimilados. También lo están sus tópicos. Pero ni Horacio ni Fray Luis lo han hecho mudar de afectos ni lo han desprovisto de sus lares.

Caraqueño para siempre, antes del desayuno, el joven poeta tomó la pluma para escribir los versos pendientes del poema de anoche: “Tú, verde y apacible/ ribera del Anauco,/ para mí más alegre/ que los bosques idalios”. Y siguió así, culto y sereno, tejiendo su pasión por las aguas cristalinas que atraviesan el hermoso valle del Avila. Mientras el café y el pan esperaban en la mesa, la poesía venezolana comenzaba con firmeza a abrirse paso.

2. Es el año 1820 y estamos en la tertulia londinense de Francisco Antonio Zea. A ella asiste hoy el guatemalteco Antonio José de Irisarri, representante, de algún modo, de toda América Latina, por su vocación continental. Esta vez habla en nombre de Chile. Le acaban de presentar a uno de los contertulios habituales, con el que inicia una reveladora charla. Mediante ella, Irisarri descubre uno de los secretos mejor guardados de Londres: la enorme sapiencia de un americano. Tal será la efusión que produce en él este personaje, que a los pocos días le enviará una carta a O’ Higgins con estas palabras entusiastas: “Hay aquí un sujeto de origen venezolano por el que he tomado particular interés y de quien me considero su amigo: le he conocido hace poco, y nuestras relaciones han sido frecuentes por haber ocupado ciertos destinos diplomáticos, en cuya materia es muy versado, como también en otras muchas. Estoy persuadido que de todos los americanos que en diferentes comisiones esos estados han enviado a estas cortes, es este individuo el más serio y comprensivo de sus deberes, a lo que une la belleza del carácter y la notable ilustración que le adorna”. Quizá Irisarri no supo que ese mismo año el caraqueño expresó en versos su infinita nostalgia por la Patria. Había llegado la ansiada primavera a Londres y todo el mundo renació de alegría, menos él, quien tomó la pluma para describir, con tanta maestría como aflicción, ese momento inolvidable: “No para mí, del arrugado invierno/ rompiendo el duro cetro, vuelve mayo/ la luz al cielo, a su verdor la tierra./ (…)/ Que a quien el patrio nido y los amores/ de su niñez dejó, todo es invierno”. Nueve años después y tras sucesivas muertes de seres entrañables, el caraqueño viajará a Chile.

3. El viejo poeta escribe lentamente. Lucha contra el sueño vespertino. El suculento charqui del almuerzo tal vez lo esté llevando a la modorra. Pero ahí va. Tiene que cumplir su cometido. Ha pedido un poco más de manjar de chirimoya para recuperar fuerzas. No sólo es un educador reconocido o el más admirable conocedor de nuestra lengua. Es también el legislador civil de sus patrias y todos esperamos por su prosa jurídica para iluminar con acierto nuestros tratos cotidianos. Siente ahora la miel en sus labios y, por fin, escribe: “Las abejas que huyen de la colmena y posan en árbol que no sea del dueño de ésta, vuelven a su libertad natural, y cualquiera puede apoderarse de ellas, y de los panales fabricados por ellas, con tal que no lo hagan sin permiso del dueño en tierras ajenas, cercadas o cultivadas, o contra la prohibición del mismo en las otras; pero al dueño de la colmena no podrá prohibirse que persiga a las abejas fugitivas en tierras que no estén cercadas ni cultivadas”.

Sonríe satisfecho. Ha redactado el artículo 620 del Código Civil chileno y se dispone ahora a entregar a la siesta su cuerpo complacido.

lunes, noviembre 02, 2009

Desayunando con Cantaclaro


Nos recordaba Rafael Arráiz Lucca en su excelente artículo del pasado domingo que este año se cumplieron tres aniversarios redondos de Rómulo Gallegos: 125 de su nacimiento, 40 de su muerte y 80 de Doña Bárbara. Para completar el cuadro habría que agregar una cuarta conmemoración galleguiana: el centenario de la revista La Alborada, que se cumplió en enero. Como se sabe, esa publicación dio nombre a un grupo literario que integraron Gallegos, Julio Planchart, Salustio González Rincones, Julio H. Rosales y Enrique Soublette. Este último, por cierto, hombre de fortuna, financió la revista. Ocho números, de enero a mayo, bastaron para que el grupo se convirtiera en referencia ineludible de la historia literaria de Venezuela. Y no era para menos, como lo evidencia la importancia indiscutible de dos de sus miembros: Gallegos y González Rincones.

Sin restarle méritos a Julio H. Rosales (autor de un cuento inolvidable) y al resto de sus compañeros, el autor de Doña Bárbara y el poeta darianamente “raro” de La yerba mala, representan hoy en día a los “alborados” de mayor estima. No siempre fue así, en virtud del tardío descubrimiento de Salustio, por parte de la crítica venezolana. Hubo que esperar hasta 1977 para que los venezolanos nos encontráramos con la sorpresa de un autor de comienzos del siglo XX adelantado a las vanguardias, a las máscaras autorales y al cruce de géneros, en pleno apogeo del modernismo y sus epígonos. Debemos a una antología preparada y prologada por Jesús Sanoja Hernández ese descubrimiento que maravilló al grupo poético Guaire que poco más tarde encabezaría, precisamente, Rafael Arráiz Lucca. Los compañeros de González Rincones jamás se imaginaron que el futuro le depararía a éste lecturas fervorosas y asombradas. Ahora sabemos nosotros que la recepción literaria tiene sus propias leyes y que como diría Guillermo Sucre los “poetas de su tiempo llegan a destiempo”.

Pero volvamos a Gallegos, a quien releo con enorme placer estos días. Vayamos con él al llano, nuevamente, porque allí nos espera un desayuno suculento que doña Nico preparó para agasajar a Rosángela. Estamos a media mañana en las páginas musicales de Cantaclaro, a punto de probar la sabrosura de unas arepas doraditas, recién levantadas del negro budare, que nos están haciendo la boca agua. Los afanes culinarios de doña Nico no tienen parangón en estas tierras y hoy exhiben mejores resultados. Con su voz ronca acaba de anunciarnos el inicio del condumio y todos nos acercamos a la mesa humeante. Ya hemos olvidado la inmancable tacita de café del amanecer y nos aprestamos para halagar copiosamente nuestro gusto. Pueblan la casa los olores de la carne macerada. El banquete incluye caraotas negras, “carne asada, gorda y sangrante, sin aliños que alteren su sabor (…), lomo de cerdo o de lapa adobado con orégano oloroso”, huevos fritos, suero picante, chireles en leche para la miga del pan, queso de mano y café “tinto y aromoso”. Cantaclaro es hoy una orgullosa fiesta llanera de olores y sabores, sustanciosos y sencillos. Lo es, porque todas las viandas fueron hechas con cariño y la mesa puesta con el don sagrado de la gratitud. Los lectores-comensales de esta obra milagrosa salimos felices de la casa.

Desde el llano adentro vengo/ tramoliando este cantar./ Galleguiano me han llamado./ ¿Quién se atreve a replicar? ¡Ah caramba, compañero!/ No lo puedo remediar,/ que acabe diciendo en versos/ lo que empecé a conversar.